POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 3

Los orígenes del comportamiento soviético

El elemento principal de cualquier política de Estados Unidos respecto a la Unión Soviética debe ser a largo plazo, paciente, firme, pero vigilante en la contención de las tendencias rusas a la expansión.
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La personalidad política de la potencia soviética, tal y como hoy la conocemos, es el producto de las circunstancias y de la ideología: una ideología heredada por los líderes soviéticos actuales del movimiento que constituyó su origen político y unas circunstancias del poder que ya llevan ejerciendo en Rusia casi tres décadas. Hay pocas tareas en el análisis psicológico más difíciles que el tratar de delimitar la interacción de estas dos fuerzas y el papel relativo que cada una de ellas juega en la conducta oficial soviética. No obstante, no debemos cejar en el intento si pretendemos entender esa conducta y hacerle frente de manera efectiva.

Es difícil resumir el conjunto de conceptos ideológicos con el que los líderes soviéticos llegaron al poder. La ideología marxista, en su proyección ruso-comunista, ha estado siempre sometida a un sutil proceso de evolución. Los materiales sobre los que se fundamenta son prolijos y complejos. Pero quizá podamos resumir de la siguiente manera los caracteres más destacados del pensamiento comunista de 1916:

a) El factor central en la vida del hombre, el factor que determina el carácter de la vida pública y la “fisonomía de la sociedad”, es el sistema mediante el cual se producen e intercambian bienes;

b) El sistema de producción capitalista es un sistema nefando, que conduce inevitablemente a la explotación de la clase trabajadora por la que es propietaria del capital y es incapaz de desarrollar adecuadamente los recursos económicos de la sociedad, o de distribuir justamente los bienes producidos por el trabajo humano;

c) El capitalismo contiene, en sí mismo, las semillas de su destrucción y debe, a la vista de la incapacidad de la clase capitalista para adaptarse a un cambio económico, desembocar finalmente y de manera ineludible en una transferencia revolucionaria de poder a favor de la clase trabajadora;

d) El imperialismo, fase final del capitalismo, conduce directamente a la guerra y a la revolución.

El resto podría describirse, en líneas generales, con las propias palabras de Lenin: “La desigualdad de desarrollo económico y político es la ley inflexible del capitalismo, de ahí se deduce que la victoria del socialismo puede, originariamente, ocurrir en unos pocos países capitalistas, e incluso en uno sólo. En este caso, el proletariado victorioso de ese país, habiendo expropiado a los capitalistas y habiendo organizado a nivel interno la producción socialista, se levantaría contra el mundo capitalista superviviente, atrayendo hacia sí en este proceso a las clases oprimidas de otras naciones”. Debemos hacer notar que no se daba por entendido, en ningún caso, que el capitalismo perecería sin revolución del proletariado. Un empujón final, procedente de un movimiento revolucionario del proletariado, sé hacía necesario para derribar la renqueante estructura. Pero se consideraba que antes o después, ese empujón tendría lugar inevitablemente.

Durante los cincuenta años que precedieron al estallido de la revolución, este esquema de pensamiento había ejercido gran fascinación sobre los miembros del movimiento revolucionario ruso. Frustrados, descontentos, sin esperanza de encontrar libertad de expresión o demasiado impacientes para buscarla dentro de los límites del sistema político zarista, y aunque, por otro lado, carecían de un apoyo popular masivo por haber elegido la revolución sangrienta como medio de mejora social, estos revolucionarios encontraron en la teoría marxista una lógica muy precisa que se acoplaba perfectamente a sus deseos instintivos. Les ofreció un motivo pseudocientífico para justificar su impaciencia, para negarle categóricamente cualquier virtud al régimen zarista, para justificar su ansia de poder y venganza y para justificar su tendencia de cortar camino para alcanzarlo. No es pues de extrañar, que llegasen a creer implícitamente en la verdad y solidez de las enseñanzas marxistas-leninistas, que tan bien congeniaban con sus impulsos y emociones. No es necesario desconfiar de su sinceridad. Esto es un fenómeno tan viejo como la humanidad. Nadie lo ha descrito de manera tan magistral como Edward Gibbon, que en su Decadencia y caída del Imperio romano escribió: “El paso que va del entusiasmo al engaño es peligroso y resbaladizo; Sócrates nos ofrece un memorable ejemplo de cómo un hombre sabio puede acabar engañándose, cómo un hombre bueno puede engañar a otros, cómo la conciencia puede adormecerse en un estado mixto, entre el espejismo y el fraude voluntario”. Fue con este conjunto de conceptos con los que los miembros del partido bolchevique irrumpieron en el poder.

Ahora bien, debemos apuntar que a lo largo de todos los años que duró la preparación de la revolución, la atención de estos hombres, como la de Marx mismo, se había centrado menos en la forma futura que adoptaría el socialismo que en lograr llevar a cabo la destrucción del poder rival, que, a su modo de ver, era algo que precedería a la introducción del socialismo. Por tanto, sus puntos de vista sobre el programa constructivo a poner en práctica una vez alcanzado el poder, eran, en gran parte, nebulosos, visionarios e impracticables. Aparte de la nacionalización de la industria y de los grandes holdings privados, no existía programa alguno. El tratamiento de los agricultores, que según la formulación marxista no formaban parte del proletariado, siempre había sido un punto oscuro en el esquema de pensamiento comunista; y continuó siendo una cuestión controvertida e incierta, durante los diez primeros años de régimen comunista.

Las circunstancias del periodo inmediatamente posterior a la revolución (la existencia de una guerra civil en Rusia y la intervención extranjera, junto con el hecho obvio de que los comunistas sólo representaban una minoría del pueblo ruso) hicieron necesario el establecimiento de un poder dictatorial. El experimento del «comunismo de guerra» y el brusco intento de eliminar la producción y el comercio privados tuvieron desafortunadas consecuencias económicas, y causaron sucesivos sinsabores al nuevo régimen revolucionario. Mientras que por un lado, la relajación temporal del esfuerzo por hacer comunista a Rusia, representada por la Nueva Política Económica, alivió algo sus apuros económicos y sirvió, por tanto, a este propósito, por otro lado, se hizo evidente también que el «sector capitalista de la sociedad » estaba preparado para beneficiarse, sin perder un momento, de cualquier relajación de la presión gubernamental y que continuaría constituyendo, siempre que se le permitiera, un poderoso elemento opositor al régimen soviético y un serio rival a la hora de ganar influencias en el país. Hasta cierto punto, la, situación era la misma en relación con el pequeño agricultor, quien, a modesta escala, también era un productor privado.

De haber vivido Lenin, puede que se hubiera demostrado que era un hombre lo suficientemente grande para reconciliar estas fuerzas en conflicto en beneficio único de la sociedad soviética, aunque esto es dudoso. Sea como sea, Stalin y aquellos a quienes condujo en la lucha por suceder a Lenin en el liderazgo no eran el tipo de hombres que toleraban fuerzas políticas rivales en la esfera de poder que codiciaban. Su sensación de inseguridad era demasiado grande. Su especial fanatismo, sin moderar por ninguna de las tradiciones anglosajonas de compromiso, era demasiado feroz para poder tomar en consideración cualquier fórmula que supusiera compartir el poder. Del mundo ruso-asiático del que salían, traían un escepticismo frente a toda posibilidad de una permanente y pacífica coexistencia de fuerzas rivales. Fácilmente persuadidos por su propia ortodoxia doctrinal, insistieron en la sumisión o destrucción de todas las demás fuerzas contendientes. Fuera del partido comunista, la sociedad soviética no debía tener ninguna vertebración. No tenía que haber forma alguna de actividad colectiva o asociación que no fuera dominada por el partido. A ninguna otra fuerza en la sociedad soviética se le debía permitir alcanzar vitalidad o integridad. Sólo el Partido podía tener estructura, todo lo demás tenía que quedar reducido a una masa amorfa. Y dentro del Partido se tenía que aplicar el mismo principio. La masa de los miembros del Partido podrían intervenir en las mociones de elección, deliberación, decisión y acción; pero en esas mociones debían estar animados, no por sus intereses individuales, sino por los deseos de los dirigentes del Partido y la sobrecogedora presencia de “la palabra”.

Debemos aclarar una vez más, que subjetivamente estos hombres no buscaban el absolutismo por el absolutismo. Ellos sin duda creyeron (y encontraron fácil creer) que sólo ellos eran los llamados a saber qué era bueno para la sociedad y que pondrían en práctica ése bien, una vez que su poder estuviera asegurado e indiscutido. Pero en esta búsqueda por la seguridad de su gobierno estaban dispuestos a no detenerse ante nada, ni ante Dios ni ante el hombre, a la hora de elegir los medios a usar. Y hasta el momento en que esa seguridad fuera alcanzada, el bienestar y la felicidad de las personas bajo su cuidado estarían muy abajo en su escala de prioridades operativas.

Actualmente, la circunstancia sobresaliente en el régimen soviético es que hasta el día de hoy este proceso de consolidación política nunca ha sido completado y que los hombres del Kremlin han seguido estando predominantemente absortos en una lucha por asegurar y hacer absoluto el poder que usurparan en noviembre de 1917. Han seguido asegurándolo fundamentalmente contra fuerzas dentro del país, dentro de la sociedad soviética misma. Pero también se han esforzado en asegurarlo contra el mundo exterior. Porque como hemos visto, la ideología les enseñó que el mundo exterior era hostil y que eventualmente su deber era el de derrocar las fuerzas políticas más allá de sus fronteras. Las poderosas manos de la historia y la tradición rusas se unieron para darles fuerzas en este sentimiento. Finalmente, su propia agresiva intransigencia respecto al mundo exterior, empezó a producir reacciones y pronto fueron obligados, usando otra frase propia de Gibbon, “a castigar, a reprimir la contumacia” que ellos mismos habían provocado. Es un derecho innegable de todo hombre el demostrar que tiene razón en su tesis de que el mundo es su enemigo; porque si la reitera con suficiente frecuencia y la hace prólogo de su conducta, eventualmente acabará teniendo razón.

Ahora aparece en la naturaleza del mundo de las ideas de los dirigentes soviéticos, así como en el carácter de su ideología, el que ninguna oposición a ellos puede oficialmente ser reconocida como poseedora de méritos o justificación alguna. Esa oposición puede venir, en teoría, sólo de las fuerzas incorregibles y hostiles del capitalismo agonizante. En tanto en cuanto se reconoció oficialmente la supervivencia de restos del capitalismo en Rusia, fue posible echarles la culpa, como elemento interno, del mantenimiento de una forma dictatorial de sociedad. Pero al ir, poco a poco, liquidando esos restos, esta justificación se desmoronó; y cuando se indicó oficialmente que habían sido finalmente destruidos, desapareció totalmente. Y este hecho creó una de las tensiones básicas que comenzaron a actuar sobre el régimen soviético dado que el capitalismo ya no existía en Rusia y dado que no podía admitirse una oposición al Kremlin seria y extendida que surgiera espontáneamente de las masas liberadas bajo su autoridad, era necesario justificar el mantenimiento de la dictadura recalcando la amenaza del capitalismo exterior.

Esto empezó tempranamente. En 1924 Stalin defendió especialmente el mantenimiento de “los órganos de represión” con lo que se refería, entre otras cosas, al ejército y a la policía secreta, basándose en que, “mientras que exista el acoso capitalista, habrá peligro de intervención, con todas las consecuencias que se derivan de ese peligro”. En consonancia con ésa teoría, y desde ese momento en adelante, todas las fuerzas internas de oposición en Rusia, han sido consistentemente presentadas, como agentes de las fuerzas reaccionarias extranjeras antagónicas al poder soviético.

De la misma manera se ha puesto mucho énfasis en la tesis original comunista de un básico antagonismo entre el mundo capitalista y socialista. Está claro, como nos señalan muchos indicios, que este énfasis no está fundado en la realidad. Los hechos reales relativos a ello han sido confundidos con la existencia en el extranjero de un auténtico resentimiento provocado por la filosofía y tácticas soviéticas, y ocasionalmente con la existencia de grandes centros de poder militar, como fueron el régimen nazi en Alemania y el gobierno japonés de finales de los 30, quienes albergaban intenciones agresivas contra la Unión Soviética. Pero hay evidencias abundantes de que la importancia que Moscú da a la amenaza a la que la sociedad soviética está sometida por el mundo exterior, está fundada, no sobre las realidades de un antagonismo internacional, sino en la necesidad de explicar el mantenimiento de una autoridad dictatorial en el país.

Ahora bien, la perpetuación de este esquema de poder soviético, a saber, la búsqueda de una autoridad sin límites en el ámbito interno, acompañado por el cultivo del cuasi-mito de una impla cable hostilidad extranjera, ha influido mucho a la hora de modelar la actual maquinaria del poder soviético tal y como hoy la conocemos. Los órganos internos de la Administración que no sirvieron a este propósito han ido desapareciendo. Los órganos que por el contrario sí sirvieron al propósito mencionado, conocieron un aumento de su peso específico. La seguridad del poder soviético vino a fundarse en la disciplina férrea del partido, en la seriedad y ubicuidad de la policía secreta, y en el monopolio económico, sin compromisos, del Estado. Los “órganos de represión” en los que los líderes soviéticos habían buscado su seguridad frente a las fuerzas rivales se convirtieron, en gran medida, en los señores de aquellos a quien estaban llamados a servir. Hoy, la parte principal de la estructura del poder soviético está comprometida en la perfección de la dictadura y en el mantenimiento del concepto de una Rusia sitiada, con el enemigo amenazando a sus puertas. Y los millones de seres humanos que forman parte de la estructura de poder deben defender, a toda costa, este concepto de la situación en que se encuentra Rusia porque, sin él, ellos mismos son superfluos.

Tal y como están las cosas en la actualidad, los dirigentes no pueden pensar ya en deshacerse de estos órganos de represión. La búsqueda del poder absoluto perseguida durante casi tres décadas con una implacabilidad sin parangón (al menos en alcance) en los tiempos modernos, ha producido internamente, como lo hizo externamente, su propia reacción. Los excesos del aparato policial han alentado la potencial oposición al régimen, y la han convertido en algo mucho mayor y más peligroso que lo que pudiera haber existido antes de que comenzaran esos excesos.

Pero de lo que menos pueden los dirigentes prescindir es de la ficción con la que han defendido el mantenimiento del poder dictatorial. Porque esta ficción ha sido canonizada en el pensamiento soviético por los excesos ya cometidos en su nombre, y está ahora anclada en la estructura soviética de pensamiento, con lazos aún más fuertes que los de la mera ideología.

 

II

Esto es todo lo que podemos decir, en lo que a antecedentes históricos se refiere. Pero, ¿qué papel juega en la personalidad política del poder soviético que hoy conocemos?

De la ideología originaria nada ha sido oficialmente abandonado. La creencia en la maldad intrínseca del capitalismo se mantiene, como también la creencia en lo inevitable de su destrucción, en la obligación del proletariado de ayudar a esa destrucción y de tomar las riendas del poder en sus propias manos. Pero el acento ha venido a colocarse, especialmente, sobre. aquellos conceptos relacionados más específicamente con el régimen soviético en sí mismo: a su posición como único y verdadero régimen socialista en un oscuro y desorientado mundo, y a las relaciones de poder en él existentes.

El primero de estos conceptos es el del innato antagonismo entre capitalismo y socialismo. Hemos visto cuán profundamente se ha introducido este concepto en los fundamentos del poder soviético. Tiene profundas implicaciones para la conducta rusa como miembro de la sociedad internacional. Significa que nunca puede existir, de la parte de Moscú, ninguna asunción sincera de una comunidad de objetivos entre la Unión Soviética y los poderes a los que se considera como capitalistas. Invariablemente debe asumirse en Moscú que los objetivos del mundo capitalista son antagónicos con los del régimen soviético y, por tanto, a los intereses de los pueblos que controla. Si ocasionalmente el gobierno soviético pone su firma en documentos que pudieran parecer indicar lo contrario, esto debe interpretarse como una maniobra táctica permisible en el trato con el enemigo (que no tiene honor) y que debe tomarse en consideración en el espíritu del caveat emptor.

Básicamente, el antagonismo subsiste, es necesario y de él derivan muchos de los fenómenos que vemos como desestabilizadores en la conducta del Kremlin en política exterior: el secretismo, la falta de franqueza, la duplicidad, la cautelosa desconfianza y la básica enemistad de propósito. Estos fenómenos están llamados a permanecer en el futuro previsible. Puede haber variaciones de grado y de identidad. Cuando los rusos quieren algo de nosotros, una u otra de esas características puede ser temporalmente dejada a un lado; y cuando eso sucede, siempre hay americanos que se lanzan a anunciar alegremente que los rusos han cambiado, y otros, incluso, intentan imputarse el mérito de haber conseguido esos cambios. Pero no debemos engañarnos con estas maniobras tácticas. Estas características de la política soviética, así como los postulados de las que derivan, son esenciales en la naturaleza interna del poder soviético, y seguirán con nosotros tanto de manera aparente como latente hasta que la naturaleza interna del poder soviético cambie.

Esto quiere decir que vamos a seguir encontrando que es difícil negociar con los soviéticos. Esto no quiere decir que debamos considerarlos embarcados en un programa a vida o muerte para subvertir nuestra sociedad antes de una determinada fecha. La teoría del carácter inevitable de la eventual decadencia del capitalismo tiene la afortunada connotación de que no hay prisas en que se produzca. Las fuerzas del progreso pueden tomar el tiempo que precisen para preparar su golpe de gracia definitivo. Mientras, lo que es esencial es que «la madre patria del socialismo» –el oasis de poder que ha sido ya ganado para el socialismo en la persona de la Unión Soviética– sea mimada y defendida por todos los comunistas verdaderos, tanto dentro como fuera de la Unión Soviética, así como que su riqueza sea promocionada y sus enemigos acusados y condenados. La promoción de proyectos revolucionarios prematuros, o “aventurados”, en el exterior, que puedan comprometer de cualquier manera al poder soviético, constituyen un acto inexcusable e incluso contrarrevolucionario. La causa del socialismo es el apoyo y promoción del poder soviético definido por Moscú.

Esto nos lleva al segundo de los conceptos importantes en la perspectiva soviética contemporánea, esto es, la infalibilidad del Kremlin. El concepto soviético de poder, que no permite ningún centro de posible organización fuera del partido, requiere que los dirigentes del partido sean, en teoría, los únicos depositarios de la verdad. Porque si la verdad pudiera encontrarse en otro lugar distinto, esto justificaría que se expresara organizadamente. Pero es precisamente esto lo que el Kremlin no puede permitir y no permitirá.

Por ello, la clase dirigente del Partido Comunista tiene siempre razón y siempre la ha tenido, desde que en 1929 Stalin formalizó su poder personal al anunciar que las decisiones del Politburó estaban siendo adoptadas por unanimidad.

Sobre el principio de infalibilidad descansa la disciplina férrea del Partido Comunista. De hecho, los dos conceptos se apoyan mutuamente. La disciplina perfecta requiere el reconocimiento de la infalibilidad, ésta requiere la observancia de la disciplina. Y las dos juntas determinan en gran medida el comportamiento de todo el aparato de poder soviético. Pero su efecto no puede ser comprendido sin tener en cuenta un tercer factor: a decir, el hecho de que la clase dirigente tiene libertad para plantear, por motivos tácticos, cualquier tesis concreta que considere útil a la causa en un momento dado y para pedir a los miembros del movimiento, considerados como un todo, que acepten sin discusiones y fielmente la nueva tesis. Esto significa que la verdad no es una constante, sino que es creada para todas las intenciones y propósitos por los líderes soviéticos mismos. Puede variar de una semana a otra, de un mes a otro. No es nada absoluto e inmutable, nada que surja de la realidad objetiva. Es tan sólo la más reciente manifestación del saber de aquellos en los que se supone que reside la sabiduría última porque representan la lógica de la historia. El efecto acumulativo de estos factores es el de dotar a todo el aparato subordinado al poder soviético de una terquedad y rigidez en su orientación a prueba de bombas. Esta orientación puede ser cambiada a placer por el Kremlin, pero no por ningún otro poder. Una vez que una línea de pensamiento sobre un asunto dé política general ha sido establecido por el Partido, toda la máquina gubernamental soviética, incluidos los mecanismos de la diplomacia, se mueven inexorablemente en la dirección del camino prescrito, como si a un coche de juguete se le diera cuerda y siguiera sin parar en una dirección parando sólo cuando tropieza con una fuerza insuperable. Los individuos que componen esta máquina son impermeables a cualquier argumento o razón que provenga de una fuerza externa. Todo su entrenamiento les ha enseñado a desconfiar y rechazar la fácil persuasión del mundo exterior. Como el perro blanco delante del fonógrafo escucha sólo “la voz de su amo”. Y si tienen que dar marcha atrás en los objetivos marcados, sólo su amo puede indicárselo. Por tanto, el representante extranjero no puede esperar que sus palabras produzcan huella alguna en ellos. Lo más que puede esperar es que lo transmitan a los que tienen encima, que son los que tienen en sus manos el cambiar la línea del Partido. Pero ni siquiera de éstos puede esperarse que la lógica normal de las palabras de un representante burgués tenga influencia. Desde el momento en que no pueden invocarse propósitos comunes, tampoco se pueden invocar procesos mentales comunes. Por esta razón, los hechos influyen más que las palabras en el ánimo del Kremlin, y las palabras llevan el mayor peso cuando reflejan, o están sustentadas, por hechos de invariable validez.

Pero hemos visto que el Kremlin no se encuentra bajo ninguna presión ideológica que le empuje a tener prisas en el logro de sus propósitos. Como la Iglesia, juega con conceptos ideológicos que tienen validez a largo plazo y puede permitirse el ser paciente. No tiene el derecho de arriesgar los logros revolucionarios alcanzados por causa de vanas promesas de futuro. Las enseñanzas mismas de Lenin exigen gran prudencia y flexibilidad en la búsqueda de los objetivos comunistas. De nuevo, estas premisas están fortalecidas por las lecciones de la historia rusa: son siglos de oscuras guerras entre fuerzas nómadas en los páramos de una vasta llanura sin fortificar. Aquí la prudencia, la circunspección, la flexibilidad y la decepción son valiosas cualidades y su valor encuentra natural aprecio en la mentalidad rusa u oriental. Así, el Kremlin no tiene problemas en batirse en retirada ante una fuerza superior y, al no estar bajó la presión de calendario alguno, no se inquieta ante la necesidad de llevar a cabo esa retirada. Su acción política es un fluido curso de agua que se mueve constantemente, allí donde se le deja, hacia un objetivo señalado. Su mayor preocupación es asegurarse de, haber llenado cada grieta a su alcance existente en la cuenca del poder mundial. Pero si encuentra barreras insuperables en su camino, las acepta filosóficamente y se acopla a ellas. Lo principal es que debe haber siempre presión, incesante y constante presión en la dirección del objetivo marcado. No hay ninguna prueba que nos induzca a pensar que en la psicología soviética existe la sensación de que deba alcanzarse un objetivo en un momento dado.

Estas consideraciones convierten a la diplomacia soviética en más fácil y a la vez más difícil para negociar que la diplomacia de lideres agresivos, como fueron Napoleón y Hitler. Por un lado, es más sensible a las fuerzas contrarias, está más dispuesta a ceder en sectores concretos del frente diplomático cuando esas fuerzas son sentidas con demasiada intensidad y, por tanto, es más racional en la lógica y retórica del poder. Por el otro lado, no se le puede derrotar o disuadir fácilmente con una sola victoria dé sus oponentes. Y la persistente paciencia que le anima se traduce en que no puede ser efectivamente contrarrestada con factores esporádicos que representan momentáneos caprichos de la opinión democrática, sino sólo por políticas inteligentes, a largo plazo, llevadas a cabo por los adversarios de Rusia; políticas no menos firmes en sus propósitos y no menos variadas y llenas de recursos a la hora de su aplicación que las de la Unión Soviética.

En estas circunstancias, está claro que el elemento principal de cualquier política de los Estados Unidos, respecto a la Unión Soviética, debe ser a largo plazo, paciente, firme, pero vigilante en la contención de las tendencias rusas a la expansión. Es importante, no obstante, señalar que una tal política tiene muy poco que ver con maniobras de cara a la galería: con amenazas o fanfarronadas o gestos superfluos de aparente dureza: Mientras que el Kremlin es básicamente flexible en sus reacciones ante la realidad política, no es de ningún modo ajeno a las consideraciones de prestigio. Como cualquier otro Gobierno, puede ser colocada, mediante indiscretos y amenazantes gestos, en una posición en la, que no pueden permitirse hacer concesiones, aunque esto fuera lo que recomendara su sentido práctico. Los líderes soviéticos son hábiles jueces de la psicología humana y, como tales, muy conscientes de que perder los nervios o el autocontrol nunca es una fuente de vigor en los asuntos políticos. Ellos son rápidos a la hora de sacar partido a esas señales de debilidad. Por esta razón, es una condición sine qua non para llevar a cabo una negociación fructífera y con éxito con Rusia que el Gobierno extranjero en cuestión permanezca en todo momento sosegado y unido y que sus demandas a la parte rusa sean presentadas de manera que su puesta en práctica no perjudique demasiado el prestigio soviético.

 

III

A la luz de lo arriba afirmado, se verá claramente que la presión soviética sobre las instituciones libres del mundo occidental es algo que sólo puede pararse mediante la hábil y vigilante aplicación de una fuerza que la contrarreste en una serie de puntos geográficos y políticos que constantemente se encuentran a la deriva y que corresponden a las maniobras y virajes de la política soviética, pero que no pueden esfumarse o borrarse del mapa. Los rusos esperan tener un duelo de duración indefinida, y ven que ya han alcanzado algunos grandes éxitos. Debemos tener en cuenta que hubo un tiempo en que el Partido Comunista era una minoría aún mayor en él ámbito de la vida nacional rusa de lo que lo es hoy el poder soviético en la comunidad mundial. Pero si bien la ideología convence a los líderes rusos de que la verdad está de su parte y que por lo tanto pueden permitirse el esperar, aquellos de entre nosotros que están libres del reclamo de la ideología, están también libres para examinar objetivamente la validez de esta premisa. La tesis soviética no sólo implica una falta total de control del Oeste sobre su propio destino económico, sino que asume además la unidad soviética, la disciplina y la paciencia por un periodo de tiempo indefinido. Asumamos su visión apocalíptica y supongamos que el mundo occidental encuentra la fuerza y los recursos para contener al poder soviético por un periodo de diez o quince años, ¿qué es eso para Rusia?

Los líderes soviéticos, beneficiándose de las contribuciones de la técnica moderna al arte del despotismo, han resuelto la cuestión de la obediencia dentro de los confines de su poder. Pocos se atreven a retar su autoridad, e incluso aquellos que lo hacen son incapaces de llevarlo a buen fin al enfrentarse a los órganos de represión del Estado.

El Kremlin se ha mostrado también capaz de lograr su propósito de construir en Rusia, independientemente de los intereses de sus habitantes, una base industrial de metalurgia pesada que, aunque todavía no está completada, a todas luces sigue creciendo y está acercándose a los complejos industriales de los principales países industrializados. No obstante todo esto, tanto el mantenimiento de una política de seguridad interior como la construcción de una industria pesada han sido realizados a un coste muy elevado en vidas, esperanzas y energías humanas. Ha requerido el uso de mano de obra forzada a trabajar en una escala sin precedente en los tiempos modernos y en periodo de paz. Ha supuesto el abandono o abuso de otras fases de la vida económica soviética, particularmente de la agricultura, de la producción de bienes de consumo, vivienda y transporte.

A todo eso, la guerra ha añadido su tremendo balance de destrucción, muerte y cansancio humano. Como consecuencia de esto, nos encontramos hoy en Rusia a una población que está física y espiritualmente cansada. La masa del pueblo ha perdido la ilusión, es escéptica, y ha dejado de ser accesible como era antaño a la mágica atracción que el poder soviético todavía proyecta sobre sus seguidores en el exterior. La avidez con la que el pueblo tomó el moderado respiro que se le concedió a la Iglesia durante la guerra por motivos tácticos constituyó un elocuente testimonio del hecho de que su capacidad para creer y tener devoción encontraba pocos cauces de expresión en los propósitos que el régimen marcaba.

En estas circunstancias, hay límites a la fuerza psíquica y nerviosa de las gentes. Estos limites son absolutos y afectan incluso a la más cruel de las dictaduras, porque más allá de los mismos no se puede obligar a los pueblos a llegar. Los campos de trabajo forzoso y otras agencias de la represión ofrecen medios provisionales para obligar a las personas a trabajar por más horas que las que su propia voluntad o la mera presión económica les llevaría a realizar, pero si a pesar de ello la gente llega a sobrevivir, se convierte en vieja antes de tiempo y deben ser consideradas “bajas humanas” a los efectos de la dictadura. En cualquier caso, sus mejores habilidades no pueden ser ya puestas al servicio de la sociedad, y no pueden en adelante ser tomados en cuenta en el servicio del Estado.

Aquí sólo puede ayudar la joven generación. La generación más joven, a pesar de todos los sufrimientos y vicisitudes, es numerosa y vigorosa; y los rusos son gente con talento. Pero toda vía queda por ver cuáles serán los efectos que produzcan los anormales excesos emocionales que en la niñez fueron creados por la dictadura soviética e intensificados por la guerra, en su comportamiento de adultos. Cosas tales como la seguridad y placidez del ambiente doméstico han desaparecido prácticamente en la Unión Soviética, si dejamos a un lado las remotas granjas y pueblos. Y los observadores todavía no están seguros de si esto no dejará huella en la capacidad general de la generación que ahora está alcanzando la madurez.

Adicionalmente, nos encontramos con el hecho de que el desarrollo económico soviético, aunque pueda imputarse el logro de formidables éxitos, en general ha sido precariamente incompleto y desigual. Los comunistas soviéticos que hablan de “desigual desarrollo del capitalismo”, deberían ruborizarse al contemplar su propia economía nacional. En ella, algunas ramas de la vida económica, como puedan ser la metalúrgica y la de bienes de equipo industriales, han conocido un desarrollo desproporcionado, en relación a otros sectores de la economía. Tenemos en Rusia a una nación luchando por convertirse en breve lapso de tiempo en una de las grandes naciones industriales del mundo, mientras que por otro lado aún no tiene una red de autopistas digna de llamarse así, y posee tan sólo una, relativamente, primitiva red de ferrocarriles. Mucho se ha hecho para aumentar la eficacia de la mano de obra y para enseñar a los toscos campesinos cómo manejar las máquinas, pero el mantenimiento de las mismas es todavía un defecto sobresaliente de la economía soviética. La construcción se realiza con prisas y descuidando la calidad. La depreciación debe ser enorme. Y en amplios sectores de la vida económica no ha sido posible todavía inculcar en los obreros nada que se parezca a la cultura general de la producción, ni la seriedad técnica que caracteriza a los obreros especializados de occidente.

Es difícil concebir cómo puede corregir estas deficiencias, a corto plazo, una población cansada y desanimada que trabaja en gran medida bajo la sombra del temor y la amenaza. Mientras no se supere esta situación, Rusia seguirá siendo una nación vulnerable y, en cierta medida impotente, capaz de exportar entusiasmo e irradiar el peculiar encanto de su primitiva vitalidad política, pero incapaz de respaldar estos artículos de exportación con evidencias reales que se traduzcan en poder material y en prosperidad.

Mientras tanto, se cierne una gran incertidumbre sobre la vida política de la Unión Soviética. Esta incertidumbre se deriva del traspaso de poder de un individuo o grupo de individuos a otro.

Este es claramente el problema que afecta a la posición personal de Stalin. Debemos recordar que cuando sucedió a Lenin en el pináculo de prominencia del movimiento comunista, esto constituyó el único traspaso de autoridad individual vivido en la Unión Soviética. Esa transferencia de poder tardó doce años en consolidarse. Costó la vida de millones de personas e hizo temblar los cimientos del Estado. Los estremecimientos concomitantes fueron sentidos por todo el movimiento revolucionario internacional, lo que perjudicó al Kremlin mismo.

Siempre es posible que se produzca otra transferencia de poder de manera callada y apenas perceptible que no tenga repercusiones en ningún lugar. Pero también es posible que las cuestiones en ella encerradas desencadenen, por usar palabras de Lenin, una de esas “increíblemente veloces transiciones” desde el “delicado engaño” a la “salvaje violencia”, que caracteriza a la historia rusa y que pueda sacudir el poder soviético hasta sus cimientos.

Pero no se trata sólo de una cuestión de Stalin en sí. Ha habido desde 1938 una peligrosa congelación de la vida política en las altas esferas del poder político. El Congreso de la Unión de todos los Soviets, en teoría el órgano supremo del Partido, se supone que debe reunirse no menos de una vez cada tres años. Pronto hará ocho años de su última reunión. Durante este periodo, la afiliación al partido se ha doblado en número. La mortalidad en el Partido fue enorme durante la Primera Guerra Mundial, y, hoy, mucho más de la mitad de los miembros del Partido son personas que han ingresado después del último Congreso del Partido. Mientras tanto, un pequeño grupo de hombres ha seguido al frente, a pesar de la increíble serie de vicisitudes por las que ha atravesado la nación. No cabe duda de que debe haber alguna razón que explique porqué las experiencias de la guerra produjeron cambios políticos fundamentales en todos los gobiernos importantes de occidente. Seguramente, las causas del fenómeno son suficientemente básicas para estar también presentes en algún lugar en la sombra de la vida política soviética. y no obstante, no se han reconocido, de hecho, tales causas en Rusia.

Debe deducirse de esto que, incluso dentro de una organización tan disciplinada como el Partido Comunista, puede existir una creciente divergencia en edad, perspectiva e intereses entre la gran masa de miembros del Partido, sólo incorporada hace poco al movimiento, y la pequeña banda de hombres a su frente que se autoperpetúan y a quienes la mayoría de los miembros del Partido nunca han conocido, con quienes nunca han conversado y con los que no puede existir afinidad política alguna.

¿Quién se atrevería a pronosticar, en estas circunstancias, que el eventual rejuvenecimiento de las altas esferas de autoridad (que solamente puede ser conseguido con el tiempo) se producirá sin alteraciones y pacíficamente? O, por el contrario, ¿si los rivales en la lucha por lograr mayor poder buscarán en estas masas políticamente inmaduras y sin experiencia el apoyo para sus respectivas reivindicaciones? Si esto llegara a ocurrir, podría tener extrañas consecuencias para el Partido Comunista, porque la condición de miembro del partido se ha ejercido tan sólo bajo una disciplina y obediencias férreas y no bajo el signo del compromiso y la adaptación. Y si la desunión alcanzara y paralizara al partido, el caos y la debilidad soviéticas se mostrarían de forma nunca imaginada. Porque, como hemos visto, el poder soviético es sólo una corteza que esconde una masa amorfa de seres humanos, entre los que ninguna estructura organizada independiente es tolerada. En Rusia no existe ni siquiera algo parecido al Gobierno local. La actual generación rusa nunca ha conocido la espontaneidad de una acción colectiva. Si consecuentemente algo llegara a ocurrir algún día que rompiera la unidad y la eficacia del partido como instrumento político, la Rusia soviética podría cambiar de la noche a la mañana, pasando de ser una de las más fuertes sociedades nacionales a ser una de las más débiles y dignas de compasión.

En definitiva, el futuro del poder soviético puede resultar menos seguro de lo que la capacidad rusa para el autoengaño puede hacer creer a los hombres del Kremlin. Que son capaces de conservar el poder, lo han demostrado. Mientras tanto, los malos momentos de su Gobierno y las vicisitudes de la vida internacional han restado mucha de la fuerza y de la esperanza del gran pueblo sobre el que se sostiene su poder. Es curioso comprobar que el poder ideológico de la Unión Soviética es mayor en áreas que están más allá de sus fronteras, donde no llega el poder de su Policía. Este fenómeno nos trae a la mente una comparación usada por Thomas Mann en su gran novela Los Buddenbrooks: habiendo notado que las instituciones humanas con frecuencia muestran la mayor brillantez en el momento en que interiormente conocen la mayor decadencia, comparó a la familia Buddenbrook, en los días de su mayor esplendor, a una de esas estrellas cuya luz brilla con fuerza sobre la tierra, cuando en realidad hace ya largo tiempo que dejó de existir. Y ¿quién se atrevería a decir con seguridad que la fuerte luz que todavía irradia el Kremlin sobre las personas insatisfechas del mundo occidental, no es el último y poderoso destello de una constelación que actualmente está en decadencia? Esto no puede probarse, ni tampoco descartarse. Pero que da la posibilidad (posibilidad grande en opinión de este autor) de que el poder soviético, al igual que el mundo capitalista que concibe, sea portador de las semillas de su propia decadencia, y que el brotar de las mismas esté ya en fase avanzada.

 

IV

Está claro que los Estados Unidos no pueden albergar esperanzas, en un futuro previsible, de disfrutar de una intimidad política con el régimen soviético. Deben seguir considerando a la Unión Soviética como un rival en la arena política y no como un socio. Deben seguir esperando que la política soviética continúe sin reflejar ningún amor abstracto hacia la paz, ninguna fe sincera en la posibilidad de una permanente y feliz coexistencia entre los mundos socialista y capitalista, sino que, más bien, es probable que siga existiendo una cauta y persistente presión para quebrar y debilitar toda influencia y poder rival.

Frente a esto, tenemos la realidad de una Rusia que, opuesta al mundo occidental en general, continúa siendo, con diferencia, la parte más débil; que la política soviética es altamente flexible y que la sociedad soviética probablemente tiene defectos que eventualmente mermarán su propio potencial global. Esto, de por sí, daría garantías suficientes a los Estados Unidos para iniciar con razonable confianza una política firme de contención, diseñada para hacer frente a los rusos con una inalterable fuerza de reacción en todos aquellos puntos donde se detectan signos de que están intentando introducirse en contra del interés de un mundo pacífico y más estable.

Pero en la actualidad, las posibilidades de la política americana no deben reducirse a mantener a raya a los rusos y esperar que ocurra lo mejor. Está totalmente al alcance de los Estados Unidos el influenciar con sus acciones los acontecimientos internos en Rusia y en todo el movimiento comunista internacional, quien determina, en gran medida, la política rusa. No se trata sólo de la cuestión de la modesta labor informativa que este Gobierno puede llevar a cabo en la Unión Soviética y en otros lugares, aunque eso también es importante. Es más bien una cuestión de hasta qué punto pueden los Estados Unidos crear en la mente de los pueblos del mundo la impresión general de que es un país que sabe lo que quiere, que hace frente con éxito a sus problemas internos y a sus responsabilidades de potencia mundial, y que tiene una vitalidad espiritual capaz de mantener su ideología entre las corrientes de pensamiento de mayor importancia de su tiempo. En la medida en que se consiga crear y mantener esta impresión, los objetivos de la Rusia comunista deben aparecer como estériles y quijotescos, deben hacer caer el entusiasmo y las esperanzas de los partidarios de Moscú, y mayor presión deberá imponerse sobre la política exterior del Kremlin. Porque la paralítica decrepitud del mundo capitalista es la clave de la filosofía comunista. Incluso el hecho de que los Estados Unidos no hayan experimentado la depresión económica en su fase temprana, como han venido anunciando con complaciente confianza los cuervos de la Plaza Roja, desde el cese de las hostilidades, tendría profundas e importantes repercusiones en el mundo comunista.

Por la misma regla, el exhibir indecisión, desunión y desintegración interna en este país tiene un efecto estimulante para todo el movimiento comunista. Cada vez que se evidencian estas tendencias, un estremecimiento de esperanza y excitación recorre todo el mundo comunista. Una nueva satisfacción se delata en los andares de Moscú. Nuevos grupos de partidarios extranjeros se suben a lo que no tienen más remedio que vislumbrar como el carro de la victoria de la política internacional. Y la presión rusa se intensifica en todos los campos de la política internacional.

Sería exagerado decir que el comportamiento americano, por sí solo y sin ayuda, puede ejercer un poder decisivo sobre el movimiento comunista, y que puede acelerar la caída del poder soviético en Rusia. Pero lo que sí tienen los Estados Unidos en su mano es el poder para someter a una gran presión a la Unión Soviética, lo que le obligaría a una determinada política, forzando al Kremlin a aplicar un grado de moderación y circunspección mucho mayor que el observado en los últimos años y de esta manera promocionar las tendencias que deberán algún día buscar su expresión bien con la ruptura o bien durante la progresiva maduración del poder soviético. Debemos tener en cuenta que ningún movimiento místico, mesiánico (y particularmente no el del Kremlin) puede hacer frente indefinidamente a la frustración sin ajustarse de un modo u otro a la lógica del estado de las cosas.

Por tanto, la decisión recaerá realmente, y en gran medida, sobre este país. La cuestión de las relaciones soviético-americanas es esencialmente una prueba del poder global de los Estados Unidos como nación entre naciones. Para evitar la destrucción, los Estados Unidos sólo necesitan estar a la altura de sus mejores tradiciones y demostrar que son dignos de ser preservados como una gran nación.

Seguramente, nunca existió una prueba más acertada, para calibrar la calidad dé una nación, que ésta. A la luz de estas circunstancias, el concienzudo observador de las relaciones ruso-americanas no tendrá motivos para quejarse del reto que supone el Kremlin para la sociedad americana. Más bien, experimentará cierta gratitud hacia la Providencia, quien, al asignar al pueblo americano este reto implacable, ha hecho depender su seguridad como nación de su habilidad para mantenerse unido y para aceptar las responsabilidades del liderazgo moral y político que la historia le ha encomendado.