Ilhan Omar ante el Congreso, el pasado febrero.

Antisemitismo arrojadizo

Jorge Tamames
 |  13 de marzo de 2019

Vuelve el antisemitismo. Lo hace debido al auge de la extrema derecha, pero también mediante movimientos como los ‘chalecos amarillos’ franceses. Peor aún, está presente en una izquierda que confunde antisionismo con antisemitismo. El odio a los judíos, por tanto, “ya no es solo cosa de nazis”. Así lo expresa el internacionalista Eduardo Saldaña, en un artículo representativo del género. ¿Cuál es la magnitud del problema? Existen indicios alarmantes, pero para combatirlos hace falta trascender las condenas ambidextras.

En primer lugar, el antisemitismo nunca fue monopolio del nazismo. Es una forma de intolerancia que hunde sus raíces en la historia europea, repleta de pogromos y prejuicio. En el siglo XX el antisemitismo podría definirse, siguiendo a August Bebel, como “el socialismo de los idiotas”. Una ideología que, para explicar las causas de desagravios reales, recurre a chivos expiatorios y planteamientos obtusos.

Hoy esta ideología crece a ambas orillas del Atlántico. En Estados Unidos, los incidentes antisemitas aumentaron un 60% entre 2016 y 2017. Que entre los partidarios de Donald Trump abunden supremacistas y neonazis sin duda influye en este tendencia. En octubre, un tiroteo en una sinagoga en Pittsburgh se saldó con 11 muertos: el mayor atentado antisemita en la historia del país. El asesino, influido por propaganda de la derecha estadounidense, llegó a creer que el multimillonario judío George Soros importa emigrantes ilegales a EEUU, para desnaturalizar el país y establecer un gobierno global.

Este discurso apenas se distingue de las conspiraciones antisemitas más burdas. Pero ha ganado popularidad en EEUU y la Unión Europea, donde los partidos de derecha radical, como Vox, lo emulan sin complejos. En parte por eso, Europa está presenciando un repunte de actos antisemitas: de 311 a 541 en Francia entre 2017 y 2018 (un incremento del 74%, y del 60% en Alemania durante el mismo periodo). Según un estudio reciente de la Agencia de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, el 90% de los judíos europeos se siente amenazado en este clima. Un 30% declara haber sido discriminado en por lo menos una ocasión.

La izquierda no es inmune a este contexto. Como señala el periodista y asesor laborista Paul Mason, el debilitamiento de las instituciones en que tradicionalmente socializaban sus militantes –especialmente los sindicatos– ha creado peligrosas lagunas de formación. Cuando un discurso crítico con el capitalismo y las élites que lo gestionan se permite recurrir a teorías conspirativas, individuos particulares, como la dinastía financiera Rothschild se convierten en causantes de los males de la humanidad. Esta cosmovisión no está anclada en ningún análisis “marxista”, como Saldaña sugiere de manera imprecisa; pero sería absurdo pretender que no existe en algunos nichos de izquierda. Precisamente por no atribuirle la importancia que merecía, el laborismo de Jeremy Corbyn se ha visto envuelto en un sinfín de acusaciones ­­–algunas de ellas, por otra parte, vinculadas a rivalidades internas y su apoyo a la causa palestina.

 

Captura de pantalla 2019-03-12 a las 10.48.19El póster de la exposición Le Juif et la France, un hito en la historia del antisemitismo, recoge varios de los tópicos asociados con conspiraciones antisemitas, tanto en la extrema derecha de la Francia de Vichy como en la actual. Fuente: L’histoire par l’image.

 

El ejemplo de Ilhan Omar

Donde derrapa este tipo de análisis es cuando atribuye  semejante antisemitismo a figuras destacadas de la izquierda, como el propio Corbyn o la congresista somalí-estadounidense Ilhan Omar. Electa como demócrata por Minnesota en noviembre de 2018, Omar ha opinado que el sesgo pro-israelí de numerosos legisladores estadounidenses obedece a la fuerza de un lobby, el Comité Americano-Israelí de Asuntos Públicos (AIPAC en inglés). Sus críticos –entre ellos judíos liberales y demócratas– consideran estas declaraciones antisemitas y han emprendido una campaña de acoso y derribo contra Omar.

La cuestión es que AIPAC es, en efecto, un grupo de presión poderoso, capaz de influir en la política exterior estadounidense. Así lo detallaron Stephen Walt y John Mearsheimer, catedráticos en las universidades de Harvard y Chicago, en un libro publicado en 2007. Ya entonces los autores dejaban claro que AIPAC no era un lobby “judío”, sino que representa los intereses del Estado de Israel y, concretamente, los del gobernante Likud. No se trata de un contubernio, sino de un grupo de interés similar a los de otras potencias extranjeras –como los países del Golfo–, si bien especialmente competente.

Omar es la congresista que más ha cuestionado esta situación. También ha criticado duramente al régimen saudí y al neoconservador Elliot Abrams, enviado especial de Trump en Venezuela, por su historial abrumador de violaciones de derechos humanos. De esta forma, sus declaraciones sobre AIPAC se inscriben dentro de una crítica profunda a las incoherencias y abusos que desfiguran la política exterior estadounidense. Un discurso que el resto de la izquierda estadounidense, incluyendo a figuras como Bernie Sanders y Alexandria Ocasio-Cortez, continúa abordando con inseguridad.

No deja de ser revelador que quienes más agiten contra Omar a menudo acumulen un historial racista o antisemita. Ni que, ante lo grotesco que ha resultado su linchamiento –Omar es la primera musulmana negra en el Congreso de EEUU– hayan salido en su defensa expertos en política exterior poco sospechosos de radicalismo, como Peter Beinart y el exasesor de Obama Ben Rhodes. Finalmente, el Partido Demócrata ha dado marcha atrás en su intento de censurar a Omar.

 

La banalización del antisemitismo

La teoría de que el antisemitismo anida en los extremos del espectro político cojea en otra dimensión importante: apenas examina la posición del gobierno israelí ante una deriva que en teoría considera preocupante. En la práctica, Benjamin Netanyahu mantiene una relación excelente con líderes de extrema derecha como Trump, Jair Bolsonaro y Viktor Orbán. Aunque cuenten con aliados antisemitas, estos líderes proporcionan un apoyo sin fisuras al Estado israelí, como muestran los traslados de las embajadas brasileña y estadounidense a Jerusalén. Se da la ironía de que los sionistas cristianos, influyentes en las bases electorales de Trump y Bolsonaro, promulgan un apoyo incondicional a Israel pero consideran que, cuando se acerque el fin de los días, los judíos que no se conviertan arderán en el infierno.

El elemento más inquietante del vínculo entre la extrema derecha y gobierno israelí quedó de manifiesto en 2016, cuando un rabino criticó al activista neonazi Richard Spencer. Lejos de responderle con un discurso antisemita, Spencer explicó que considera Israel el modelo para EEUU: un etno-Estado que se impone sobre minorías étnicas, a menudo con violencia, con el fin de establecer su modelo de pureza étnica y cultural. Un proyecto por el que Israel, a juzgar por su reciente consagración como “Estado judío”, apuesta de forma entusiasta.

A lo que sí se ha dedicado el gobierno israelí es a emprender una campaña internacional contra activistas opuestos a la ocupación de Palestina, como el Movimiento Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS), que busca aislar internacionalmente a Israel, como en su día se hizo con la Suráfrica del apartheid. Siguiendo este planteamiento, exigir un boicot al Estado israelí pasaría a convertirse en un acto de antisemitismo con consecuencias legales. Como señalan Noam Chomsky e Illan Pappé, de haberse aplicado semejante criterio en los años ochenta, hubiese sido legal criticar abusos puntuales surafricanos, como la masacre de Soweto, pero no a sus gobiernos ni la propia doctrina del apartheid.

Equiparando las críticas al Estado de Israel con desprecio hacia los judíos, el gobierno israelí, que debiera ocupar un lugar destacado combatiendo el antisemitismo, contribuye a banalizarlo. Pero si algunas acusaciones de antisemitismo han devenido en armas arrojadizas, eso no implica que el problema no exista. Al contrario: se trata de una lacra que va en aumento. Urge contrarrestarlo con firmeza. Y será difícil lograrlo si no se parte de un diagnóstico ecuánime.

 

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