Merkel llega en coche a una reunión de la CDU en su sede de Berlín para analizar los resultados de las elecciones de Turingia (28/10/2019). TOBIAS SCHWARZ/AFP/GETTY

Turingia, Europa

Diego Íñiguez
 |  12 de febrero de 2020

Si Angela Merkel no lo remedia (y es dudoso que ya pueda) o la mayoría de su partido no despierte de la perplejidad, el embrollo que llevó a la presidencia de Turingia al liberal Thomas Kemmerich con el apoyo de la ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) puede tener consecuencias graves para la democracia en Alemania y en el conjunto de la Unión Europea. Las consecuencias son las que tiene calibrar erróneamente el peligro que suponen los nuevos partidos ultraderechistas –la nueva encarnación del fascismo eterno– para las instituciones y para la calidad de la cultura democrática de los países europeos.

Elegido el 5 de febrero con los votos de su partido, el liberal FDP, la Unión Cristianodemócrata (CDU) y la AfD, Kemmerich anunció el 8 su dimisión y la convocatoria de nuevas elecciones. El anuncio se hizo tras el escándalo público y la reacción de los partidos nacionales, que declararon “intolerable” una elección por una mayoría solo posible con los votos de la AfD. La reacción de Kemmerich no fue instantánea: aceptó la felicitación del dirigente regional de la AfD, de su sector más duro y filonazi; obtuvo el respaldo de algún cargo público democristiano que también perdió la cabeza y luego el puesto; y trató de ganar tiempo y de mantenerse en el cargo.

No se ha aclarado todavía si la elección fue solo el resultado de la astucia parlamentaria de los ultraderechistas o de un acuerdo tácito o expreso de dos partidos “burgueses” (la CDU y el FDP) para evitar que siguiera gobernando la coalición del Partido Socialdemócrata (SPD), Los Verdes y La Izquierda, presidida desde 2014 por el dirigente regional de este partido, Bodo Ramelow.

El SPD y Los Verdes gobiernan en varios Länder del Este y en la capital, Berlín, en coalición con La Izquierda, en una gradual aceptación de un partido con mucho peso en la antigua Alemania del Este y sin el que ya no caben coaliciones de izquierda en un sistema de partidos cada vez más poblado y complejo. Ramelow ha sido el primer ministro-presidente de La Izquierda en un Land alemán. Educado en la Alemania del Oeste y establecido en Turingia, de formación sindical, Ramolow fue miembro de la ejecutiva del PDS –el sucesor directo del SED, el partido comunista de la RDA– y uno de los negociadores para la creación de La Izquierda. Se ha criticado su equidistancia al valorar la RDA –que no fue exactamente un buen vecino para la Alemania Federal, sino una mezcla de enemigo existencial y hermano pobre– y su pasado dictatorial, admirablemente retratado en La vida de los otros. Fue vigilado por la Oficina de Protección de la Constitución por sus vínculos con el KPD, un partido comunista de la RFA prohibido por el Tribunal Constitucional. Pero años más tarde, este mismo órgano declaró ilícita esa observación cuando el luego presidente de Turingia era ya diputado, primero regional y después federal.

La explicación menos negativa del episodio es la reticencia de buena parte de la CDU y de los liberales a esa gradual incorporación de La Izquierda a coaliciones de gobierno. La más dañina sería que se acabara descubriendo que hubo un acuerdo tácito o expreso para aceptar los votos de la AfD. La más probable: que esta ha actuado con gran inteligencia táctica, de la que han carecido por completo sus (quizá involuntarios) socios, presentado a su candidato para tranquilizar a los “partidos burgueses” y haciendo estallar las contradicciones de estos votando en la tercera vuelta por el candidato liberal.

Las consecuencias han sido terribles para la CDU: la mala gestión de la crisis ha sido la puntilla para su debilitada presidenta y candidata a suceder a Merkel, Annegret Kramp-Karrenbauer (conocida por sus siglas, AKK), que ha anunciado su retirada. “La debacle de Erfurt”, escribe un analista del diario TAZ, y la “diabólica astucia” con que AfD ha reconocido las debilidades de la CDU y el FDP –“la arrogancia, el afán de poder y la estupidez”– prestando así un servicio a la república. Un servicio, cabe pensar, muy bien disimulado.

La reacción de Merkel ha demostrado que aún tiene reflejos y los límites claros: la elección de Kemmerich con los votos de la ultraderecha ha roto con la “profunda convicción” suya y de la CDU de que “no se deben ganar mayorías con el apoyo de la AfD”. Ha sido un error “imperdonable”, porque en el contexto de la tercera vuelta el desenlace “era previsible”. “El resultado”, sentenció de inmediato, “debe ser revertido”.

Tras la reacción de los medios de comunicación y una parte de la opinión pública, además de una declaración rotunda de los partidos de la gran coalición nacional –la CDU y el SPD–, Kemmerich tuvo que anunciar su renuncia y la convocatoria de nuevas elecciones. Las direcciones nacionales de la CDU y el SPD no han querido hacer sangre con el FDP y han alabado su reacción. Pero las consecuencias del episodio no acabarán con las nuevas elecciones regionales. La repetición electoral no es una salida fácil, porque requiere el acuerdo de dos tercios de los diputados, y probablemente tampoco sea una buena salida, porque lo previsible es que suban la AfD y La Izquierda y bajen los partidos clásicos.

Muchos analistas se preguntan si ha habido en el episodio una “mano amiga”. A la pregunta ¿quid prodest?, la respuesta casi unánime es: la derecha de la CDU, los Wertkonservativen (conservadores, de valores muy a la derecha de Merkel y su hasta ahora sucesora designada) y su candidato, Friedrich Merz, que perdió en sendas primarias ante cada una de ellas.

 

¿Ecos del pasado?

Hay democristianos del ala de Merkel a quienes la táctica de la AfD recuerda a la del estratega nazi, Joseph Goebbels: entrar en el Parlamento para armarse con el arsenal de la democracia y destruirla. “Si la democracia es tan tonta que nos hace diputados, nos da dietas y nos paga los viajes, allá ella”. No nos rompamos la cabeza, “no venimos como amigos, ni como neutrales”, sino como “el lobo que se mete en el rebaño”. Otros analistas consideran exagerada la comparación, porque ni la Alemania de 2020 es la de 1932, ni la AfD es el NSDAP, el partido nazi: no tiene su fuerza armada, ni su potencia, ni pretende establecer una dictadura fascista, sino un régimen autoritario de derechas como el húngaro, sostiene el historiador Michael Wildt, que considera que la opinión pública, los medios y la sociedad civil están alerta. “No hay que sobrevalorar ciertas continuidades con los años treinta”, sostiene Michael Brenner. Pero romper con el tabú de los acuerdos con la ultraderecha, empezando por el nivel regional, pone seriamente en peligro la democracia, advierten Daniel Ziblatt y Michael Koss. Y el comportamiento de los partidos liberal y democristiano ha sido poco tranquilizador ante una prueba sobre los límites de la estructura, la cultura y los valores de la democracia.

El río revuelto se ha llenado de pescadores del ala derecha: la AfD ha presentado dos demandas contra Merkel por “abusar de su cargo” en sus críticas a la elección de Kemmerich y por coacción contra este hasta el punto de obligarle a dimitir. El ministro-presidente de Baviera, Markus Söder, de la más conservadora Unión Socialcristiana (CSU), presiona para que se elija rápidamente al nuevo presidente y candidato de la CDU, quizá porque esa rapidez puede favorecer que el agraciado –todos los que se manejan son varones– pertenezca al ala derecha de la CDU: el dos veces derrotado Merz, el ministro de Sanidad, Jens Spahn, o el ministro-presidente de Renania del Norte, Armin Laschet. La derecha del partido se frota las manos. Sus oponentes, que querían modernizar el partido y se alinean con las posiciones sociales más avanzadas de Merkel, han quedado desmoralizados y ven el resultado con pesimismo.

El daño no es regional, ni solo alemán. La retirada de AKK puede acelerar la de Merkel. Si el nuevo presidente y candidato es del ala conservadora dificultará la formación de grandes coaliciones centradas y facilitará que el sistema político se desplace a uno de bloques derecha-izquierda. Los democristianos conservadores y los liberales son más cercanos al egoísmo nacional alemán y la peculiar austeridad de sus economistas ordoliberales, tan beneficiosa para la economía alemana como erosiva para el Sur de Europa y para la generosidad estratégica en que basa(ba) el proyecto europeo.

¿Puede evitarlo aún Merkel? Es muy difícil. Pero sería raro que no lo intente: está dispuesta a defender su legado –creía haberlo conseguido con la elección de AKK–, tiene un talento demostrado y, todavía, reflejos.

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