Autor: Serhii Plokhy
Editorial: Turner
Fecha: 2015
Páginas: 520
Lugar: Madrid

El último imperio

Nicolás de Pedro
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El tiempo ofrece perspectiva y permite dotar de sentido a los acontecimientos dentro de un proceso histórico de largo recorrido. Pero es importante no perder de vista que esta perspectiva siempre es dependiente de un presente y que, en no pocas ocasiones, el paso del tiempo fija interpretaciones sesgadas e interesadas. Así, por ejemplo, entre el nacionalismo ruso actual gana peso la idea de que el colapso de la Unión Soviética –la gran catástrofe geopolítica del siglo XX en palabras del presidente Vladimir Putin– se produjo como resultado de una conspiración urdida por la CIA. Mientras que en Occidente se asume hoy, con cierta inercia, que, como resultado del declive económico e ideológico del comunismo, la disolución de la URSS era inevitable. Pero no lo fue en absoluto. La disolución fue inesperada, contingente y en parte fortuita. De hecho, en el verano de 1991 –apenas cuatro meses antes de su final– la caída de la URSS seguía resultando impensable para la mayor parte de protagonistas y observadores.

El último imperio de Serhii Plokhy está llamado a convertirse en un clásico dentro de los estudios sobre el final de la Unión Soviética. Plokhy fija, de hecho, un nuevo estándar en la explicación del porqué y el cómo del colapso soviético. Y lo hace, por un lado, otorgándole un carácter decisivo a la naturaleza imperial de la URSS y, por otro, impugnando la interpretación triunfalista que impulsó el gobierno de Estados Unidos una vez que se consumó este derrumbe. Sobre estos dos vectores, relacionados con maestría a lo largo del texto, Plokhy construye un relato solvente y fluido, sobre un acontecimiento que, literalmente, cambió nuestro mundo.

Plokhy no cuestiona que el agotamiento económico y la quiebra del ideal comunista contribuyeron a la implosión soviética, pero –y esta es la tesis central del libro– “no determinaron la desintegración territorial, fenómeno que se explica por el carácter imperial, la composición multiétnica y la estructura pseudofederal del Estado”. Un aspecto esencial que, como apunta el autor, no fue bien comprendido ni por los protagonistas de la época ni tampoco, cabe añadir, por muchos de quienes han abordado el asunto posteriormente.

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A lo largo de El último imperio, Plokhy otorga una enorme relevancia a las percepciones de los protagonistas y trata de “averiguar qué información pesó en sus decisiones”. Siendo un proceso claramente impulsado desde arriba por las élites, el texto se articula en torno a cuatro protagonistas principales: el idealista y a veces ingenuamente soberbio, Mijail Gorbachov; “el rudo y díscolo”, Boris Yeltsin, “el astuto líder ucraniano”, Leonid Krávchuk; y “el cauto y a menudo humilde”, George H. W. Bush. Plokhy sitúa la interacción entre ellos en el centro de su relato y la relación entre Rusia y Ucrania como factor clave en el fin definitivo de la Unión Soviética.

Gorbachov y Yeltsin se profesaban una intensa animadversión que terminó por debilitar a la URSS y su posible reforma. Pero un aspecto pocas veces considerado, y sobre el que Plokhy llama la atención, es la coincidencia entre ambos en lo que respecta a Ucrania. Ni el uno ni el otro podían concebir una Unión sin Ucrania. Y ambos fueron, inicialmente, intransigentes con la deriva secesionista de Kiev. Es decir, la agria y enconada disputa en Moscú se diluía por completo cuando se trataba de la cuestión ucraniana. Así, por ejemplo, pocos días después del golpe de agosto de 1991, el equipo de Yeltsin publicó un comunicado en el que se advertía que “si una república rompe las relaciones que tiene con Rusia en el seno de la Unión, Rusia tiene derecho a reclamar los territorios que le correspondan”. En una rueda de prensa posterior se explicitó que se hacía referencia a Crimea y la región del Donetsk (o lo que es lo mismo, la cuenca del Donbás) en Ucrania, a Abjazia en Georgia y al norte de Kazajstán. Salvo este último, todos ellos son lugares que, sin duda, resultarán familiares para el lector actual.

La naturaleza imperial de la Unión Soviética es un asunto sobre el que todavía se discute, pero “la URSS murió como suelen morir los imperios: fragmentándose en territorios definidos por factores étnicos y lingüísticos”. No obstante, Krávchuk tuvo la habilidad y la sensatez de no centrarse en el nacionalismo etnocultural, sino en la independencia económica, apelando a la creencia, muy extendida entre la población, de que a Ucrania le iría mejor sola. Creencia que, a su vez, se reproducía en Rusia con respecto a las repúblicas caucásicas y centroasiáticas.

El 1 de diciembre de 1991 Ucrania celebró un referéndum cuyos resultados desbordaron las expectativas más optimistas de quienes abogaban por la independencia. El apoyo resultó mayoritario también en las regiones del sur, del este y en la propia Crimea (incluyendo Sebastopol). Solo entonces fue, probablemente, inevitable la disolución de la Unión Soviética.

Pero que esta disolución se produjera de forma pacífica no resultaba, en absoluto, evidente. Además del papel de Gorbachov, Plokhy no duda en atribuir el mérito a Yeltsin, quien aceptó los resultados del referéndum ucraniano; y a la postura prudente respecto a las minorías rusas de Krávchuk (Ucrania) y Nursultán Nazarbáyev (Kazajstán). Y también una responsabilidad nada desdeñable a la cautela del presidente Bush padre.

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En este punto, conviene no perder de vista –como ha reiterado el diplomático estadounidense, Jack F. Matlock– que el final de la guerra fría, el hundimiento del comunismo y la disolución de la Unión Soviética están relacionados, pero no son la misma cosa. De igual forma, el presidente Bush anunció una nueva doctrina, inspirada por Cheney y su subsecretario Paul Wolfowitz, sobre un nuevo orden mundial y el papel de EEUU como única superpotencia. Precisamente, el pilar maestro sobre el que se articulan las teorías conspirativas antes referidas.

Además de entrevistas a muchos de los protagonistas y un conocimiento profundo de la bibliografía disponible, Plokhy –de origen soviético-ucraniano y reconocido profesor en la Universidad de Harvard– se nutre de documentos desclasificados de la biblioteca del presidente Bush padre; de los Archivos Nacionales de Washington; de los documentos de la Fundación Gorbachov y del archivo del entonces secretario de Estado, James A. Baker. Todo ello, le permite narrar la caída de la Unión Soviética con una minuciosidad sin precedentes.

El último imperio contiene también anécdotas valiosas, como la conversación en el coche entre Bush y Krávchuk durante su visita a Kiev en julio de 1991, o la de Baker con Boris Pankin, efímero ministro de Asun­tos Exteriores soviético.

La edición en español cuenta con una buena traducción de Pablo Sauras, en una edición correcta de Turner, a la que cabe afearle que escamotee el índice onomástico y analítico que sí incluye la versión original en inglés. Se trata, en definitiva, de una obra imprescindible para todo aquel que quiera comprender el final de la Unión Soviética y contextualizar con perspectiva la actual deriva de la Rusia de Putin en Ucrania y el resto del espacio post-soviético.

Lea la reseña completa en Política Exterior 173, septiembre-ocutubre de 2016.