Colombia, a las urnas por la paz

Guillermo Pérez Flórez
 |  30 de agosto de 2016

Juan Manuel Santos pasará a la historia no solo como el presidente que abrió el camino hacia la paz sino como el líder que hizo que Colombia se enfrentara a sus propios demonios y dilemas. Es un estilo de liderazgo radicalmente diferente al que los colombianos están acostumbrados: el del mesías, el del hombre providencial que decide el rumbo. Santos, por el contrario, ha dejado en manos del pueblo la decisión de aprobar o no la negociación que su equipo ha hecho con las FARC-EP; será el pueblo el que determine el camino que debe tomar el país. Una operación de alto riesgo, dado que la negociación no estuvo precedida de un acuerdo entre las fuerzas políticas.

Pero Colombia, como la mayoría de los países latinoamericanos, es dada a la postergación de las soluciones, y si Santos no se hubiera empecinado obsesivamente en buscar y construir un acuerdo, el 29 de agosto el país no habría celebrado que el fin del conflicto con las FARC-EP. El pleito armado tiene ya 52 años. De hecho, por ser un conflicto tan viejo, de baja intensidad militar pero dramático en sus efectos, terminó por hacer creer a las mayorías urbanas que no existía o que se podía vivir con él eternamente. Durante sus dos gobiernos, Álvaro Uribe (2002-10) creó la ilusión de que las guerrillas estaban derrotadas. Por ello, cuando Santos llega al poder (2010) y se muestra dispuesto a negociar, causa desconcierto y sus antiguos aliados se sienten traicionados. Las mayorías creían que él sería un Uribe 3.0, y lo ha sido es muchos aspectos, pero no en materia de guerra y paz. Ahí marcó una diferencia sustancial. Uribe también habría negociado, pero sobre la base de que la guerrilla se rindiera, entregara sus armas, se fuera para la cárcel y pidieran perdón. Algo absolutamente imposible. Colombia es más territorio que país y más geografía que historia. Existe una brecha enorme entre campo y ciudad, entre centro y periferia, que facilita la existencia de territorios al margen de la legalidad.

Es un fenómeno que data desde los tiempos de la colonia. Los indígenas y los negros construyeron zonas a las cuales no llegaba el poder virreinal. En la provincia de Cartagena, según el sociólogo Orlando Fals Borda, entre 1599 y 1788 se establecieron por lo menos 33 pueblos de negros, 21 eran palenques. Territorios en los que sus pobladores se daban su propia organización política y social. El de San Basilio, a escasos 56 kilómetros de Cartagena de Indias, es una comunidad descendiente de cimarrones africanos del siglo XVII. Allí se asentaron esclavos fugados, fundadores de pueblos en la costa caribe que durante casi un siglo fueron un factor de perturbación para la corona española: sus habitantes asaltaban las embarcaciones que navegaban por el río Magdalena y luego se perdían en los montes y ciénagas. Carlos II se vio forzado a negociar con ellos y a otorgarles la propiedad de las tierras en las que habían levantado los poblados. Los palenques, por supuesto, no fueron los únicos territorios fuera de la jurisdicción y poder coloniales. Así que mientras el Estado no ocupe y controle el territorio siempre habrá espacio para grupos irregulares e ilegales, con capacidad de imponer su ley y orden.

 

¿Normalidad, o impunidad?

Tras cuatro años de discusión las partes han alcanzado unos acuerdos que en realidad son un esfuerzo por normalizar el país. La oposición aduce que generarán impunidad. Pero eso es una falacia. En Colombia el 98% de los delitos queda impune, precisamente porque los jueces y fiscales no dan abasto. Estamos ante un sistema ordinario que tiene que resolver situaciones extraordinarias, como lo es un conflicto armado. Contra las guerrillas existen más de 150.000 procesos acumulados que solo han generado congestión del sistema judicial y frustración social.

En La Habana se creó un tribunal que ayudará a descongestionar los juzgados y tribunales ordinarios: el Tribunal Especial para la Paz, que impartirá justicia por primera vez en medio siglo. A este comparecerán los exguerrilleros y podrán comparecer militares y civiles que quieran acogerse a él y contar la verdad. No va a haber cárcel, pero justicia sí, pues habrá restricciones de la movilidad, sanciones y reparaciones. El acuerdo será un referente internacional en materia de justicia transicional y restaurativa. Uribe, sin embargo, ha logrado vender la tesis de la impunidad, y es una pena porque impide que el país vea otros aspectos altamente positivos, como los acuerdos sobre reforma rural y reforma política, cuyos desarrollos permitirán avanzar en la modernización y normalización del país.

Sobre lo primero valga decir que llevará a formalizar la propiedad de la tierra, ya que el 60% de los predios rurales carecen de títulos. Hay siete millones de hectáreas por formalizar. Parece una broma que una guerrilla marxista-leninista firme un pacto que busca garantizar el acceso a la propiedad privada rural. Esto confirma que Colombia es Macondo. También busca dar tierra a los campesinos y actualizar el catastro, lo cual conviene a los fiscos municipales. La propiedad rural prácticamente no paga impuestos, y esto facilita y estimula el latifundio y la propiedad improductiva. En la práctica no existe mercado de suelo rural. La tierra se posee para especular o como suelo de engorde, más que para que sea productiva.

Respecto a la reforma política podría predicarse lo mismo. No existe nada especial. Se trata de que exista un estatuto para la oposición que rodee a esta de derechos y garantías plenas. Lo que no puede ser es que a la oposición se la extermine a tiros, como sucedió con la Unión Patriótica, movimiento surgido de los acuerdos con Belisario Betancur (1982-86), en un fallido intento de paz con las FARC-EP. El acuerdo busca remozar y profundizar el sistema, que en la actualidad favorece la corrupción y el clientelismo. Igualmente, se quiere promover y garantizar el pluralismo político y darle representación a la Colombia profunda, que se escuche su voz en el Congreso, con una circunscripción especial transitoria, durante dos períodos.

El 2 de octubre los colombianos dirán “Sí” o “No” a estos acuerdos. De momento, las encuestas muestran un país polarizado y cualquier cosa podría pasar. El “No” dejaría al país en un limbo, Santos no podría implementar nada de lo pactado. Habría una puerta cerrada a la paz y otra abierta a la guerra. Una guerra que nadie quiere. De ese tamaño es el desafío. Santos mismo lo ha advertido, con una franqueza absoluta que colinda con la torpeza política, pues sus admoniciones suenan a chantaje. Lo cierto es que no existe plan B. El “No” es un suicidio. La guerra con las FARC-EP ha terminado. El 29 de agosto fue el primer día de paz. Los fusiles, por fin, se han silenciado.

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