Autor: José María Lassalle
Editorial: Debate
Fecha: 2017
Páginas: 128
Lugar: Barcelona

¿Quién teme al populismo?

José Andrés Fernández Leost
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El género de los panfletos arrastra connotaciones peyorativas. Sectarios, cargados de prejuicios, de trazo grueso, descuidan a menudo el tono literario que todo escritor, incluso ensayista, debiera imprimir en un texto con vocación de estilo. Sin embargo, proliferan los ejemplos contrarios (John Locke, Camille Desmoulins), hasta el punto de que cabe interpretar el libelo como la plasmación escrita de un ejercicio clásico de elocuencia retórica. Otro concepto desafortunadamente maltratado, cuyo uso común olvida su entronque con el arte del orador y su referencia al dominio de las figuras lingüísticas. En parte cabe achacar a su aplicación política la mala fama de estos recursos: como si fuese imposible salvaguardar el trasfondo noble de la idea pública ornamentada de aderezos expresivos. Como si estuvieran ligados a la sofistería de forma irreversible. Con todo, el género sigue vivo, sin duda por el alcance práctico que continúan produciendo. Ahí está el célebre Indignaos de Stéphane Hessel. O la prolongada ascendencia que acredita el Manifiesto Comunista de Karl Marx y Friedrich Engels.

Precisamente, las primeras líneas del panfleto que presenta el político y profesor José María Lassalle evocan el aliento fantasmagórico del discurso comunista. Solo que ahora la sombra que recorre Occidente toma el nombre de “populismo”, y de lo que se trata no es de azuzar su influencia, sino de combatirla. Emprende así Lassalle un alegato encaminado a perfilar sus rasgos, detectar sus resortes, identificar sus fuentes, explorar su porvenir y, al fin, contrapesar su pujanza, invocando la fibra cívica de un liberalismo ilustrado –recompuesto a la altura del desafío–. La definición propuesta del populismo, término esquivo donde los haya, obedece a su predicación tradicional (liderazgo carismático, instrumentalización de las emociones, proclamación bélica de amigos frente a enemigos), completada no obstante por una caracterización más detallada de su naturaleza. El autor conoce bien la tradición demagógica en la que encaja el populismo, en tanto forma corrupta de la república. Asimismo, está al corriente del esfuerzo por dotarle de marchamo intelectual, a partir de esa lógica antagónica que pugna por la hegemonía social y simbólica, teorizada por Ernesto Laclau. Pero sabe también de su sedimento beligerante, de raíz “schmittiana” que repudia la institucionalidad legal de las democracias liberales y, al cabo, la médula pluralista consustancial al ideal democrático. De ahí el potencial totalitario que aprecia en su interior y que se despliega con desenvoltura a ambos extremos del espectro ideológico.

Tal es el motivo por el que Lassalle considera que el populismo adapta a conveniencia su fisonomía según el territorio en el que se encuentre, aunque tome apariencias contrapuestas. No en balde acecha en todo lugar en el que se frustran las expectativas y se nutre de las pasiones del miedo y el resentimiento. Contra el populismo, cartografía de un totalitarismo postmoderno advierte de que el fenómeno se fortalezca gracias a la innovación tecnológica. Miedo y resentimiento constituyen en efecto su soporte sentimental, aún no inédito: basta con pensar en Thomas Hobbes o en la convincente tesis del “liberalismo del miedo” de Judith Shklar. La especificidad estriba en cambio en su constante tensionamiento, espoleado por un movimiento que no quiere dejar escapar la ventana de oportunidad abierta. Y es que, a escala conceptual, la explicación del populismo respondería a un mecanismo similar al que ofreció la Escuela de Frankfurt ante la acometida fascista, cuando el crack de 1929 afloró en masa las pulsiones emocionales soterradas bajo el proceso de racionalización burocrática y el “desencantamiento” del mundo.

De algún modo, en dicho precedente hallamos la primera manifestación de un “proletariado emocional”, según acuña Lassalle, que vio truncado el horizonte de progreso prometido. Aquel “malestar de la cultura” se estaría replicando en nuestros días debido al colapso de las sociedades del bienestar emergidas tras la Segunda Guerra mundial. Ahora como entonces, la respuesta inevitablemente circunspecta del liberalismo político carecería de todo atractivo, tanto más frente al arrebato épico de un populismo que, en cualquiera de sus versiones, tacha de connivencia al liberal con su rama antípoda. Así es como, al igual que sucedió en entreguerras con el totalitarismo, el “populismo bueno” acusa al liberalismo del generar “populismo malo”.

Ahora bien, en lo que acaso constituya la línea de razonamiento más debatible del Contra el populismo, Lassalle ubica su origen inmediato en dos corrientes nacidas a finales del siglo XX: la ideología neoconservadora estadounidense y los movimientos altermundialistas. Sin dejar de ser una hipótesis válida, quizá sea necesaria mayor distancia temporal para aquilatar su robustez argumentativa. Muchas de las propuestas más ponderadas del alter-mundialismo no eran incompatibles con la demanda de una profundización deliberativa, rigurosamente racional, en el ejercicio de la democracia. A su vez, por muy dudoso que parezca, y más tras los atentados del 11-S, resulta inicuo obviar el compromiso de la visión neoconservadora, de honda raigambre moral, hacia la democracia. Compromiso depurado por lo demás de todo historicismo en Leo Strauss.

Lassalle acierta al criticar el componente comunitarista que se ha apoderado del imaginario liberal, erosionando su esencia incluyente y aperturista. Pero puede que ello proceda más de tendencias centradas en enfatizar la relevancia de las diferencias identitarias, según ha sostenido Mark Lilla, que de la ascendencia de Jerusalén sobre la vida política. A este respecto, y aun rebasando el perímetro de análisis del autor, no es inoportuno recordar que en la falta de arraigo judía residía el núcleo de su denigración filosófica, tal y como insinuaba Martin Heidegger en sus Cuadernos negros: “La cuestión concerniente al papel del judaísmo mundial no es racial, sino la cuestión metafísica referida a esa clase de humanidad que, careciendo sencillamente de vínculos, puede hacer del desarraigo de todos los entes respecto del Ser la tarea que le es propia en la historia del mundo”. A través de esta pista, que nos conduce en el presente a la formulación de la derecha etnicista de Alain de Benoist y de ahí a las claves de la Alt-Right estadounidense, se traza una línea de investigación particularmente sugerente.

Igual de sugerente es adentrarse en la reflexión del porvenir tecno-digital, ante el que es preciso prevenirse. No hace falta mucho esfuerzo para imaginar una confluencia de factores (eclipse del juicio conceptual, emergencia del pensamiento “en enjambre”, extinción de la jerarquía epistémica del saber) que alumbre una distopía cibernética. La datificación de la experiencia humana y su monitorización instantánea, unida a la construcción deliberada de hechos y verdades “alternativas” –la famosa posverdad– ya están aquí. Y si bien se echa en falta en el libro de Lassalle una interpretación modulada en positivo de los avances técnicos, la amenaza de un nuevo totalitarismo disruptivo no es inverosímil.

La vindicación final por un liberalismo reseteado cobra así toda su significación, ya no solo ante el populismo presente; también frente a esa modalidad futura hacia la que está mutando. El postulado moderantista, inherentemente liberal, que apela a la noción de límite funciona como piedra angular del razonamiento del autor. En consecuencia, la constatación de las imperfecciones humanas, las lindes que marca nuestra corporeidad y el diseño de unas instituciones orientadas no a erigir un modelo impecable, sino a contrapesar las tentaciones del poder, configuran un ideario sin duda frágil, pero alejado de todo impulso despótico. Otorgarle mordiente, fuerza persuasiva y nervio virtuoso –hacer propaganda en definitiva del consenso moral rawlsiano– no es tarea sencilla. Acaso acudir a la vía del panfleto no sea mala idea.