Fuego y furia

Jorge Tamames
 |  23 de agosto de 2017

Un verano de fuego y furia, cortesía de Donald Trump. Pronóstico de “fuego y furia” para Corea del Norte si lleva a cabo un ataque a la base estadounidense en Guam o, sencillamente, si no acota sus veleidades nucleares. Fugaz fuego y furia para Venezuela, amenazada con una intervención militar que el resto de América Latina ha rechazado y que el vicepresidente, Mike Pence, ha optado por desestimar. Ruido y furia en la Casa Blanca, tras la renuncia de un portavoz despedido a los diez días de estridencias surrealistas y un jefe de gabinete excesivamente pacato—como señala el periodista Matt Taibbi, no existe forma de sobrevivir en el laberinto de la actual administración.

Tras siete meses de Trump, gran parte del país –y, hasta cierto punto, el resto del mundo– se ha resignado a escuchar ocurrencias imbéciles de quien supuestamente es el hombre más poderoso del mundo. A estar gobernado por un tipo que se comporta como si padeciese demencia senil.

Ahora algo se ha quebrado definitivamente en esta relato esperpéntico y en parte exculpatorio. Un buen punto de partida para entender el punto de inflexión es Charlottesville: Race and Terror, el breve documental que Vice acaba de realizar en una ciudad de Carolina del Norte, donde la extrema derecha ha decidido realizar un despliegue de fuerza. Para un número creciente y cada vez mejor organizado de neonazis y miembros del Ku Klux Klan, Trump no es un bufón ni un incordio, sino un vehículo para realizar sus aspiraciones políticas. Esas aspiraciones pasan por llevar a cabo una limpieza étnica en EE UU y convertir el país en un “etno-estado” para la raza blanca.

 

 

La muerte de Heather Heyer, activista de izquierdas atropellada por un neonazi que embistió contra una manifestación en la que participaba –una táctica inspirada en la de los terroristas de Niza, Londres y Barcelona–, ha centrado la atención del país en Charlottesville. El choque entre neonazis y antifascistas con motivo de la retirada del monumento a un general confederado reclamaba la atención del presidente estadounidense. En un gesto hacia sus seguidores más extremistas, Trump optó por la equidistancia, señalando como igualmente culpables a la “alt-right” (nombre con que se conoce a la ultraderecha) y una imaginaria “alt-left”, igual de violenta e intolerante.

El establishment estadounidense ha rechazado unánimemente esta equiparación de fascistas y anti-fascistas. De la cúpula militar han emergido condenas al racismo que chocan con la ambivalencia calculada de Trump. Los dos foros de asesoramiento empresarial creados por el presidente han sido desmantelados ante la inminente dimisión de sus integrantes. Figuras destacadas del Partido Republicano, como los ex candidatos presidenciales John McCain y Mitt Romney, y el presidente del Congreso, Paul Ryan, han condenado a los grupos de extrema derecha.

En teoría, el principal beneficiario de este enésimo bandazo debiera ser Stephen Bannon, el consigliere nacionalista y principal valedor de la extrema derecha en la Casa Blanca. Pero Bannon parece pasar por horas bajas, aislado del círculo de confianza de Trump. El miércoles decidió empeorar su situación dando una entrevista accidental a un periodista progresista, al que reveló sus opiniones sobre la inevitabilidad de un choque brusco entre Washington y Pekín, su estrategia para enfrentarse a China, y su constatación de que EE UU tiene las manos atadas a la hora de lidiar con Corea del Norte. Trump parece haber tomado el viraje ultraderechista simplemente para contradecir a sus críticos. “Es muy tozudo y no es consciente de lo mal que se está poniendo esto”, explica un asesor del presidente a Politico.

Los crímenes racistas, inspirados por un presidente que abraza la xenofobia sin complejos, se han convertido en un fenómeno recurrente en EE UU. Pero los sucesos de Charlottesville emplazan al país entero ante una reflexión difícil. Denuncias verbales aparte, el Partido Republicano es, como señala el Financial Times, el principal responsable de la situación actual. Trump se limita a manifestar de forma contundente el racismo velado que la derecha emplea desde finales de los años sesenta. En abril, la cámara baja de Carolina del Norte, controlada por republicanos, aprobó una ley que descriminalizaba el atropello de manifestantes bloqueando carreteras.

Tampoco el Partido Demócrata sale excesivamente bien parado. Ocurre que los antifascistas de Charlottesville pertenecen principalmente a organizaciones izquierdistas a las que demócratas destacados llevan meses criticando. El término “alt-left”, al que Trump recurrió de forma socorrida, lo popularizó precisamente el partido de la oposición. Ante el asesinato de Heyer se revela lo absurdo de equiparar a la extrema derecha y la izquierda con el fin de presentar las ideas del establishment demócrata como única alternativa viable para el país.

Ni siquiera la propia alt-right puede darse por vencedora. Como señala Angela Nagle, principal investigadora de las comunidades online en las que la alt-right se dio a conocer, el pseudo-fascismo irónico, nihilista y altamente escenificado que hasta ahora han adoptado muchos de sus miembros –en su mayoría adolescentes– es difícil de compaginar con ultraderechismo contundente que muestra Vice, en el que abundan las referencias hitlerianas, las armas automáticas y los llamamientos a la violencia contra los enemigos políticos. Es probable que Charlottesville aumente las escisiones en un movimiento de por sí proclive a la división interna.

Tras el verano de fuego y furia, a Trump le espera un otoño decepcionante. La agenda legislativa de su partido continua enfangada. Las investigaciones oficiales sobre los vínculos entre su campaña presidencial y los servicios de inteligencia rusos son una herida que no deja de sangrar. Pero estos temas parecen menores en comparación con el dilema al que ahora se enfrenta EE UU. ¿Qué hacer con un presidente que ha dado el paso definitivo en su deriva derechista, amparando bajo su autoridad a neonazis y el KKK?

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