Sharina, a la espera del veredicto, el 5 de junio de 2017. GETTY

Alfombra Roja: Natalya Sharina

Aida Albertos Goyos
 |  16 de junio de 2017

El 5 de junio se resolvió la acusación de la exbibliotecaria Natalya Sharina (1957), acusada por el Estado ruso de “extremismo, propaganda anti-rusa y malversación de fondos públicos”, con una sentencia suspendida de cuatro años de prisión. Un proceso judicial “a la Basmanny” que se ha alargado desde su detención en 2015, pasando por un arresto domiciliario de un año y siete meses, e indignando a población civil y a las organizaciones de derechos humanos. El 12 de junio, día de la fiesta nacional de Rusia, más de 1.700 personas fueron detenidas en las protestas organizadas por todo el país. El caso de Sharina es uno más de los muchos que movilizan a la oposición rusa.

Sharina se convirtió en la directora de la Biblioteca de Literatura Ucraniana de Moscú en 2011. Un centro público, que por lo tanto obtenía dinero de los presupuestos de la ciudad, que alberga (o albergaba) aproximadamente 60.000 obras, mayormente escritas en ucraniano, y que servía como vínculo cultural entre ambos países.

Las relaciones ruso-ucranianas nunca han tenido grandes momentos dorados, más bien lo contrario. Su animadversión se puede rastrear desde la colaboración con los nazis de partisanos nacionalistas ucranianos durante la Segunda Guerra mundial para combatir a las tropas soviéticas, en busca de la independencia. Como resultado, las autoridades rusas se han encargado de tener vigilado todo lo ucraniano, humano o material, que entrase en el país. La lista oficial de libros prohibidos por ser considerados “degradantes” para los rusos o que incitan el odio interétnico llega a los 3.000 títulos, y de un tiempo a esta parte, ha llevado a varios ciudadanos a juicio. Máxime tras la anexión rusa de Crimea en marzo de 2014, que ha exaltado las tensiones entre la población y ha dado el pistoletazo de salida de una verdadera caza de brujas, de la que Sharina es una víctima más.

Tras la denuncia del diputado municipal Dmitry Zakharov, al que le había llegado información sobre la distribución de libros del escritor nacionalista ucraniano Dmytro Korchynsky en la biblioteca, Sharina es arrestada y el centro registrado en busca de pruebas. La defensa, con el respaldo de testigos, denuncian que los libros “encontrados” fueron en realidad colocados por la propia policía en la biblioteca. Sharina explicaba que el libro Guerra en la Multitud, de Korchynsky, ya fue utilizado como prueba en 2010 en un intento de criminalizar de “extremista” al antiguo director de la Biblioteca –caso abandonado en 2013 por carecer de base– siendo entonces retirado junto a otros 49 ejemplares. La credibilidad de la acusación quedó en entredicho cuando se vio que el ejemplar encontrado no solo no coincidía con el de 2010, sino que no tenía ningún sello bibliotecario, necesario para su almacenamiento y registro.

La propia Sharina ha comparado este juicio, iniciado el 2 de noviembre de 2016 junto a su arresto domiciliario, a los teatros que se llevaron a cabo durante la era de Stalin. Es precisamente el contenido político del caso lo que desanima a la defensa y aquellos preocupados por el Estado de Derecho en Rusia. En una publicación digital, el profesor Boris Sokolov se mostraba pesimista sobre las posibles salidas. “El caso es demasiado político para que la corte se arriesgue a tomar una decisión justa, respetando la letra y espíritu de la ley –afirma Sokolov–. La única salida posible a esta situación es que una corte mayor conmute la sentencia suspendida o conceda a la defendida la amnistía”.

El abogado de Sharina, Ivan Pavlov, corroboraba esta visión tras una de las audiencias judiciales: “Este caso ha estado impregnado de política desde el principio. Después de todo, no es una biblioteca bielorrusa. No es una biblioteca cosaca. Es ucraniana. Y estos días, todo lo vinculado a Ucrania es político, de un modo u otro”. Hugh Williamson, director del departamento de Europa y Asia Central de Human Rights Watch, un crítico vocal de la injusta situación, explicaba así la estrategia subyacente al caso: “El gobierno ruso está enviando un crudo mensaje de que los libros en tu estantería podrían mandarte a prisión, una perturbadora regresión a tiempos soviéticos”.

 

 

No es un secreto que Sharina ocupa un papel de chivo expiatorio para el Estado. Resulta de hecho tan obvio que el presidente del consejo ruso para los Derechos Humanos, Mikhail Fedotov, hablaba en un tono más socarrón de la situación, diciendo que esperaban “que los chefs de los restaurantes que sirvan comida ucraniana sean los siguientes en ser arrestados”.

Sharina, quien considera que “los libros no pueden constituir extremismo porque en [su] opinión el extremismo es una acción”, se declaró inocente de todos los cargos, incluido el uso indebido de fondos públicos (sacados de la partida presupuestaria de la Biblioteca) para pagar la defensa en el caso de 2010. Su abogado asegura que el fallo será apelado y en caso de no resultar conmutada su pena, se recurrirá a la Corte Europea de Derechos Humanos.

El gobierno ucraniano, a través de su ministerio de Exteriores, ha respondido también a esta provocación diplomática, pidiendo la liberación de Sharina y acusando al Kremlin de poner la “etiqueta de rusofóbico y extremista a todo lo ucraniano”. Efectivamente, en diciembre de 2015 la cadena estatal rusa NTV emitió un documental en el que se acusaba a la biblioteca de seguir órdenes de los servicios de seguridad ucranianos a petición de la CIA. Esta visión de los hechos coincide con la opinión pública rusa, que observa el gobierno ucraniano como una “junta fascista controlada desde Washington”.

Natalya Sharina, considerada prisionera política por la organización de derechos humanos Memorial, no es la única persona cuyo nombre ha resonado en la prensa internacional por ser objeto de persecución política. Los ciudadanos ucranianos han estado en el epicentro de una caza de brujas llena de juicios por crímenes de guerra de alto perfil, espionaje y terrorismo en Rusia desde 2014. Un torbellino del que el mundo artístico y académico no ha podido esconderse, dejando víctimas como el director de cine ucraniano Oleg Sentsov, condenado a 20 años de cárcel por terrorismo. Se inicia así el ciclo de autocensura que surge del terror, por el que un profesor de escuela ha denunciado a HRW que el director del centro ordenó al bibliotecario la revisión de todos los materiales y la eliminación de aquellas estanterías con libros “políticamente sensibles” como precaución.

Si Vladimir Putin no decide tomar cartas en el asunto y apostar por una imagen más liberal de su gobierno con la vista puesta en las siguientes elecciones, y hace oídos sordos a las críticas que rodean el trato a los ucranianos en el país, no solo está en juego una Biblioteca cuya fundación y labor se remonta a 1918, y de la que se rumorea su cierre y transformación, curiosamente como ocurrió en la época estalinista. Está en juego el evitar una degeneración imparable del Estado de Derecho y las libertades individuales de los ciudadanos rusos, ucranianos y de todos aquellos que decidan emitir en público una opinión contraria al régimen.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *