La metamorfosis de Alexis Tsipras

José Piquer
 |  4 de septiembre de 2015

Al jurar su cargo el 26 enero de 2015, Alexis Tsipras, el exprimer ministro de Grecia, sabía que su mandato no iba a ser fácil, pero llegar hasta aquí tampoco había sido un camino de rosas. Forjado en la las juventudes comunistas, la carrera de este político sin corbata de 41 años puede resumirse en pocas líneas. En 2006 quedó en tercer lugar en las elecciones para la alcaldía de Atenas. Dos años después fue elegido líder de Syriza, entonces una coalición formada por 13 grupos de izquierda radical, y en 2009 entró en el Parlamento como diputado, pasando a dirigir el grupo parlamentario de Syriza.

Un año después de ser elegido diputado en el Parlamento, Grecia solicitaba el primer rescate. Los acreedores (los países miembros de la zona euro y el FMI) aprobaron prestar a Grecia 110.000 millones de euros (equivalente al 48% del PIB griego) a cambio de que los gobernantes griegos se comprometieran a implementar un programa de ajuste económico sin precedentes en la historia.

Hasta este momento la crítica incendiaria de Syriza hacia la troika y la oligarquía griega y sus diatribas contra el capital y el imperialismo financiero habían suscitado, salvo algunas excepciones, indiferencia, sorna o desprecio. Sin embargo, tras el fracaso de las negociaciones para formar un gobierno de coalición en mayo de 2012, muchos comenzaron a mirar a Tsipras y a Syriza con otros ojos.

Por una vez, Alexis Tsipras parecía agradecido a los Papandréu y Samarás, pues cuanto más fracasaban ellos, mejor parecía irle a él en las encuestas. Discurso tras discurso fue recomponiendo los pedazos de tanto fracaso hasta aupar a Syriza a la segunda posición en las elecciones de junio de 2012, convirtiendo a su partido en una alternativa real de gobierno.

El momento de la alternativa llegó el pasado enero, cuando Syriza obtuvo una mayoría suficiente para formar gobierno con el apoyo de un pequeño partido nacionalista de derecha, Griegos Independientes. La creciente sensación de fraude entre los votantes griegos tras casi cuatro décadas de alternancia política entre los socialistas del Pasok y los conservadores de Nueva Democracia y las dramáticas consecuencias de la crisis habían allanado el camino de la victoria. Ahora la cuestión era saber si el nuevo primer ministro griego, un ingeniero eléctrico sin experiencia de gobierno, sería capaz de satisfacer las expectativas de sus más de 2.200.000 votantes y de un sector de la izquierda europea que vio en su triunfo un espejo de sus propias posibilidades.

Pero cuando en enero Tsipras proclamó eufórico el triunfo de la esperanza y la recuperación de la soberanía nacional para Grecia, el fin del “círculo vicioso de la austeridad” y la promesa de un nuevo paraíso en la Tierra, nunca imaginó que en apenas unos meses esa esperanza dependería de recibir 86.000 millones de euros a cambio de aprobar un nuevo programa de ajuste propuesto por los mismos acreedores que tanto había despreciado.

 

Los trabajos de Hércules

Tsipras no necesitó mucho tiempo en el cargo para confirmar que la tarea de gobernar un país al borde de la bancarrota es hercúlea, como el tiempo ha acabado demostrando. Durante los últimos siete meses ha gobernado Grecia sabiendo que en algún momento de su mandato tendría que elegir entre preservar la pureza ideológica por la que fue elegido o plegarse al pragmatismo que se espera de un primer ministro.

La crisis del euro le ha concedido varios de esos momentos cruciales en la carrera de un político, pero ninguno comparable con el que vivió la madrugada del 12 al 13 de julio, cuando los líderes europeos negociaban (una vez más) el futuro inmediato de Grecia. Días antes el ministro de finanzas griego, Yanis Varoufakis, se había visto obligado a dimitir tras cinco meses de lucha infructuosa para lograr que sus socios europeos aceptaran una quita parcial de la deuda griega como condición previa a negociar cualquier nuevo programa de ayuda.

Ante la negativa de los acreedores a incluir en el acuerdo las demandas griegas sobre la deuda, Tsipras convocó en julio a los ciudadanos griegos para decidir en un referéndum sobre una propuesta de acuerdo cuyo contenido exacto todavía debaten varios premios Nobel de Economía.

 

 

Durante aquel fin de semana Tsipras “el gobernante” transmutó de nuevo en el activista y opositor que nunca quiso (o pudo) dejar de ser. Tsipras pidió a los griegos que rechazaran la propuesta de los acreedores votando oxi (“no”, en griego) en la consulta. La opción del “no” acabó imponiéndose finalmente con más del 60% de los votos para desagrado de Bruselas y Berlín, que siempre interpretaron este referéndum como un desafío y, para qué engañarnos, como un gesto extravagante en la cuna de la tecnocracia.

Pero pocos días después los acreedores iban a hacerle a Tsipras una oferta que, como Marlon Brando en El Padrino, no podría rechazar. La mañana del 13 de julio Tsipras abandonaba Bruselas sabiendo que el acuerdo que acababa de aceptar era, desde un punto de vista económico, la menos mala de todas las alternativas a su disposición. Lo cierto es que nunca tuvo más de dos opciones: aceptar las demandas de los acreedores, o salir del el euro. “Entre una opción mala y una opción catastrófica, nos vemos obligados a elegir la primera opción”, se justificó Tsipras ante el Comité Político de su partido.

 

Y la metamorfosis de Kafka

Mientras abandonaba el edificio del Consejo de la UE en Rue de la Loi rumbo a Atenas Tsipras pensó, atormentado aún por la dimisión de Varoufakis, que nunca debió haber aceptado ese acuerdo… Como en La Metamorfosis de Kafka, la novela en la que Gregor Samsa se despierta convertido en un gigantesco insecto tras un sueño intranquilo, algo cambió para siempre la mañana del 13 de julio. Tsipras, la primera y última esperanza de la verdadera izquierda europea, había alcanzado la mayoría de edad de forma abrupta.

El ex primer ministro griego regresó a Atenas con el compromiso de recibir 86.000 millones de euros, pero a cambio de aceptar unas condiciones que ni el votante más ingenuo de Syriza habría apoyado una semana antes de haber conocido este desenlace. Entre esas condiciones Tsipras había accedido a crear un fondo para la privatización de bienes públicos griegos por valor de 50.000 millones de euros. Su mayor victoria fue lograr que la sede pasara de Luxemburgo a Atenas.

A pesar de todo, las medidas exigidas por los acreedores fueron aprobadas el 14 de agosto en el Parlamento heleno con 222 votos a favor y 64 en contra. Ya era, sin embargo, demasiado tarde para Tsipras. Durante la votación 25 diputados de su partido se desmarcaron para crear un nuevo grupo parlamentario, Unidad Popular, que hoy ya es el tercer grupo del Parlamento. Tsipras ha hecho los cálculos y sabe que tendría muy difícil lograr los 120 votos mínimos que la Constitución griega exige para sobrevivir a un voto de confianza en el Parlamento. Por eso –explicó en su carta de dimisión– “el pueblo deberá decidir de nuevo si quiere continuar con valentía las negociaciones con los acreedores”. Nunca aclaró qué entendía por valentía, ni si pensaba que sus últimas negociaciones habían sido valientes.

Para algunos la dimisión de Tsipras simboliza el fracaso del experimento político que representó la victoria de la izquierda radical en un feudo (la zona euro) reacio a los experimentos con gaseosa. Para otros tan solo estamos ante la repetición de una vieja y archiconocida historia: la claudicación de la utopía ante la realpolitik. En realidad, Tsipras simplemente se convirtió en gobernante.

 

Gobernar era esto

Con frecuencia el tránsito de la oposición al gobierno obliga a posponer la construcción del paraíso en la Tierra para pagar los salarios de los funcionarios el próximo mes. Sobre todo, si ya has dejado de pagar tus deudas. Quien crea que se puede gobernar sin renunciar debería renunciar a gobernar. Pero Tsipras se equivocó al convocar un referéndum ambiguo y precipitado, hacer campaña a favor del “no” y luego renegar del resultado victorioso aceptando un acuerdo mucho peor para Grecia. Se equivocó al negociar su permanencia en el euro y un tercer rescate sin tener un plan B y se equivocó al intentar hacer creíble la ficción de que David podía derrotar a Goliat.

A pesar de todo, es muy probable que Tsipras revalide su mandato. Las próximas elecciones griegas serán un excelente laboratorio para saber si los votantes griegos priman la (i)responsabilidad de sus gobernantes sobre su (in)coherencia ideológica, o viceversa. Esta vez Tsipras podrá atribuir su fracaso al deficiente diseño del euro, a la esclerótica forma de tomar decisiones del Eurogrupo, al egoísmo alemán, podrá, incluso, culpar al terrorismo financiero de la troika de todo los males de Grecia. Pero por muchas razones (y no todas atribuibles a él) lo que ya no podrá hacer es cambiar la historia. Grecia está hoy peor que cuando él asumió el poder y nada indica que el próximo primer ministro tenga en sus manos el poder suficiente para revertir esta situación.

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