Alfombra Roja: Michel Barnier

Aida Albertos Goyos
 |  30 de marzo de 2017

“We are ready. Keep calm and negotiate».

(Estamos preparados. Mantengamos la calma y negociemos)

El 1 de octubre de 2016, con el aval del presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, el francés Michel Barnier (La Tronche, 1951) tomaba posesión del cargo como negociador jefe de la Comisión para el Brexit. Al mando de una Task Force formada por los 30 mejores expertos en los ámbitos afectados por la salida británica de la Unión Europea, Barnier tiene una tarea diplomáticamente hercúlea por delante: lograr una retirada amistosa pero justa de Reino Unido, suprimiendo al máximo la inseguridad jurídica que conlleva la falta de precedentes históricos.

Su nombramiento, más allá de algunas voces críticas que sospechan un peligroso arraigo continental, ha estado secundado por todos aquellos conscientes de su experiencia y vocación profesionales. La carrera política de Barnier, ideológicamente conservadora, se ha movido en las últimas décadas entre las carteras ministeriales francesas (considerado como persona de confianza del expresidente Nicolas Sarkozy) y altos cargos en las instituciones comunitarias, reuniendo una serie de contactos –particularmente útiles para su cargo actual– en las distintas capitales europeas.

Semanas antes de que Theresa May, primera ministra británica, pusiera en marcha el artículo 50 para empezar las negociaciones oficiales para la salida de la UE, Barnier ya había consultado personalmente la opinión e intereses de los 27 Estados miembros y de las instituciones europeas. En su opinión, Europa ha de mantener una postura unida y firme durante todo el proceso, que respete los intereses de los Estados miembros. Para que las negociaciones se desarrollen ordenadamente, es fundamental también que el orden de prioridades esté perfectamente claro, y que no sobrepase las competencias legales que el artículo 50 concede a los negociadores.

Es en este punto donde parece haber discrepancias a ambos lados del Canal: la retórica inglesa sobre el Brexit deja ver amplias posibilidades de concertar un divorcio amistoso, rápido, que dé a Reino Unido un acuerdo de libre comercio beneficioso para su economía, y a la vez le devuelva total independencia en asuntos judiciales (escapando “del yugo” del Tribunal Europeo de Justicia) y de migración (anulando eficientemente la libre circulación de personas).

Sin embargo, la visión de Barnier, y por tanto la postura comunitaria, sin llegar a un enfrentamiento abierto, discrepa en forma y fondo con el proyecto esbozado por los ingleses. Barnier tiene como “prioridad absoluta” garantizar el Estado de Derecho de los ciudadanos europeos e ingleses, poniendo el comercio –un asunto que planea tratar exclusivamente habiendo cerrado el resto de negociaciones y con, al menos, un acuerdo de transición sobre la mesa– por detrás de la seguridad en la frontera irlandesa y del asentamiento de cuestiones financieras. Partiendo además de la idea sólida de que las cuatro libertades comunitarias son un paquete inseparable, y que ningún tercer Estado puede disfrutar parcialmente de las mismas.

Estas desavenencias se suman a las preocupaciones sobre el reciente rechazo, por parte del canciller de Hacienda británico, Philip Hammond, de la estimación de la deuda inglesa a la UE realizada en Bruselas, que oscila entre los 55.000 y los 60.000 millones de euros. Esto aumenta la desconfianza general sobre un cierre de las condiciones de salida en menos de dos años de negociaciones, para que no se solape con las elecciones europeas de 2019.

En su primera rueda de prensa resumía así la magnitud de la empresa: “El trabajo será legalmente complejo, habrá incertidumbre política y tendrá importantes consecuencias para nuestras economías y, sobre todo, para nuestra gente, a ambos lados del Canal”. Sin embargo, a través de su cuenta de Twitter, el 29 de marzo, Barnier mostraba sonriente a un equipo formado y preparado para asumir estos retos y enfrentarse a las intrincadas negociaciones que tienen por delante.

 

 

Para la consecución de un acuerdo provisional en octubre de 2018, Barnier considera imprescindible, paralelamente, mantener un flujo de información transparente, detallada y realista sobre las consecuencias del Brexit, tanto hacia la ciudadanía inglesa como europea. “No tenemos nada que ocultar”, escribía en el Financial Times, pero la dificultad de este proceso no radica tanto en los secretos que puedan guardar las partes, sino en la incertidumbre de cómo desenredar un vínculo legal, social, económico y político tan profuso como el que inevitablemente se ha construido entre Bruselas y Londres, a pesar de ser un miembro que siempre se mantuvo un paso atrás de la primera línea de integración.

Por ahora, el encargado de llevar este barco a buen puerto parece estar cumpliendo sobradamente su función. Es un negociador comprensivo, apenado incluso por la realidad que afronta la Unión tras la decisión británica. Por otra parte, firmemente dispuesto a defender los intereses –sobre todo de la ciudadanía– europeos, manteniendo el foco en los asuntos que considera relevantes, para ir tratando uno a uno todos los aspectos de este divorcio continental, y que trastocará profundamente a ambas partes.

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