Miembros de la familia Das Neves, entre los 14 millones de beneficiarios del programa Bolsa Familia en Brasil. GETTY

Un Estado del Bienestar para América Latina

Ana Belén Benito Sánchez
 |  20 de junio de 2017

¿Sistemas de previsión o compensatorios? Con la consagración del paradigma neoliberal, la protección social en América Latina parece inclinarse hacia la focalización en detrimento de la colectivización universal de los riesgos de la vida. En la década de los noventa, programas de transferencias condicionadas como Bolsa Familia en Brasil, Progresa y Oportunidades en México fueron pioneros en hacer frente a la deuda social de sus democracias otorgando subsidios a los colectivos históricamente vulnerables. Su impacto en la reducción de la pobreza extrema y la contención del conflicto social hicieron que estos programas se extendieran rápidamente por toda América Latina. Desde Uruguay a Guatemala, no hay país en la región que no cuente en la actualidad con algún mecanismo de focalización asistencial.

En solo una década el porcentaje de latinoamericanos receptores de subsidios condicionados ha aumentado en un 73%. Según estimaciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), 132 millones de personas estaban registrados en 2013 como beneficiarios de algún programa de transferencias condicionadas, frente a los 29 millones de 2002. Su amplia cobertura contrasta con su naturaleza poco gravosa en términos presupuestarios, ya que el volumen de recursos que destinan los gobiernos oscila entre el 0,51% del PIB de países como México o República Dominicana y el 0,02% del PIB de El Salvador. En Brasil, 14 millones de familias hacen frente a la cesta básica de alimentos gracias a las asignaciones mensuales de Bolsa Familia. En Costa Rica, más de 27.000 familias del programa Puentes al Desarrollo reciben 120 euros y orientaciones de un cogestor durante dos años, tiempo en el que deberán demostrar diligencia para lograr su independencia económica.

Sin embargo, menos de la mitad de los ciudadanos de América Latina están cubiertos por sistemas de previsión universales frente a incertidumbres y contingencias como la maternidad, el desempleo, la enfermedad, los accidentes o la jubilación. La brecha de la desprotección social se acentúa por razón de género y etnia, ya que solo el 15% de las mujeres indígenas están afiliadas a la Seguridad Social. En el caso de las pensiones, apenas el 6% de los hondureños tienen derecho a una pensión contributiva, al igual que el 16% de los dominicanos y el 26% de los mexicanos. Estas cifras contrastan con la vocación universal de sistemas de previsión más consolidados, como el chileno o el uruguayo, donde el 80% de la población de más de 65 años recibía en 2011 una pensión tras el cese de su vida activa.

La selección estratégica y particularista de beneficiarios que los gobiernos de turno realizan con los programas de transferencia condicionadas –ajena a la abstracción del derecho en las políticas universales– ha sido justificada por criterios de eficacia y eficiencia: derribar las barreras que impone el mercado informal de trabajo a los pobres y maximizar recursos escasos o no priorizados en las agendas nacionales. A pesar de que se ha calificado de innovación democrática su gestión descentralizada, transversal y participativa, no faltan voces que cuestionan su impronta clientelar y la institucionalización de la desigualdad en estos más de 15 años de existencia. América Latina es la segunda región más desigual del mundo (con un índice de Gini de 52,9) después de África subsahariana (56,5). Aunque en 2015 cumplió con uno de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, al reducir a la mitad la indigencia, el 28% de la población –unos 167 millones de personas– vive aún bajo el umbral de la pobreza.

Desde mediados de los años noventa, el 40% de los hogares latinoamericanos ascendió de clase socioeconómica pero no pasaron a formar parte de la clase media, sino de un nuevo grupo que los analistas denominan “la clase de los vulnerables”. Este grupo es hoy la categoría social más numerosa, y en ella se ubica el 38% de los latinoamericanos. Los nuevos hogares de “casi pobres” o de clase “casi media-baja” tienen una probabilidad relativamente alta de vivir episodios de pobreza en el futuro, y no están cubiertos por seguros de previsión social que contrarresten los efectos adversos de los ciclos económicos y los riesgos vitales comunes.

 

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A pesar de la gran transformación que ha vivido el continente en la última década, la movilidad es baja y el punto de partida continúa marcando el destino de las nuevas generaciones de latinoamericanos. Si los beneficiarios del Bolsa Familia son hijos de los que disfrutaron de esta ayuda una década atrás, el aumento en el ingreso per cápita de los hogares pobres e indigentes no habría tenido el impacto redistributivo esperado en el camino hacia la igualdad de oportunidades y la cohesión social.

En algunos países, los datos muestran rezagos importantes que evidencian que la voluntad política no siempre ha acompañado al fértil aumento del PIB de las economías latinoamericanas. Tal es el caso de República Dominicana, donde a pesar de un crecimiento medio del PIB del 4,7% en el periodo 2004-10, el número de pobres aumentó de 2,6 a 4 millones en esa etapa de expansión económica. En un reciente informe del Banco Interamericano de Desarrollo, se alertaba al país del descenso de la progresividad del programa de transferencias condicionadas Progresando con Solidaridad, su baja incidencia absoluta y elevada tasa de filtración. En 2014, el 43% de los receptores de la Tarjeta Solidaridad no calificaba como pobre, mientras que el 56% de los indigentes dominicanos no recibía asignación monetaria alguna.

Los desajustes en la cobertura y la eficiencia revelan la discrecionalidad y personalización de estos programas, que los más críticos atribuyen a la concesión focalizada. El subsidio se concibe como una ayuda ante la excepcionalidad de la miseria y no como un derecho abstracto con respaldo en el pacto social nacional o en el marco del Estado Social de Derecho. Sus detractores ven en el mayor protagonismo de los programas de transferencias condicionadas frente a los sistemas de previsión contributivos la desmaterialización y desrresponsabilización del Estado en el bienestar ciudadano, reconduciéndolo a un acto de voluntario no sujeto a control legal o justicia social. La institucionalización de estos programas está fragmentando el sistema de bienestar en la región, convirtiéndolo en uno de carácter residual y de mínimos, lejos del modelo integral basado en derechos y guiado por los principios de universalidad, solidaridad y redistribución.

Este proceso de asistencialización de la política social en América Latina transita del seguro social (colectivización de la cobertura de los riesgos de la vida activa) a la tarjeta (asignación individualizada); del derecho (justiciable) a la ayuda (favor); del pleno ejercicio ciudadano (derechos y deberes) a la condicionalidad (premios y castigos). Contra esta última, se alzan voces que denuncian que las transferencias refuerzan el estigma del “mal pobre” y lesionan la confianza generalizada, ya que la condicionalidad traslada la responsabilidad del Estado al propio ciudadano por su situación individual de necesidad. Si la jefa de hogar no cumple con el calendario de vacunas, la familia dejará de recibir la ayuda. Si los menores no asisten a la escuela, se perderá el subsidio. Si en dos años no han logrado insertarse en el mercado de trabajo, la ayuda de 120 euros será retirada. La diligencia y voluntad individual desconectadas y en una lucha titánica en solitario frente a las desigualdades estructurales del mercado de trabajo o la educación, sistemas fiscales regresivos o Estados cooptados por élites extractivas que acceden a las instituciones haciéndolas favorables a sus intereses.

Ante la institucionalización del Estado del Bienestar de excepción en América Latina, la nueva generación de políticas sociales deberá tejer una red de protección donde los programas de previsión y compensatorios no impongan una brecha estigmatizante entre ciudadanos de primera y segunda clase. Un modelo integral en el que estos programas funcionen como puentes de inserción social con poder transformador, y donde la tarjeta de beneficiario no sea un mero “carnet oficial de pobre”. Para evitar los sesgos de selección y eficiencia, la protección focalizada podría transitar hacia el universalismo básico no contributivo dependiente de las arcas del Estado y no tanto de los ciclos electorales, como ocurre en algunas democracias de competencia clientelar. Una opción que algunos países de la vieja Europa están considerando ante la “cuarta revolución industrial” y que recuperaría para la asistencia social focalizada los principios de solidaridad y equidad de los maltrechos sistemas previsionales contributivos latinoamericanos.

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