Medusas de las profundidades oceánicas

La última frontera del mundo

Luis Esteban G. Manrique
 |  24 de julio de 2018

Los fondos marinos representan el 71% de la superficie del planeta y, sin embargo, apenas un 15% se ha cartografiado. La NASA tiene mapas más precisos de Marte que de las profundidades abisales de los océanos, que albergan grandes yacimientos de metales preciosos, de tierras raras como el itrio, el terbio y el europio, petróleo y gas, recursos que la tecnología está poniendo cada vez más al alcance de la explotación industrial.

La International Seabed Authority, que regula la minería en los lechos marinos, ya ha autorizado a compañías de decenas de países la exploración de la zona Clarion-Clipperton, que se extiende desde la costa occidental de México a Hawái y que contiene depósitos de níquel, manganeso, cobre, zinc y cobalto. De Beers, la compañía surafricana que controla el negocio mundial de diamantes, ha invertido 157 millones de dólares en un sofisticado barco que va a explorar 6.000 kilómetros cuadrados del litoral de Namibia en busca de vetas de piedras preciosas.

Los minerales son solo uno de los tesoros que se encuentran en las zonas de penumbra a las que nunca llega la luz del sol. Los primeros oceanógrafos creían que la ausencia de luz y la presión hacían inviable la vida en esas profundidades. En los últimos años y décadas, sin embargo, el sonar, los vehículos tripulados y los drones submarinos han descubierto un mundo sumergido tan biodiverso y lleno de vida como cualquier otro ecosistema terrestre.

La zona mesopelágica

La zona fría, oscura y de altas presiones que los oceanógrafos llaman mesopelágica se extiende entre los 200 y los 1.000 metros de profundidad. Según diversas estimaciones, esa región podría albergar 10.000 millones de toneladas métricas de peces, moluscos –calamares gigantes, entre ellos–, crustáceos y otras especies marinas y de biomasa.

Científicos del Monterey Bay Aquarium Research Institute han descubierto cientos de nuevas especies en la zona. Una de ellas es la Chondrocladia lyra, una esponja carnívora que vive a 3.000 metros de profundidad. Otra de las fascinantes criaturas de la zona crepuscular es un pequeño pez bioluminiscente conocido como boca de erizo que podría ser el vertebrado más abundante del planeta cont.

Desgraciadamente, las mismas tecnologías que sirven para investigar los océanos sirven también para depredarlos. La riqueza ictiológica de la zona de penumbras, probablemente mayor que la de las demás zona marinas, está hoy al alcance de las grandes flotas pesqueras del mundo.

El año pasado Noruega concedió 47 licencias a barcos dotados de radares de precisión para localizar los cardúmenes de la zona mesopelágica y redes de arrastre para capturarlos a varios miles de metros de profundidad. Según The Economist, explotar solo el 1% de la biomasa de esas regiones duplicaría el volumen de captura de la pesca industrial mundial.

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Disparo de salida

La carrera acaba de empezar, espoleada por la contaminación, la sobrepesca y el cambio climático, que han reducido notablemente la productividad pesquera en las aguas menos profundas, lo que está empujando a un número mayor de países y empresas pesqueras a incursionar en los fondos marinos. Los océanos se enfrentan con ello a una amenaza inédita y potencialmente devastadora. El Antropoceno –la era geológica dominada por la actividad humana– podría alterar irreparablemente ecosistemas cuyo funcionamiento aún se desconoce.

El movimiento de la fauna marina entre las zonas oscuras y la superficie es permanente. Las especies ascienden a ras del mar para comer durante el día y se sumergen en las profundidades durante la noche para evadir a los depredadores. La alteración drástica de esa cadena alimenticia puede tener efectos imprevisibles para la fauna marina.

El krill, un pequeño crustáceo parecido al camarón que habita las aguas de la Antártida, es el principal alimento de pingüinos, ballenas y muchos tipos de peces por su alto valor proteico, que alcanza el 70% de su peso. Pese a su abundancia, sus poblaciones se están reduciendo aceleradamente por la sobrexplotación y el cambio climático, por lo que no sería extraño que sus poblaciones puedan correr la misma suerte que el bacalao de Terranova, hoy prácticamente desaparecido por la sobrepesca. El aceite de krill –un compuesto nutricio-farmacéutico de los llamados nutracéuticos– es una valiosa fuente de proteínas animales para piscifactorías industriales como la del salmón en Noruega y Chile. Pero si el krill sigue desapareciendo al ritmo actual, grandes especies marinas como las ballenas y los tiburones, cuya propia existencia da testimonio de la salud de los ecosistemas, se verán en peligro de extinción.

Cambio climático

La capacidad de los océanos para absorber gases de carbono de la atmósfera, un sistema natural clave para contrarrestar los efectos del cambio climático, también está amenazada. Desde el comienzo de la era industrial, gracias entre otras cosas al proceso de fotosíntesis del fitoplancton y de las algas marinas, los océanos han absorbido de la atmósfera el 30% del exceso de dióxido de carbono generado por la actividad humana. Si se modifican los ecosistemas abisales, todo ese proceso podría alterarse, impidiendo a los océanos cumplir su función extractiva del carbono, acelerando con ello el calentamiento atmosférico.

En un artículo en el New York Times, el director de cine –y oceanógrafo aficionado– James Cameron sostiene que si se quiere evitar la depredación de los océanos, lo primero es tener una información precisa que permita a las organizaciones internacionales supervisar y regular una explotación racional y sostenible de sus recursos naturales.

El mayor desafío no es tecnológico sino que la comunidad internacional encuentre el modo de utilizar la tecnología para proteger los ecosistemas marinos amenazados por la sobrepesca y la contaminación.

Una iniciativa piloto en la Antártida financiada por la National Science Foundation de Estados Unidos ha desplegado, por ejemplo, un centenar de drones submarinos dotados con sensores capaces de medir los niveles de oxígeno, acidez y de nitratos de las aguas antárticas. Gracias a esa información, por primera vez se pueden registrar los cambios y variaciones de sus ecosistemas y hacerlos públicos en tiempo real.

Si se lograra reproducir ese esquema a escala planetaria, se podrían cuantificar los niveles regionales de emisiones de gases de carbono, lo que a su vez permitiría saber si los países cumplen con sus compromisos de reducción de emisiones en el marco del Acuerdo de París.

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