Júpiter jugará lo justo. GETTY

Tercera vía, 2.0

Jorge Tamames
 |  28 de junio de 2017

Resulta manido observar, ante la llegada de un líder pretendidamente napoleónico al Elíseo, que los eventos históricos ocurren dos veces: la primera como tragedia y la segunda como farsa. Pero en el caso de Emmanuel Macron, este cliché viene al caso. El presidente francés, promovido como un rupturista audaz, representa la enésima encarnación del proyecto socioliberal al que el centro-izquierda europeo se retrajo tras el embiste de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Francia asiste a una transformación lampedusiana: cambiarlo todo para que todo siga igual.

Para entender la redundancia histórica de Macron conviene examinar la doble amnesia sobre la que se edifica su relato político. El primer desliz consiste en presentar como novedad su carácter “anglófono y filo-germano”. Macron comparte la anglofilia con Nicolas Sarkozy, predecesor de su predecesor. François Hollande, por su parte, no tardó más de unos pocos meses en readaptar su programa económico a las exigencias de Berlín.

El segundo olvido es más trascendente. La tercera vía en la que se inscribe el proyecto de Macron tiende a asociarse con figuras anglosajonas de la década de los noventa: Anthony Giddens a nivel teórico, Tony Blair y Bill Clinton como referentes políticos. En un segundo plano figura Gerhard Schröder, cuyo programa de austeridad (el plan Hartz) Macron quisiera importar a Francia, país supuestamente asfixiado por el peso de un Estado elefantiásico.

Es un relato consolidado, pero no por ello preciso. Como muestra el catedrático de Harvard Business School Rawi Abdelal en su libro Capital Rules, fueron los socialistas franceses quienes, en la década de los ochenta, lideraron la carga por la desregulación financiera. El viraje de François Mitterrand, que en 1983 descartó su renqueante plan keynesiano en aras de una agenda liberal, se convertiría así en el primer experimento de la tercera vía. Un proyecto al que también se adscribió el socialismo español, doce años antes de que Giddens publicase sus tesis.

A “la esfinge” y su heredero político les une una línea de dirigentes socialistas que va de Michel Rocard –rival de Mitterrand, modelo para Macron– a Hubert Védrine, defensor de un “consenso” que aúne a izquierda y derecha, pasando por Jacques Attali, cuyo reconocido informe a favor de la desregulación de la economía francesa Macron ayudó a redactar. El presidente también encarna el intento de consolidar un “gran centro” político, ajeno tanto a la derecha dura como a la herencia revolucionaria francesa. Un afán recurrente entre las élites galas, expresado en la obra de historiadores como Pierre Nora, François Furet y Pierre Ronsanvallon. Y, de nuevo, una tradición a la que contribuyó Mitterrand. «Al castrar al comunismo francés como cómplice segundón [de su viraje] y desacreditar la perniciosa tendencia revolucionaria del país, estableció los fundamentos de una República del Centro estable», apunta Perry Anderson en un ensayo reciente. Macron –mandarín de la ENA y discípulo de Alain Minc– es incapaz de embarcarse en una aventura ajena a la historia de su país y la voluntad de sus clases dirigentes.

 

Júpiter en un jardín

El elemento más sorprendente en Macron tal vez sea su apuesta por la híper-teatralidad. Sus asesores han diseñado una teoría “jupiteriana” según la cual el candidato, afable y cercano a la prensa, debe dar paso a un presidente gélido y distante, equiparable al dios de los dioses romanos. “La palabra presidencial será rara”. En vez de distraerse con nimiedades, Júpiter se vuelca en quehaceres solemnes, como el estudio de la manera en que Donald Trump da la mano, con el fin de estrujársela hasta dejarle los nudillos blancos y explicar a la prensa que el gesto “no era inocente”.

A juzgar por la reacción de la prensa, la mise-en-scène es todo un acierto. The Economist encumbra a Macron como el “salvador de Europa” en una portada de tonos bíblicos. El País logra describirle, en un solo párrafo, como “presidente olímpico” de “aura monárquica”, “maestro de los relojes», “amo del tiempo» y  de «los silencios”. Pero cabe preguntarse hasta qué punto esta obsesión con la imagen es original. Si Justin Trudeau camufla la banalidad de sus políticas enfatizando la afabilidad friki ­­con que frecuentemente se asocia Canadácalcetines de Star Wars, abrazos a unicornios de peluche–, el equipo de Macron parece haber realizado una operación similar, adaptada a la idiosincrasia de la presidencia imperial francesa.

Este juego de espejismos no protegerá indefinidamente al presidente. Como asesor económico de Hollande, Macron jugó un papel clave en el diseño de reformas que le valieron un rechazo enérgico en las calles francesas. Como no ha renunciado a esta agenda económica, el presidente tardará poco en enfrentarse a huelgas y protestas. La abrumadora fortaleza institucional de su partido-movimiento convive con una base social débil, que apenas supera una quinta parte del electorado francés. Un desajuste entre representación institucional y opinión pública similar al establecido en Estados Unidos tras las elecciones presidenciales o en España tras los comicios de 2011. En el ciclo político que se abre, la calle francesa podría convertirse en la principal oposición al gobierno.

A los problemas de Macron se añade que su proyecto es irrealizable sin la colaboración de Angela Merkel. A cambio de una desregulación de la economía francesa y la aplicación de políticas de austeridad, el presidente espera obtener un mayor compromiso alemán con la gobernanza de la zona euro. Unión fiscal, presupuestos comunes y el desarrollo de un ministerio de Finanzas. Propuestas que Berlín no ha rechazado, pero antes las cuales mantiene las distancias. Merkel parece encaminada a la reelección en las elecciones federales de septiembre. Jens Weidmann, presidente del Bundesbank y posible sucesor de Mario Draghi al frente del Banco Central Europeo, se ha mostrado en contra de las demandas de Macron.

Hay una diferencia clave entre 1983 y 2017. Como señala Rafael Poch, Macron es el último cartucho del establishment francés. Mantener con vida a la tercera vía ha exigido el sacrificio del sistema de partidos francés, con la derecha republicana a la deriva y el Parti Socialiste pasokizado (hay reformas que, como las revoluciones, devoran a sus hijos). Si Macron fracasa, la alternativa que se le presente será en clave de régimen y no de una simple alternancia de partidos.

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