¿Alguna idea nueva para acabar con la bomba?

Enrique Mora
 |  26 de septiembre de 2018

Dar soluciones fáciles a problemas complejos es una tentación intelectual poderosa. Casi nunca funciona, claro. Lo grave es cuando las soluciones complejas también se revelan ineficaces. El proceloso mundo de la no proliferación nuclear, problema complejo donde los haya, nos está ofreciendo un ejemplo de ambas.

La solución fácil para un mundo sin armas nucleares es prohibirlas. La difícil es persuadir a los que no las tienen de que no las adquieran, y a los países nucleares de que se deshagan de ellas. Normalmente, la solución fácil precede a la compleja. Solo cuando la cómoda simplicidad se manifiesta incapaz de resolver la cuestión, se opta por esquemas más elaborados. El mundo de la no proliferación es también particular en este aspecto: primero fue la solución compleja y, al constatarse que no está resolviendo el problema, la fácil ha hecho su aparición.

En 1968 se adoptó uno de los tratados más peculiares que ha producido el multilateralismo: el Tratado de No Proliferación (TNP). Es profundamente injusto y asimétrico. Consagra la desigualdad entre países en una cuestión, tener la bomba, en la que es relativamente fácil la equiparación –la República Popular Democrática de Corea es uno de los países más pobres del mundo y probablemente la tiene–. Y consagra una situación de desequilibrio estratégico global, al hacer legal, internacionalmente, que cinco países tengan armas nucleares y, por tanto, una aplastante ventaja estratégica, e ilegal, que el resto traten de equilibrar esa situación.

¿Qué prometieron las potencias nucleares para que el mundo accediera a consagrar para siempre su prevalencia? Esencialmente dos cosas. Primero, que no habría cortapisas al desarrollo y transferencia de tecnología para el uso pacífico de la energía nuclear (artículos  3 y 4 del TNP). En segundo lugar, y clave para entender el acuerdo final, que iniciarían “de buena fe” negociaciones para desarmarse (art. 6). La primera promesa se ha cumplido, con algunas excepciones llamativas, pero no en los términos que esperaban los signatarios del tratado. Que lo nuclear civil puede ser antesala de lo militar ha determinado un ritmo y profundidad de las transferencias muy lejos de las existentes en cualquier otro campo tecnológico. Aun así, y fruto de una sana competencia entre empresas de tecnología nuclear de diversos países, cualquier Estado interesado en incluir la energía nuclear en el “mix energético” ha podido hacerlo a un coste razonable.

Lo que nunca se ha cumplido era la promesa contenida en el artículo 6 de desarme nuclear, de negociar un “tratado para un desarme completo y general, sometido a un control internacional estricto y eficaz”. Lejos de este compromiso, las potencias nucleares renuevan periódicamente sus doctrinas de defensa y en todas ellas el arma nuclear figura como clave de su capacidad disuasoria, así como piedra angular sobre la que construir su seguridad. Para esas doctrinas, es un arma del futuro, no del pasado.

El TNP bendice la desigualdad en una comunidad internacional obsesionada con el mantra de “todos los Estados son iguales y soberanos”. Y, sin embargo, ha sido un éxito. El presidente John F. Kennedy auguró, a principios de los años sesenta que, en una década, al menos 20 países tendrían armas nucleares. Pasado medio siglo, a las cinco potencias nucleares consagradas por el TNP, se han unido India y Pakistán, muy probablemente Israel, y todo parece indicar que Corea del Norte. Nueve en el peor de los casos. La afirmación de Kennedy, una evidencia en su momento, se inspiraba en la lógica que ha presidido las carreras de armamentos desde el hacha de sílex. Durante 50 años, el TNP ha conseguido quebrar esa lógica.

 

La prohibición no acabará con la bomba

Pero medio siglo incumpliendo una promesa ha sido demasiado para algunos Estados, que han decidido buscar la solución fácil: prohibir la bomba. Fruto de este afán fue la adopción en Nueva York, el 7 de julio de 2017 del Tratado de Prohibición de Armas Nucleares (TPAN). En el momento de escribir este artículo, solo 16 países lo han ratificado, por lo que todavía queda un camino para su entrada en vigor. Podría acelerarse estos días de primavera multilateral que nos trae cada otoño con el comienzo del periodo de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas, pero estamos lejos todavía de algo semejante a una aceptación universal.

El problema de fondo, sin embargo, es que ningún país nuclear, ni legal ni alegal, ha participado en la elaboración de este TPAN, ni albergan la menor intención de sentirse obligados por él. Nadie puede obligarles. En la lógica política tan peculiar del TNP, este sí de adhesión virtualmente universal, la comunidad internacional aceptó que los únicos Estados con poder coercitivo, vía la capacidad destructiva de su arsenal, son los ahora destinatarios de la obligación creada. No parece que vaya a funcionar.

El TPAN trata de reproducir, para las armas nucleares, los acuerdos internacionales en vigor que declaran ilegales otras armas de destrucción masiva como las químicas o las biológicas. O las convenciones, también de prohibición, de armas particularmente crueles como las minas antipersona o las de racimo. El problema es que el nuevo tratado pretende igualar cosas distintas, sistemas de armas profundamente diferentes en su valor estratégico, en el coste de oportunidad de desecharlos y en la percepción que una mayoría de ciudadanos tienen sobre ellos en los países que los poseen. No va a funcionar. La prohibición, la solución fácil, no va a acabar con la bomba.

¿Qué hacer entonces? Dos reflexiones. En primer lugar, el debate sobre si un mundo sin armas nucleares será un mundo más seguro está lejos de sustanciarse. Creo que será un mundo con más conflictos armados, incluso de escala muy superior, al poder enfrentar directamente a las grandes potencias. Es interesante el rastreo que Graham Allison hace de lo que denomina “momentos Tucídides”, aquellos en los que una superpotencia emergente amenaza la prevalencia de la hegemónica, y cómo (virtualmente) el único que ha tenido lugar en la era nuclear es de los muy pocos que no han terminado en guerra.

Sin embargo, hay dos riesgos inherentes al arma nuclear que hacen deseable su desaparición. El primero, el de uso accidental. Sigue siendo un evento de baja probabilidad y alto impacto pero cisnes negros…, haberlos haylos. El segundo riesgo, de mayor entidad, es que se equivocan los que equiparan la disuasión entre EEUU y China a la que hubo con la URSS. El riesgo de recurrir a la bomba es ahora mucho mayor.

La segunda reflexión es que el carácter de las armas nucleares está cambiando, vía la tecnología, y se habla ya de “bombas nucleares inteligentes” con estremecedora capacidad de destrucción, pero limitada a espacios mucho más reducidos. Ello permite su inclusión en la panoplia de respuestas a un ataque convencional. Banalización de su uso, en otras palabras. Mayor riesgo e incertidumbre en su utilización.

Las dos soluciones concebidas para lograr un mundo sin armas nucleares no nos llevarán a ese objetivo. La fácil por inaceptable para quien tiene que hacerlo, la difícil porque el mundo no tiene nada que ver con el de hace medio siglo cuando se concibió. ¿Alguna solución más?

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *