El ELN y las distintas versiones del conflicto colombiano

Juan Daniel Elorza Saravia
 |  25 de julio de 2016

El 30 de marzo, tras muchos meses de encuentros exploratorios en Venezuela, se anunció finalmente la apertura formal de las negociaciones entre el gobierno colombiano presidido por Juan Manuel Santos y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Subidos a la ola del entusiasmo por la evolución de los acuerdos de La Habana con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), muchos hacen cábalas sobre la posibilidad de conseguir una mesa de diálogo conjunta en la que se selle la paz total del país.

A pesar de lo idílica que pueda resultar esta imagen de una sola gran mesa de la concordia, hay que tener en cuenta que las FARC-EP y el ELN son grupos guerrilleros sustancialmente distintos tanto por su origen, sus métodos insurgentes, sus relaciones con la sociedad civil y sus formas de financiación. También por su discurso, su organización interna y su forma de liderazgo guerrillero. En suma, se trata de conflictos muy diferentes. Los fallidos diálogos de la década de los noventa con la Coordinadora Nacional Guerrillera Simón Bolívar (la CNGSB agrupaba a los seis grupos insurgentes más importantes del país) mostraron lo difícil que es sentar en una sola mesa visiones diferentes sobre el poder y la revolución, el conflicto y su superación.

 

Otra guerrilla histórica

El gran predicamento mediático internacional del proceso con las FARC-EP y su rótulo como la “guerrilla más antigua del mundo” ha hecho que se pase por alto que el ELN es también una guerrilla histórica, fundada en 1964. Las FARC comenzaron unos años antes como grupos de autodefensa de los campesinos liberales y comunistas contra el gobierno conservador de Laureano Gómez, quienes al ser atacados por el ejército colombiano y bombardeados de la fuerza aérea de Estados Unidos en sus territorios comunitarios se vieron obligados a convertirse en una guerrilla móvil que alcanzó presencia nacional. En cambio, el ELN nació de la convergencia de dos idearios más bien antagónicos: la Revolución Cubana y la Teología de la Liberación. Sus fundadores fueron un grupo de estudiantes colombianos becados para ir a Cuba, que recibieron formación política y entrenamiento de guerrilla ante la inminencia de un ataque militar estadounidense a la isla a causa de la crisis de los misiles rusos. Estos fundadores volvieron a los campos de Colombia, especialmente a las zonas petrolíferas, dispuestos a contagiar del entusiasmo revolucionario a todos aquellos que quisieran luchar con las armas contra la injusticia social y el imperialismo.

Este germinal grupo de inspiración castrista-guevarista, con una plataforma bastante amplia, comenzó a ser muy popular entre los jóvenes comunistas y del MRL (Movimiento Revolucionario Liberal), así como entre los líderes de la huelga estudiantil de la Universidad Industrial de Santander. Sus reivindicaciones confluyeron rápidamente con las del movimiento de religiosos católicos de Golconda, cuya interpretación del Concilio Vaticano II imponía a todo buen cristiano la obligación de luchar contra la opresión. Este movimiento ofrecía unir a las izquierdas en un proceso cristiano y mostraba una vía para la acción revolucionaria adecuada a las creencias de la sociedad. La unión entre este ideario y el marxista-leninista se sella cuando el excepcional cura y sociólogo Camilo Torres, en el momento más alto de su popularidad entre los jóvenes colombianos, decide entrar en las filas del ELN en el departamento de Santander, en las que no duró ni medio año, pues cayó abatido en su bautizo de fuego contra el ejército. Es así como el padre Camilo, capellán de la Universidad Nacional, fundador de la Facultad de Sociología, creador del Frente Unido y uno de los líderes más carismáticos de la historia latinoamericana, se convirtió en el principal mártir y símbolo de este grupo guerrillero, que bajo su bandera roja y negra ha hecho presencia en Colombia desde hace ya 50 años.

Con el auge de la naciente Teología de la Liberación y el marxismo-cristiano, muchos religiosos se incorporaron al ELN, como el sacerdote español Manuel Pérez, que junto con otros clérigos como Domingo Laín había entrado ilegalmente al país para unirse a la guerrilla. Después de duros golpes del ejército –como el de la Operación Anorí de 1973– en los que murieron sus principales líderes, el grupo se reorganiza bajo la comandancia del cura Manuel Pérez, quien recibe una diezmada tropa de 30 hombres, convertida al cabo de tres lustros en un ejército de 12.000 efectivos distribuidos en siete frentes de guerra, urbanos y rurales, con gran capacidad de acción. Este resurgimiento estuvo marcado por duros golpes a la estructura extractiva multinacional y afianzó su presencia territorial en vastas regiones del país. Los colombianos vimos correr ríos de sangre y petróleo.

Después de la muerte del cura Pérez, en 1998, el comandante Gabino ha tenido resistir tanto divisiones internas y desavenencias entre los miembros del comando central, como al ataque de las organizaciones paramilitares financiadas por el gran capital que mantiene sus intereses en las zonas en las que el ELN opera. Y es que por su implicación profunda en la sociedad civil, durante los últimos 15 años el ELN ha sido muy vulnerable a los golpes del paramilitarismo a sus bases sociales. La desaparición, el asesinato y el desplazamiento de líderes sindicales y comunitarios y de defensores de los derechos humanos siguen estando a la orden del día, y los combates con los comandos de autodefensas de derecha son atroces. Este asunto está expresamente integrado en la actual agenda de negociaciones (punto quinto) como “Seguridad para la paz y dejación de las armas”. El ELN ha advertido que estos grupos paramilitares representan el mayor riesgo para los acuerdos de paz que se inician.

 

Todos los grupos insurgentes son diferentes

El fuerte componente teológico en la base del ELN le aporta una particularidad frente a los otros grupos armados revolucionarios colombiaos. Por este componente pueden entenderse algunas de las contradicciones con otras guerrillas, con las que mantuvo encarnizados combates que dejaron cientos de insurgentes muertos por las balas de otros insurgentes. No tuvo que ver sólo con el “control territorial”, sino también con desavenencias ideológicas en el modelo revolucionario. El modelo planteado por el ELN, más que el de un grupo armado en busca del poder por la fuerza, es el de un partido político en armas. Esa comprensión hace que su relación con la población civil se articule de otra manera, concentrándose más en el acompañamiento en los procesos sociales –particularmente los sindicales–, librando la tarea progresiva de enseñar la resistencia y de –como dice uno de sus comandantes– “abrirle los ojos a la población para que esté en capacidad de identificar un mal gobierno y pueda rectificarlo”.

En los últimos 25 años, a la par que ha desplegado acciones militares muy dolorosas para la sociedad colombiana –con incontábles pérdidas humanas, energéticas y ambientales– el ELN también ha ofrecido a los sucesivos gobiernos la negociación de una salida política al conflicto armado. En efecto, hubo algunos intentos de diálogo, pero estos fueron diseñados más para la opinión pública interna y externa que para obtener resultados reales. Los dos actores han aprendido la lección de los procesos fallidos de ayer y se presentan hoy más maduros para negociar sobre una agenda concreta de seis puntos.

 

La democratización de los diálogos de paz

El primer punto de esa agenda condensa, por sí solo, las principales reivindicaciones del ELN a lo largo de estas décadas de lucha armada, y representa sus objetivos como organización insurgente, pues consiste en contar con la participación de la sociedad en los acuerdos de paz. Esto no se refiere únicamente a la verificación y el acompañamiento, sino a la elaboración de las propuestas más importantes por parte de las organizaciones sociales, según la idea de que a la comunidad no se le puede imponer un acuerdo en el que no ha participado. Este primer punto es ya bastante difícil de conseguir, pues más que un simple compromiso por parte del Estado, se trata de incluir todo un programa de implementación de mecanismos democráticos de participación ciudadana, que vinculen a la sociedad colombiana para buscar un nuevo consenso político sobre la superación del conflicto. Y aunque algunos de estos mecanismos ya existen, pues están previstos en la Constitución de 1991, no ha habido consenso entre las élites colombianas para permitirles cumplir su función de conformadores de la voluntad popular.

No obstante, el ELN sabe que la vinculación de la sociedad en la mesa es un arma de doble filo en una guerra tan larga y complicada como la colombiana, en la que los actores han llegado a entremezclarse tanto. En la memoria de la opinión pública aún están frescos los desastres ambientales de ríos, humedales y las miles de hectáreas de bosques, selvas y esteros inundados con el petróleo que manaba de las voladuras de los oleoductos de la BP y la OXY; todo en nombre de la defensa de la soberanía de los recursos naturales. También está la fuerte crítica social que ha generado la práctica continua de secuestros como fuente de financiación. Y es que a causa de las dolorosas experiencias de la guerra, en las últimas tres décadas el secuestro ha pasado a ser el delito con mayor repudio social en Colombia.

Estos y otros escollos para la negociación suponen retos de altísimo nivel para las partes, sin contar con que los ataques violentos continúan sucediéndose en uno y otro sentido, pues el gobierno colombiano rechaza el alto el fuego y opta por el diálogo dentro de la confrontación. La estrategia es llegar fuerte a la mesa. Aún así, la negociación con el ELN significa una gran oportunidad para profundizar en los mecanismos democráticos de participación en Colombia, y ello, por sí mismo, supone un importante avance político y le aportaría a los diálogos de paz una dignidad constructiva que no ha alentado ningún otro proceso de negociación anterior.

 

La paz es un camino que se abre entre las versiones del conflicto

Las especificidades propias del ELN son solo una muestra de la complejidad del conflicto social y armado en Colombia y ponen de manifiesto que la de las FARC-EP es solo una de las versiones de la revolución (del conflicto y su posconflicto). El futuro de la mesa con el ELN –que se reunirá próximamente en Ecuador– está directamente ligado al desarrollo e implementación de los acuerdos alcanzados en la mesa de La Habana, pues su cumplimiento es la base de la construcción de la confianza. Con independencia de que más adelante se puedan abordar conjuntamente cuestiones como la justicia transicional o la reparación a las víctimas, la existencia de dos mesas de negociación independientes, cada una con sus propios ritmos y tiempos, está en mejor posición de asegurar que el proceso de paz sea uno solo.

Finalmente, está la otra cara de la divergencia entre las versiones del conflicto: la polarización creciente entre la sociedad colombiana, el gran número de personas que consideran que al enemigo se le debe vencer y que los diálogo de paz son una claudicación ante los delincuentes. Entre tantas versiones, los retos que aún debe superar la solución política del conflicto propiciada por el gobierno de Santos son muchos, pero el entusiasmo de tantos colombianos que quieren alcanzar una paz que nunca han conocido y el apoyo de la comunidad internacional aparecen como un buen aval para seguir adelante con las dos mesas que ahora componen este gran proceso.

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