Miembro de la Coordinadora de Movimientos del Azawad, en Kidal, al norte de Malí.

Zonas calientes 2017: África (II)

Crisis Group
 |  5 de abril de 2017

A pesar de los esfuerzos desde la esfera internacional, el Sahel continúa su trayectoria hacia mayores niveles de violencia e inestabilidad. Los yihadistas, otros grupos armados y las tradicionales redes de corrupción –a veces ligadas a autoridades nacionales y locales– se siguen expandiendo y amenazando la estabilidad de Estados ya previamente débiles. A lo largo y ancho de la región, la desafección ciudadana hacia los gobiernos se mantiene peligrosamente alta. Los actores internacionales deben revisar sus estrategias actuales, que atacan los síntomas de los problemas que acucian el Sahel sin atender a sus causas subyacentes: la histórica desatención de los Estados por parte de sus gobiernos centrales. Urge una acción preventiva que evite el colapso del proceso de paz en Malí, una amenaza genuina que desde este año puede tener serias implicaciones en la seguridad regional del Sahel.

 

Las dilatadas brechas del proceso de paz en Malí

En el seno de la inestabilidad del Sahel se encuentra la eternizada crisis de Malí. Se está propagando por Burkina Faso, el frágil Níger y Senegal, aunque este último sea más estable. Veinte meses después de la firma del Acuerdo de Paz de Bamako, en junio de 2015, con la intermediación de Argelia, la implementación del mismo flaquea y su colapso es una posibilidad real. A pesar de haber defendido públicamente el apoyo al proceso de paz, las autoridades malienses no han depositado la confianza necesaria en el acuerdo, firmado bajo grandes presiones internacionales y con serias deficiencias. No aborda convenientemente la economía de guerra, marcada por la violencia, en la que los empresarios se apoyan en pequeños ejércitos privados para proteger sus rutas de tráfico. También fracasa en su intento por restaurar un equilibrio de poder entre las comunidades del norte y los líderes que compiten por recursos, influencia y territorio.

La reciente fractura de la principal coalición rebelde, la Coordinadora de Movimientos del Azawad (CMA), ha propiciado la creación de nuevos grupos armados cuyas bases son comunidades más pequeñas, como el Movimiento para la Salud del Azawad y el Congreso por la Justicia en Azawad, y podrían agravar todavía más la inseguridad. Más preocupante es la falta de impactos positivos generados por el nombramiento provisional de autoridades locales y por el lanzamiento de patrullas mixtas en el norte, formadas por miembros del ejército y antiguos rebeldes.

Mientras tanto, grupos yihadistas –incluyendo Al Qaeda en el Magreb Islámico (AQMI), Ansar Eddine y Al Mourabitoun– permanecen activos. Expulsados de las grandes ciudades, han cambiado su estrategia y en lugar de defender sus posiciones en los centros urbanos, han pasado a atacar centros de provincias y distritos desde bases rurales. Al Mourabitoun ha reclamado la autoría del bombardeo que el 18 de enero causó la muerte de 61 personas pertenecientes a una unidad mixta, en la región Gao.

Al mismo tiempo, la inseguridad aumenta de forma rampante en áreas tradicionalmente olvidadas por el Estado como la parte central de Malí, que no está incluida en el proceso de paz del norte del país. Los grupos armados no estatales llenan el vacío de seguridad que se genera tras la retirada del ejército y el abandono de inmensas zonas rurales por parte de autoridades locales y del gobierno central. Bamako sigue sin tener una respuesta efectiva ante la estrategia yihadista de amenazar o asesinar a autoridades locales o miembros de la sociedad civil que se opongan a ellos. Además, la emergencia de un grupo nuevo, el Estado Islámico del Gran Sahara, y la posible llegada desde Libia de militantes vencidos del Estado Islámico, son fuentes adicionales de preocupación.

 

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Yihad sin fronteras

A pesar de la intervención militar internacional, incluyendo las misiones de paz de la ONU, los yihadistas continúan haciendo incursiones en otros países del Sahel. A finales de 2016, combatientes yihadistas con base en el centro y norte de Malí lanzaron ataques en el oeste de Níger y en el norte de Burkina Faso, remarcando así la vulnerabilidad de la región y los riesgos que acarrea el solapamiento de conflictos en la zona del Sahel. El 6 de febrero los países del G-5 (Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger) se reunieron en Bamako para anunciar la creación de una fuerza regional con el objetivo de frenar el terrorismo y el crimen transnacional. Falta por ver la efectividad de este proyecto tan ambicioso.

Los países vecinos de Malí aciertan cuando señalan a Bamako como responsable de la situación, por no lograr impedir que los grupos radicales utilicen su territorio. Sin embargo, estos países deberían prestar atención a sus propias dinámicas internas. Estas incluyen años de abandono del Estado y una representación política de algunas comunidades pobres, en especial los nómadas Fulanis en la región de Djibo en Burkina Faso y de los Tillabéry en Níger. La escasez crónica de recursos lacra las posibilidades de los Estados del Sahel para crear respuestas efectivas: la recaudación pública en Níger, por ejemplo, es de 1.700 millones, una cantidad similar a la invertida por Francia para construir los estadios de fútbol que acogerían la Eurocopa de 2016.

En 2016, Burkina Faso sufrió ocho ataques planeados desde Malí y sigue siendo su país vecino más vulnerable. El derrocamiento del expresidente Blaise Compaoré en 2014 dejó la infraestructura de seguridad nacional sumida en un completo caos. Las autoridades nacionales no han sido capaces de reconstruir el servicio de inteligencia con rapidez y no tienen una estrategia de seguridad que ayude a las fuerzas nacionales a adaptarse con celeridad a unas amenazas que evolucionan rápidamente. A pesar de que los ataques han sido recurrentes, los puestos militares en los países del norte del Sahel permanecen ampliamente desprotegidos. Con recursos limitados, al gobierno le costará cumplir las demandas de desarrollo social, lo que en parte generó el levantamiento de octubre de 2014, y al mismo tiempo incrementar la inversión para modernizar las fuerzas de seguridad. En el caso de que Burkina Faso usase los fondos designados en el presupuesto de bienestar social para tapar algunos agujeros en el sector de la seguridad, podría enfrentarse a nuevas protestas.

 

Reactivando el proceso de paz de Malí

Los actores internacionales no han sido capaces de adaptarse a las cambiantes realidades sobre el terreno y por ahora no hay interés, ni en Bamako ni en la región, en corregir el curso de acción. Sin embargo, un empeoramiento de la situación –como el avance yihadista por el oeste hacia la céntrica región de Segou– requieren una respuesta. La Unión Europea y sus Estados miembros deberían ser capaces de prever la evolución de la situación e incentivar un reencuentro de las partes malienses, mediado por un equipo argelino, antes de que el proceso pierda totalmente su credibilidad. Una nueva ronda de diálogos daría a las partes implicadas la oportunidad de expresar sus preocupaciones sobre la implementación del Acuerdo de Bamako y darle un impulso. Deberían, dado el caso, acordar nuevos apéndices adicionales que incluyan un nuevo calendario con nuevos mecanismos para asegurar el cumplimiento de los compromisos de todas las partes. Con el fin de limitar el riesgo de que los grupos armados se sigan fragmentando, las conversaciones deberían centrarse también en las maneras de incluir a grupos disidentes en el proceso. Esto podría llevarse a cabo con la inclusión de tales grupos en alguna coalición ya existente, en la CMA o en la Plataforma.

 

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Por otra parte, para evitar una mayor expansión de la violencia en Malí, la UE y sus Estados miembros deberían incentivar que los gobiernos centrales y las autoridades locales mediasen en los conflictos locales. Deberían también servir de asistencia a las autoridades locales, a través de entrenamiento y apoyo directo, con el fin de proveer servicios públicos y asegurar un reparto equitativo de los recursos naturales. Estas operaciones de apoyo para la construcción de la paz no deberían enmarcarse dentro de la prevención o lucha contra el extremismo violento, dado que estos conceptos no poseen la claridad necesaria, enmascaran las complejas dinámicas del reclutamiento yihadista y ponen en riesgo de estigmatización a las comunidades que reciben la ayuda.

Es vital a este respecto un cambio de timón en las estrategias de desarrollo a nivel internacional. El centro de atención debería ponerse de igual modo en ayudar a los Estados a proveer servicios a su población, incluyendo aquellos relativos a los campos de justicia y seguridad, como en proyectos económicos e infraestructura. La UE y sus Estados miembros deberían centrarse especialmente en asistir la redistribución de la riqueza en los niveles locales, a través de programas que apoyen los servicios públicos. Deberían alentar y asesorar al gobierno para que mejore su propuesta de “Plan para el Centro de Malí” y convertirlo en una herramienta útil para coordinar los esfuerzos gubernamentales.

También deberían asegurar que la misión en materia de aumento de capacidades de la UE, Eucap Mali, colabore de cerca con las autoridades centrales y regionales para hacer del área central de Mopti un laboratorio político donde se desarrollen políticas para mejorar la seguridad local, concretamente a través de la reforma de la policía local. Las lecciones que se deriven de los experimentos desarrollados en esta zona podrían aplicarse en la parte norte de Malí y otras regionales del Sahel.

 

Deteniendo la difusión transfronteriza de los yihadistas

La UE y sus Estados miembros deberían mirar de manera más atenta a Burkina Faso, país que se enfrenta a una amenaza directa y real por parte de grupos armados. En particular, aquellos Estados miembros que tengan presencia militar en Malí deberían desplegar fuerzas militares en las proximidades de la frontera con Burkina Faso, y suministrar helicópteros a las fuerzas de seguridad burkinesas para que puedan desarrollar operaciones de vigilancia a lo largo de la frontera compartida. Aunque el vínculo entre subdesarrollo y radicalización es complejo e indirecto, un aumento en la financiación para salud, educación y formación profesional, sobre todo en áreas castigadas por los ataques, podría potencialmente mejorar las relaciones entre las autoridades estatales y las comunidades locales, y así limitar el descontento popular que muchas veces explotan los grupos extremistas.

 

Política Exterior publica en español la serie «Watch List 2017» («Zonas Calientes 2017») elaborada por Crisis Group para alertar de las amenazas actuales a la paz y estabilidad internacionales. Se analizan los conflictos en la cuenca del Lago Chad, Libia, Myanmar, Nagorno Karabaj, Sahel, Somalia, Siria, Turquía, Venezuela y Yemen.

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