Seis años de guerra siria contada por Occidente

Natalia Sancha
 |  29 de marzo de 2017

Pocos conflictos han sido tan mediatizados como el de Siria. La violencia y la tragedia de una contienda que se enquista en su séptimo año ha bipolarizado a una opinión pública en la que ya no hay cabida para grises, obligada a proclamarse “pro” o “anti” Bachar el Asad. El surgimiento de Al Jazeera supuso una revolución en la cobertura de la invasión de Irak, balanceando la omnipresente lectura de los medios de comunicación de masa occidentales con las voces de las calles árabes. La legitimidad de la cadena catarí se cuestionó cuando llegó el turno de las primaveras árabes y se maquillaron aquellas que tenían lugar en países amigos como Bahréin.

La cobertura de la guerra siria se ha visto marcada, por un lado, por la revolución de las redes sociales que han precipitado la inmediatez en la difusión de informaciones, y, por otro, por la progresiva inclusión de activistas y ciudadanos sirios como principales fuentes. Una tendencia que culminó en 2014 tras los asesinatos de periodistas extranjeros a manos del autoproclamado Estado Islámico (EI) y los secuestros en zonas insurrectas, provocando la retirada casi completa de enviados especiales occidentales.

Hasta entonces, la mayoría de periodistas occidentales cubrían las zonas insurrectas acompañados por un fixer, generalmente activista o miembro de alguna milicia local, que hacía las veces de traductor y conseguía los permisos que decidirían qué zonas podrían visitar los reporteros. En zona gubernamental, han sido menos los periodistas que cubrimos los primeros años del conflicto. Por un lado, debido al menor interés mediático y, por otro, a la restricción, persistente hoy, en la concesión de visados a la prensa extranjera. En esta zona, los reporteros son acompañados de un funcionario del gobierno que, al igual que el fixer, hace las veces de traductor y obtiene los permisos para las zonas a las que podrán acceder con el consentimiento del ejército regular. Enmarcados tanto en zona rebelde como leal, los periodistas que han cubierto ambos lados simultáneamente representan una gota en la cobertura general del conflicto.

Desde entonces, activistas y ciudadanos sirios en zona insurrecta se han convertido progresivamente en las fuentes directas que nutren a los periodistas occidentales de los mainstream media. Y generalmente el más reducido número de activistas anglófonos con quienes la lengua en común agiliza las comunicaciones vía Skype, WhatsApp o Twitter.

La competición entre medios por ser los primeros en publicar las historias ha propiciado una carrera por la inmediatez, abandonando en el camino el rigor obligado del fact checking (comprobación de datos). En palabras de Patrick Cockburn, corresponsal del diario británico The Independent: “Muchos periodistas occidentales omiten precisar ante sus audiencias que los activistas que citan son fuentes parciales y, por tanto, con un interés intrínseco en la guerra. Pero hacerlo restaría legitimidad a sus reportajes”. El caso más saliente fue el del blog Una chica homosexual en Damasco. El diario de esta joven siria lesbiana protagonizó los titulares de los diarios más importantes. En junio de 2011 volvió a ocupar esos titulares, para revelar que durante meses se dio eco al personaje ficticio de Amina Abdalá, quien resultó ser Tom MacMaster, varón norteamericano en la cuarentena y heterosexual que escribía el blog desde Escocia.

 

 

La denuncia mediática de los crímenes cometidos contra los civiles según el bando acusado ha sido igualmente desequilibrada. El hambre como arma de guerra, los cercos, el uso de armas químicas y de civiles como escudos humanos o las torturas, violaciones y asesinatos se han documentado con precisión en el caso de aquellos cometidos por tropas regulares y efectivos afines. Sin embargo, la cobertura y denuncia de los crímenes cometidos por grupos insurrectos y yihadistas afines contra civiles ha sido cuanto menos deficiente. Es necesario que se señale la proporcional responsabilidad de cada bando en la muerte de civiles, pero igualmente necesario que se denuncie de manera absoluta y sin paliativos a todos los actores que han cometido abusos.

El cerco de la localidad de Madaya bajo soldados regulares y aliados ocupó la primera página de rotativos y telediarios sin por ello mencionar en un principio el resto de asedios en el país, varios de ellos por combatientes de la oposición armada. Igualmente, los medios han cumplido con su papel de denuncia en el caso de las torturas y el horror que se infringe en las cárceles gubernamentales. Pero han flaqueado a la hora de denunciar las torturas, violaciones, ejecuciones sumarias en las mazmorras insurrectas o los trabajos forzados que han llevado a la muerte a centenares de reos civiles obligados a cavar día y noche los túneles rebeldes.

Con los activistas convertidos en principales fuentes directas de información para los medios occidentales, se multiplicaron los programas de formación y entrega de equipos financiados por gobiernos, medios de comunicación y organizaciones europeas con el fin de perfilar una información afín a los cánones del formato de consumo occidental. Sus relatos, cruciales para explicar el conflicto, se han diseminado como informaciones de facto neutrales, sin necesidad de ser contrastadas. El Observatorio Sirio para los Derechos Humanos (OSDH y simpatizante de grupos rebeldes), los Cascos Blancos (rescatadores clave para los civiles en zona insurrecta y simpatizantes con los rebeldes) o Raqa está Siendo Masacrada en Silencio (que monitorea los abusos del régimen, EI y la coalición), por citar algunos, son varios ejemplos financiados por fondos europeos y sobre los que ha reposado principalmente la verdad en la cobertura occidental de la guerra siria. Avanzado el conflicto, sus páginas han ido incorporando denuncias contra grupos insurrectos tras erguirse inicialmente como altavoces de aquellos en zona insurrecta. Estos testimonios han eclipsado en los mainstream media a los de los activistas progubernamentales, cuyos argumentos han presentado en torpes formatos siendo sistemáticamente alineados con las campañas propagandísticas de los gobiernos sirio, ruso o iraní versus las de los saudíes o turcos.

A fuerza de querer aportar una visión de buenos y malos en el conflicto, hasta las infinitas imágenes de móviles han acabado por convertirse en pruebas irrefutables en la feroz guerra mediática y descalificadora que libran detractores y seguidores de El Asad, extranjeros y sirios, en las redes sociales. Aquí el vocabulario empleado ha sido clave a la hora de demonizar a unos para empatizar con otros.

Al problema de una cobertura dependiente de fuentes que, al no ser neutrales, son parte integrante del conflicto, se suma también la necesidad imperiosa de cuantificar una guerra sobre la que no existen datos contrastados. El OSDH, liderado por un conocido opositor de Damasco que asegura disponer de 220 informadores en todo el territorio sirio, se ha convertido en la principal referencia y contador oficial de la muerte en Siria para los medios occidentales. Y, sin embargo, los números que aporta el observatorio, sin esclarecer la metodología, son en muchas ocasiones descontextualizados de los totales para respaldar tal o cual argumento.

 


Desverdades, mitos y prejuicios

Algunas de las desverdades repetidas en los mainstream media chocan con los propios datos provistos por el OSDH en el que se basan esas informaciones. A modo de ejemplo, cabe mencionar las siguientes:

– El balance humano de la guerra son 321.358 muertos civiles. Según el Observatorio, el 30% de esta cifra son civiles. Responsabiliza al gobierno de Damasco del 81% de las muertes civiles, un 28% de ellos por bombardeos. Un 33% de la factura humana de la guerra son soldados y paramilitares afines al régimen sirio y un 16% de los caídos son combatientes insurrectos.

– El Ejército sirio es mayoritariamente chií y, por tanto, es un conflicto sectario. Las tropas regulares se nutren del servicio militar obligatorio, por lo que es en su mayoría suní, confesión que profesa el 70% de la población siria, seguido de un 12% alauí y un 10% cristiano. Sin embargo, los oficiales alauíes ocupan puestos clave en la jerarquía militar.

– El Ejército Libre Sirio es un actor principal en el bando rebelde. No existe a día de hoy un Ejército Libre Sirio unido y coordinado a nivel nacional y las facciones afiliadas han sido absorbidas por las principales fuerzas insurrectas de corte islamista/salafista.

Otras desverdades difundidas por activistas progubernamentales que se contradicen con la realidad en suelo gubernamental:

– Los terroristas iniciaron la guerra en 2011. Las manifestaciones populares que surgieron en marzo de 2011 se mantuvieron mayoritariamente pacíficas los primeros meses y el Ejército Libre Sirio anunció su creación tres meses después. La progresiva islamización y radicalización de los armados responde a la represión estatal inicial y, posteriormente, a la financiación llegada de las monarquías wahabíes del golfo Pérsico para armar y radicalizar a los grupos insurrectos.

– Todos los insurrectos son terroristas extranjeros. La gran mayoría de insurrectos y combatientes islamistas son sirios, algo que los propios generales del ejército regular confirman a pie de frente. Incluso en los grupos terroristas de Al Qaeda y EI, los expertos aseguran que no son mayoría.


 

La verdad como víctima

Como en toda guerra, en la de Siria, la verdad ha sido también una víctima. En esta contienda se ha fallado a la hora de matizar la fiabilidad de las fuentes y de las cifras. Igualmente se ha concedido mayor espacio a los testimonios de armados y civiles en zona insurrecta. Se ha humanizado más el dolor de estos últimos y se ha hecho mayor eco de su postura en el conflicto, así como de los perfiles de los combatientes insurrectos. A los civiles que habitan la zona gubernamental, que representan el 70% de la población total, y a los uniformados regulares se les presenta como un bloque homogéneo, desprovisto de caras e historias personales. Se ha escrito más sobre los refugiados que sobre los desplazados, y menos aún sobre los que nunca tuvieron recursos para huir de las zonas de combate. Y se ha obviado el obligado ejercicio de contextualizar para constantemente reenfocar un conflicto altamente dinámico y cambiante. La contienda siria se ha convertido en una matrioska que encapsula múltiples guerras de corte local, nacional, regional e internacional con alianzas cambiantes.

La cobertura de la campaña presidencial en Estados Unidos ha puesto de manifiesto el desfase existente entre una voluntad mediática de lo deseable y la realidad ciudadana a pie de urna. Un duro golpe a los medios de comunicación en su labor de barómetro del pulso social y fiel transmisor de este. Tal vez el mayor fallo cometido por los medios de comunicación occidentales en la cobertura de la contienda siria haya sido tratar de simplificar el conflicto reduciéndolo a dos bandos, rebeldes y leales, a lado y lado de una línea llamada El Asad. Con ello se ha obviado el que debería ser el objetivo prioritario y transversal: los civiles. Estos han quedado a su vez divididos entre bandos, sujetos a una representación mediática desigual.

Se ha cumplido con el papel de denuncia de los crímenes cometidos por un bando, pero se ha fallado a la hora de hacer el mismo trabajo con el resto de actores. Y con ello se han aguado las responsabilidades de estos actores en la contienda. Este desequilibrio y polarización a la hora de denunciar tanto los abusos sufridos como las posturas de los civiles en la contienda en función del territorio que habitan corre el riesgo de imponer una jerarquización entre ellos, según la cual los civiles que habitan en zona insurrecta serían las víctimas legítimas y los que lo hacen en zonas bajo control gubernamental, aunque más numerosos, serían víctimas de segunda y, por ende, menos merecedores de la empatía de la opinión pública mundial.

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