100 años de la Declaración Balfour: la herencia colonial en Oriente Próximo

Itxaso Domínguez de Olazábal
 |  2 de noviembre de 2017

El 2 de noviembre de 1917 fue remitida una misiva que haría sentir sus efectos en Oriente Próximo durante décadas. La carta la remitía Arthur Balfour, ministro de Asuntos Exteriores de Reino Unido, iba dirigida a Lionel Walter Rothschild, testaferro de la comunidad judía británica, y se comprometía a establecer un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina. El destinatario real era Chaim Weizmann, líder de la rama británica de la Organización Sionista Mundial y futuro primer presidente del Estado de Israel. El texto fue publicado el 8 de noviembre por la prensa británica, y pasaría a formar parte de la historia como la Declaración Balfour (Promesa Balfour en árabe). Arthur Koestler la definió como un oxímoron: “Una nación que prometía a otra nación el territorio de una nación tercera”, donde los nativos representaban más del 90% de la población (60,000 judíos y poco más de 600,000 árabes). El documento no tenía poder legal por sí mismo, pero se erigió en columna vertebral de las políticas británicas en el mandato de Palestina. No ha dejado de ser uno de los documentos más controvertidos en la historia del mundo árabe: tal y como apuntó Edward Said, un documento “hecho por una potencia europea acerca de un territorio no europeo basado en un desprecio total hacia la presencia y los deseos de la mayoría nativa residente en ese territorio”.

La Declaración fue redactada en el marco de la Primera Guerra Mundial como una de las tres promesas –incompatibles entre sí– hechas durante aquel periodo por los británicos. Gran Bretaña ya había prometido la independencia a los árabes del Imperio otomano en la correspondencia Hussein-McMahon de 1915. El acuerdo Sykes-Picot, en virtud del cual la mayoría de Palestina estaba en un principio destinada a ser puesta bajo administración internacional, dividió la región entre las dos potencias coloniales más potentes de la época. Khalil Sakakini describiría Palestina, en el periodo inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial, jude la siguiente manera: “Una nación que durante largos años se movió en las profundidades del pasado, pero se ve sacudida por los acontecimientos, y solo surge poco a poco. Esta era la situación en Palestina, que durante muchos siglos estuvo sumida en su sueño más profundo, hasta que se vio sacudida por la Gran Guerra, conmocionada por el movimiento sionista, y violada por la política ilegal [de los británicos], y se despertó, poco a poco”.

En un contexto marcado por los pogromos rusos y el asunto Dreyfus, el que más tarde sería denominado “pecado original” representó un impulso sin precedentes al movimiento sionista 20 años después de su nacimiento, poniendo al alcance de su mano el establecimiento de un Estado judío en Palestina. Para ello, la comisión encargada de su redacción se sirvió de conceptos vagos y sin precedentes en Derecho Internacional, muy particularmente el de «hogar nacional» en vez de «Estado» (sí propuesto en borradores anteriores) o la alusión a «Palestina», que permitiría a Londres frenar las ambiciones sionistas «maximalistas» de incluir en su futuro Estado la orilla oriental del Jordán.

 

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En 1930, Winston Churchill afirmó que la Declaración “no debía ser considerada como una promesa hecha por razones sentimentales, [sino] como una decisión práctica tomada en interés de una causa común”. Fueron varias las razones del gobierno británico para adoptar la Declaración. Algunas motivaciones se referían en particular al ámbito social y doméstico. Un número en aumento de persecuciones de comunidades judías a lo largo y ancho del continente despertaban simpatías crecientes entre las autoridades británicas. Los rumores de la época apuntaban a una cada vez mayor presencia sionista en el gobierno británico, o al menos a fuertes conexiones entre el ejecutivo y la comunidad sionista en Gran Bretaña (a la que se atribuía mucho mayor poder del que en realidad tenía). En virtud de un cierto romanticismo bíblico, el apoyo fue presentado como un noble proyecto cristiano para ayudar a que un pueblo hermano reconstruyera un futuro común en su patria ancestral. Algunos analistas hacen además referencia a un cierto razonamiento antisemita según el cual la Declaración pondría solución al «problema judío» (el propio Balfour promulgó en 1905, como primer ministro, medidas anti-inmigración contra los judíos que escapaban de la Rusia zarista).

Pero los británicos actuaron sin duda azuzados por inquietudes geopolíticas: necesitaban minimizar la oposición de las comunidades judías estadounidense y rusa a la participación de los Estados Unidos en la guerra, acordada meses antes; y al mismo tiempo distanciar a los judíos alemanes y austrohúngaros de sus respectivos gobiernos. Por otra parte, el Imperio británico ansiaba asegurarse una presencia y una influencia sin parangón en la región frente a su principal rival en aquella época, la Francia que acuñó el término «pérfida Albión». Palestina representaba el núcleo de todas las líneas de comunicación y rutas comerciales del Imperio británico en Oriente Próximo y Medio: el control del territorio representaba un interés imperial estratégico para mantener Egipto y el Canal de Suez –y por tanto el itinerario hacia la India– dentro de la esfera de influencia de Gran Bretaña, creando así lo que Ronald Storrs, el primer gobernador militar británico de Jerusalén, llamó «un Ulster judío leal».

En el marco del enfrentamiento con París se sitúa un acontecimiento desconocido para muchos: el 4 de junio de 1917 fue remitida la Declaración Cambon, una carta del secretario general del ministerio de Asuntos Exteriores francés, Jules Cambon, al líder sionista Nahum Sokolow, expresando el apoyo oficial París al proyecto sionista. En este sentido, los británicos «sondearon» al presidente estadounidense Woodrow Wilson en referencia a una declaración favorable de su país al proyecto sionista en septiembre de 1917, dos meses antes de la Declaración Balfour. Sin embargo, el dirigente se negó a participar, una postura que permite recordar una época en la que Washington no era el principal aliado de Israel y sus dirigentes.

 

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Otra forma de colonialismo

Una mera promesa se convertiría en instrumento internacional vinculante cuando el texto fue incluido en los términos del mandato británico de Palestina tras la disolución del Imperio otomano, texto en el que la palabra «árabe» no era mencionada ni una sola vez. El gobierno británico tomó las riendas el 11 de diciembre de 1917, cuando el general Sir Edmund Allenby cruzó triunfante la Puerta de Jaffa hacia la Ciudad Vieja de Jerusalén. Los primeros no dirigentes árabes en hacer sonar la alarma fueron los miembros de la Comisión King-Crane, que en 1919 advirtió que la imposición de la Declaración representaría «una violación flagrante del principio [de autodeterminación] y de los derechos del pueblo palestino». Tanto París como Londres rechazaron participar en la Comisión.

El mandato británico representó un caso único: no preparaba al territorio para un proceso de descolonización al uso, sino que daría el relevo a otra forma de colonialismo. Una vez inaugurado el mandato, los británicos favorecieron la inmigración de los judíos europeos a Palestina. Entre 1922 y 1935, la población judía aumentó considerablemente, pasando a representar del 9% a casi el 27% de la población total. Las autoridades del mandato también facilitaron la transferencia de tierras y propiedades a manos judías, a lo que vino a sumarse un cada vez mayor apoyo financiero internacional. Rashid Khalidi habla del mandato británico en Palestina como de una «jaula de hierro» para las aspiraciones de los árabes palestinos. Un grillete «diseñado precisamente para excluir el principio e implementación de un gobierno representativo en Palestina, así como cualquier enmienda constitucional que pudiera ir en esta dirección», mientras que a la comunidad judía les fueron proporcionadas las herramientas para ejercer su derecho de autodeterminación, muy particularmente la Agencia Judía.

La historiadora Elizabeth Monroe analizó los crecientes obstáculos a los que se tuvo que enfrentar el mandato británico: «Medido únicamente en términos de intereses británicos, uno de los mayores errores de nuestra historia imperial». En 1939, tras la Gran Revuelta Árabe, y conscientes del panorama geopolítico al que harían frente en la Segunda Guerra Mundial, los británicos reconocieron su traspié por medio del Libro Blanco, que enfureció a sionistas fuera y dentro de las fronteras de Palestina al imponer restricciones a la adquisición de tierras y límites a la inmigración. Era ya demasiado tarde, y el creciente antisemitismo en Europa no contribuyó sino a aumentar la presión para que todas las limitaciones fueran levantadas. Gran Bretaña se vio atrapada entre su deseo de demostrar su control de la comunidad judía y el apoyo del mundo árabe. Treinta años después de que fuera adoptada la Declaración, los británicos decidieron poner fin al mandato y transferir la cuestión de Palestina a las Naciones Unidas, que optó por una partición que desencadenó tanto una guerra civil entre judíos y palestinos como una guerra israelo-árabe. Un 78% del territorio del antiguo mandato británico de Palestina quedaba así en manos de Israel.

El propio Balfour declaró en 1922: «El sionismo, será correcto o incorrecto, bueno o malo […] (pero está) enraizado en tradiciones seculares, en necesidades actuales y esperanzas futuras mucho más profundas que los deseos y prejuicios de los 700.000 árabes que ahora habitan esa tierra antigua”. Una frase de la Declaración sentó las bases de discriminaciones futuras: «No se hará nada en perjuicio de los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina». Las comunidades no judías representaban, no lo olvidemos, el 90% de la población por aquel entonces: individuos palestinos tanto musulmanes como cristianos como drusos. El texto hablaba de «derechos civiles y religiosos», no de derechos políticos, una diferencia en la que oficiales israelíes se inspiran aún a día de hoy. ¿Qué había de los derechos nacionales de aquellos que habían habitado aquellas tierras durante siglos? El mantra “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra” da fe de la falsedad sobre la que nació el Estado de la Israel, e intenta legitimar la erosión de la historia, identidad palestina e incluso existencia de los palestinos (fruto de la distinción entre pueblos civilizados y no civilizados que detalló Said).

La Declaración Balfour se erige así como precursora de la Naqba (“catástrofe”, en árabe) palestina de 1948, expulsión forzosa de más de 750.000 palestinos. Sus 67 palabras también hicieron posible que, 50 años después, la Guerra de 1967 fuera enarbolada por Israel para conquistar y ocupar Cisjordania y Gaza: el primer triunfo político del sionismo, y el punto de partida de una ocupación contraria a Derecho Internacional que poco a poco devolvió a los palestinos al centro de la escena y hoy en día representa el mayor peligro para Israel, más allá de movimientos chiíes y repúblicas islámicas. La estrategia de colonización israelí, que gira en torno a la erosión gradual de cualquier continuidad territorial para los palestinos en Cisjordania, no ha cambiado desde principios del siglo XX, salvo en lo que al marco legal, la narrativa doméstica y la aceptación internacional se refiere. Mientras, el proceso de paz lleva más de tres años clínicamente muerto, moribundo algunos más, y tiene tan poco de proceso como de paz. El aniversario de la Declaración representará una oportunidad más ignorada para reparar una injusticia pasada y presente que nunca ha sido reconocida como tal por Gran Bretaña, Israel o una gran parte del mundo.

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