Editorial: Crítica
Fecha: 2013
Páginas: 728
Lugar: Barcelona

1914: la gran catástrofe

Max Hastings
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El  28 de junio de 1914, Gavrilo Princip asesina a Franz Ferdinand en Sarajevo. Muerto el heredero del trono austrohúngaro, estalla al mes la guerra entre su imperio y Serbia. Rusia se une en apoyo de su aliado eslavo. Berlín acude al rescate de Viena y declara la guerra a Petrogrado. París se la declara a Berlín para mantener su alianza con Rusia, y Londres hace lo mismo cuando Alemania viola la neutralidad belga para invadir Francia.

El resto es la historia de una catástrofe. Entre agosto de 1914 y noviembre de 1918, la Primera Guerra Mundial segó la vida de más de dieciséis millones de hombres y mujeres, abriendo fallas políticas, económicas, y sociales que no volverían a cerrarse. Las fronteras del mundo en  que vivimos son, en gran medida, fruto de esta experiencia. La partición de Europa en Estados nacionales y Oriente Medio en protectorados artificiales, la creación del Estado de Israel; incluso el triunfo del socialismo en la Rusia zarista y del nazismo en la Alemania de Weimar, fueron consecuencia de la Primera Guerra Mundial. Pero es la segunda la que, por resultar más brutal si cabe, continúa acaparando los focos cuando pensamos en el Siglo XX.

Tal vez esto cambie. En el 100 aniversario de la Gran Guerra, un alud de libros sobre el género está llegando a los estantes. Uno de los más recientes es 1914: El año de la catástrofe. El autor es Sir Max Hastings, reconocido historiador, editor, y periodista británico. Su libro se centra en el primer año de guerra, es decir, en los seis meses que transcurren entre el asesinato de Franz Ferdinand en Sarajevo y la primera Navidad en las trincheras. Las bajas al final de este periodo atestiguan la carnicería que se avecinaba: un millón de franceses, 800.000 alemanes, y 1.270.000 súbditos del Imperio Austrohúngaro. Rusia, que sufriría el mayor número de bajas en el transcurso de la guerra, perdió a más de 100.000 hombres tan solo en la batalla de Tannenberg.

Hastings avanza por una senda trillada. ¿Qué motivó un conflicto que, visto en retrospectiva, resultó tan inútil? ¿Quién debe cargar con la responsabilidad? ¿Por qué fracasó la joya del Estado Mayor alemán, el Plan Schlieffen, diseñado para evitar una guerra de dos frentes destruyendo el ejército francés a través de una gigantesca maniobra envolvente, y forzando así la rendición de Francia antes de que Rusia movilizase sus lentas pero gigantescas fuerzas? Barbara Tuchmann sostuvo en su popular libro, Los cañones de agosto, que la guerra comenzó de forma accidental, consecuencia de la rigidez de los planes de movilización alemanes y la torpeza de las clases dirigentes europeas. Fritz Fischer causó una enorme polémica en Alemania al postular que fue este país el principal responsable del estallido del conflicto. Niall Ferguson culpa principalmente a Sir Edward Grey, que dirigió la política exterior británica entre 1905 y 1916. Historiadores y teóricos militares de la altura de Liddell Hart han discutido extensamente sobre la viabilidad del Plan Schlieffen.

Ante semejante abundancia de explicaciones, Hastings no pretende ofrecer una interpretación alternativa. Se alinea con los historiadores que asignan la culpa a Alemania, llegando incluso a rechazar la idea de que “el conflicto de 1914-1918 perteneciera a un orden moral distinto al de 1939-1945.”

Una afirmación atrevida, pero equivocada. Porque no es cierto que el autoritarismo militarizado del Imperio alemán fuese comparable al nazismo. Y en su intento de achacar gran parte de la culpa a Alemania y al Imperio austrohúngaro, Hastings pasa por alto las miserias de la Triple Entente. Así, el lector descubrirá que Franz Ferdinand cazó en vida a “250.000 animales salvajes”; que el Káiser alemán era “un actor aficionado que se esfuerza por representar el papel de monarca de una obra histórica de Shakespeare” y «la atmósfera” en su corte era “extraordinariamente homoerótica.” Lo que no hallará son referencias a Rasputín u otras extravagancias de la corte de Nicolás II. Es más, Hastings presenta al zar –que en 1905 fue informado del hundimiento su flota en el Pacífico durante la guerra ruso-japonesa, y continuó jugando al tenis como si no hubiese ocurrido nada– como un verdadero hombre de Estado, al menos en comparación con Guillermo II.

Afortunadamente, los dirigentes de las potencias centrales no son los únicos que salen mal parados. Hastings no escatima en críticas al ejército serbio, que contribuyó pasivamente al asesinato de Franz Ferdinand. Critica la ambigua postura mantenida por Gran Bretaña frente a su participación en la guerra, y la incompetencia de los Estados Mayores de Austria-Hungría, Alemania, y Francia, cuya confianza ciega en las capacidades ofensivas de sus ejércitos resultó desastrosa. En 1914, Francia aún vestía a sus soldados con vistosos pantalones rojos y los indoctrinaba en las virtudes del élan vital: ganar batallas con cargas heróicas a campo abierto. Inventada la ametralladora, se trataba de una forma de suicidio colectivo.

El libro cuenta, además, con importantes puntos fuertes. Uno de ellos es la inclusión de los (a menudo marginados) frentes bélicos en Serbia y Galizia, donde los planes de un Estado Mayor austrohúngaro tan prepotente como inepto fueron desguazados por rusos y serbios.  Otro es la discusión de las matanzas de civiles cometidas por los austrohúngaros en el este y los alemanes en Bélgica y Francia: el recuento de las atrocidades destruye el mito de que la Primera Guerra Mundial fuese relativamente tolerable para la población civil. Y en último lugar, pero no por ello menos importante, el libro está escrito en una prosa amena que lo convierte en una lectura accesible. Sus tesis fundamentales –que las Potencias Centrales fueron culpables del estallido de la guerra, y que una victoria alemana hubiese condenado el futuro de la democracia en Europa– continuarán siendo objeto de debate, pero la contribución de Hastings es sólida e inteligente.