Autor: Michel Onfray
Editorial: Paidós
Fecha: 2018
Páginas: 492
Lugar: Barcelona

Ética para un Occidente ‘poscristiano’

Luis Esteban González Manrique
 | 

“La verdad es norma de sí misma y de lo falso, al modo como la luz se revela a sí misma y revela las tinieblas”.

Baruj Spinoza, Ética (1677)

 

Durante casi 600 años los frailes dominicos de Florencia habían habitado el convento de San Marcos, uno de los centros espirituales y culturales de la ciudad de Leonardo y los Medici, célebre por sus frescos de Fra Angelico y porque allí fue detenido Girolamo Savonarola el 9 de abril de 1498 para ser ejecutado pocos días después.

En septiembre, el superior de la orden en Italia cerró sus puertas. En el convento solo quedaban cuatro frailes ancianos. La orden fundada por Domingo de Guzmán en Toulouse en 1216, durante la cruzada albigense, es la última víctima de la sequía de vocaciones clericales en el catolicismo.

 

El crepúsculo de la Iglesia

Aunque a escala global la población católica ha duplicado su tamaño desde 1970, el número de clérigos es el mismo de entonces, según datos del Vaticano. Cuando Juan Pablo II visitó Irlanda en 1979, casi un millón de personas, la tercera parte de la población, asistió a la misa papal en el Phoenix Park de Dublín. En esos años el 90% de los irlandeses era practicante. El divorcio y los anticonceptivos estaban prohibidos y las leyes civiles consideraban la homosexualidad como un delito. La doctrina de la Iglesia era de enseñanza obligatoria en las escuelas públicas.

Este verano, pocos meses después de que un referéndum aprobara el aborto, el papa Francisco solo congregó en ese mismo parque a la décima parte de fieles. En 2015, Irlanda fue el primer país del mundo en aprobar el matrimonio homosexual en una consulta popular, lo que permitió al actual primer ministro, Leo Varadkar, casarse con su novio de toda la vida.

En su discurso de bienvenida al Papa, Varadkar denunció los “crímenes [pedofilia] de miembros del clero protegidos por la Iglesia a expensas de víctimas inocentes”. Francisco le escuchó contrito y pidió perdón.

En Polonia, la película más vista este año ha sido Kler (nombre despectivo de curas y monjas), la historia de tres sacerdotes y un obispo que se emborrachan, roban fondos de sus diócesis y encubren a pederastas, de los que ellos mismos fueron víctimas cuando niños en orfanatos católicos.

Durante la guerra fría, la Iglesia polaca fue la guardiana de valores –nacionales, culturales, morales…– alternativos al del régimen comunista. Hoy el apoyo de la jerarquía episcopal es vital para el gobierno ultraconservador que lidera desde las sombras Jaroslaw Kaczynski, que ha recompensado generosamente a los obispos por su respaldo político.

En España, la exhumación, aprobada por el Congreso, de los restos del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos y su probable traslado a la cripta de la catedral madrileña de la Almudena, ha resucitado los fantasmas del pasado cesaropapista del antiguo régimen. En abril de 1939, Pío XII proclamó urbi et orbi  que España había dado a “los prosélitos del ateísmo la prueba más excelente de que por encima de todo están los valores eternos de la religión”. El nacionalcatolicismo franquista concedió a la Iglesia inmunidad legal, exenciones fiscales y tranquilidad, pero en lugar de restaurar la “cristiandad”, el clericalismo del régimen agravó la “apostasía de las masas”.

Cuando Jacques Maritain, el filósofo católico cuya obra inspiró al concilio Vaticano II, advirtió a los clérigos filofascistas que su sola existencia contradecía las enseñanzas evangélicas, era ya demasiado tarde. Hoy en España la práctica religiosa es tan baja como en los demás países europeos.

No es casual. Hasta 1962 rigieron los dogmas del Concilio Vaticano I de 1870 que condenó el materialismo, el darwinismo, el ateísmo, el protestantismo, el panteísmo, el deísmo, el racionalismo, el comunismo, el laicismo y la masonería, es decir, todos los “ismos” asociados con la modernidad.

 

La deserción de la grey

La deserción de la grey católica se debe en gran parte a los escándalos de pedofilia atribuidos a miembros del clero. El Decamerón de Giovanni Bocaccio, una de las obras cumbre del Medioevo, ya hablaba de la doble moral sexual católica. Según el historiador Michael Mullet, Lutero acusó a León X, el papa Medici que enfrentó la Reforma protestante, de vetar la restricción del número de efebos que los cardenales tenían para sus placeres eróticos.

En 1761, Denis Diderot escribió La Religieuse, una novela basada libremente en la vida de su hermana Angelique, que fue forzada a entrar en un convento. El encierro la sumió en la angustia y la desesperación. Con apariencias de una novela erótica, era en realidad una obra moralista y una denuncia de la inútil virtud del celibato, de las pasiones reprimidas por el dogma católico y de la dureza de la vida femenina en sociedades patriarcales y misóginas.

Pero la creciente irreligiosidad en Occidente no solo es cosa del mundo católico. Aunque en EEUU el 70% dice creer en Dios, un reciente estudio del Barna Group, que investiga el papel de la religión en la vida pública, mostró que el 75% de los creyentes o practicantes ha dejado de mantener conversaciones de naturaleza espiritual o religiosa.

Una búsqueda del corpus digital del Google Ngram –que recoge textos de millones de libros, diarios, paginas webs y discursos publicados entre 1500 y 2008–, muestra, por la frecuencia del uso de ciertos términos, que el empleo de palabras religiosas vienen cayendo de modo sostenido en el mundo anglosajón desde principios del siglo XX. No es extraño. A la mayoría de la gente le disgusta lo mucho que esas palabras han perdido sentido por el uso y el abuso.

 

El trono y el altar

En la Edad Media Tomás de Aquino sostuvo que la Iglesia era el sol y la Corona la luna. Así, el poder temporal refleja la luz del poder espiritual, fuente de toda energía política. El problema es que el control estatal de las estructuras eclesiásticas conduce a la teocracia, inviable en las sociedades occidentales.

Según Ralph Burhoe, director del Zygon Journal of Science and Religion, la ciencia moderna ha hecho insostenibles los antiguos mitos religiosos, que solo se podrían regenerar en términos modernos creíbles.

Este cambio ontológico en la weltanschaung occidental es el asunto medular de Decadencia: Vida y muerte de Occidente, el segundo tomo de la trilogía Breve enciclopedia del mundo en la que Michel Onfray explica su filosofía de la historia tras exponer en Cosmos su filosofía de la naturaleza. En la tercera entrega, Sabiduría, formulará una filosofía práctica.

Onfray parte de una idea categórica: la potencia de una civilización se mide por la potencia de la religión que la legitima. Cuando una religión está en fase ascendente, la civilización participa de su apogeo, pero cuando decae, la acompaña en su ocaso. Y cuando la muere, fallece con ella. Así como generó ruinas, la Iglesia ha terminado siendo una de ellas, como Stonehenge, Carnac o Palmira.

 

Una secta exitosa

Según Onfray, una religión es solo una secta que ha tenido éxito. Y según él las ideas de la secta mesiánica judía fundada a partir de las enseñanzas y la vida de un Rab (maestro de la ley) galileo en la época de la dinastía Julio-Claudia y del segundo Templo judío son hoy insostenibles.

Reconvertida en una religión de Estado por Constantino, el cristianismo hizo de los textos bíblicos la fuente insuperable de toda ontología, ciencia, filosofía, historia, política , astronomía, geología y moral. El problema para Onfray es que todo esa estructura ideológica se construyó sobre la vida de un hombre, que cree que ni siquiera existió, hecha de alegorías, fábulas y mitos reciclados de ficciones místicas y milenaristas orientales, ritos paganos e ideas gnósticas y neoplatónicas.

Esculpido por siglos de teología escolástica, el ascetismo cristiano invita a vivir sin todo lo que hace corporal la vida humana porque está basado en el culto de un cuerpo incorpóreo. En el siglo IX, Juan Escoto Erígena sostuvo que en la resurrección el sexo sería abolido porque la naturaleza humana se reunificaría –en forma masculina– como si nunca hubiera pecado. Según su interpretación del Génesis, Adán era la verdadera imagen de Dios y Eva solo una pálida imitación y la culpable de que el hombre perdiera la inmortalidad y su dominio sobre la naturaleza: la caída.

 

El Jesús histórico

Las investigaciones del llamado “Jesús histórico” solo han conducido a un puñado de certezas. Alrededor del año 5, nació un niño judío en la aldea galilea de Nazareth, que se encontraba a escasa distancia de Seforis, una próspera villa romana de lengua griega de unos 40.000 habitantes que contaba con una acrópolis, un banco y una actividad comercial importante con toda la ecúmene mediterránea.

En las enseñanzas de Jesús se encuentran rasgos de las principales corrientes de pensamiento judío de la época, sobre todo esenias y de la escuela farisea del Rab Hillel. Era un tsadik, un justo, que no predicaba guerras ni conquistas sino arrepentimiento y buenas obras.

En una época en la que se ungían mesías con insistente regularidad, los saduceos (sacerdotes del Templo) y los fariseos, antecesores de los rabinos, le consideraron un transgresor de la halajá (la ley judía), por lo que terminaron denunciándolo ante las autoridades romanas. Para un brutal pretor de Judea como Pilatos, cualquier judío que se considerara mesías o rey era un traidor del imperio, un crimen para el que la Lex juliana solo conocía un castigo: la muerte.

Según Joseph Klausner (Valkininkai, Lituania 1874-Jerusalén, 1958), director de la Encyclopedia Hebraica y tío abuelo del escritor israelí Amos Oz, Jesús murió como un judío devoto, lo que descarta que se considerara de naturaleza divina.

En su libro Jesús de Nazaret (1946), el primer ensayo importante escrito por un erudito judío moderno sobre su figura, Klausner sostiene que todo lo demás son leyendas provenientes de siglos posteriores, cuando gran cantidad de gentiles habían abrazado un cristianismo ya helenizado.

Pablo de Tarso vio con claridad que el futuro de la nueva religión dependía de ellos y no de los judíos, que permanecieron inmutables en su incredulidad. A medida que pasó el tiempo, su imagen espiritual fue cada vez más y más exaltada hasta que, finalmente, alcanzó la medida de lo divino.

 

El Sol Invictus

En su libro Constantine the emperor (2013), David Potter escribe que en una carta al obispo de Arles, el sucesor de Diocleciano le aseguró que el Sol Invictus, del que él era sumo sacerdote, era también el dios de los cristianos y el dios de la creación y también el de las batallas y del Estado.

Según Onfray, Constantino fue un pagano hasta que comprendió que convertirse en cristiano tenía un interés político: con ello terminaban las persecuciones de los cristianos, que podrían convertirse en ciudadanos plenos. Para un político práctico como él, las divisiones eclesiales por especulaciones metafísicas eran absurdas, por lo que impuso al concilio de Nicea su propia versión del nuevo credo ortodoxo, redactado probablemente por Hermógenes, un monje capadocio. Ese texto contiene las palabras más conocidas atribuidas a un emperador romano: el credo niceno.

Hasta entonces, los obispos no habían creído necesario un credo universal, pero sí lo era para un administrador imperial que conocía la utilidad de un código normativo y de una teología política que sostenía que “todo poder viene de Dios”. El Derecho es en ese sentido lo que está en conformidad con la voluntad divina. Y puesto que Dios y el rey son el padre y sus súbditos son sus hijos, toda rebelión o repudio de la sujeción es inaceptable.

Según Potter, el credo niceno no emergió de un proceso de debates teológicos sino de una decisión legislativa y política del emperador. Onfray sostiene que el cristianismo es por ello una transfiguración del antiguo culto romano al Sol Invictus tras su asimilación de creencias, símbolos y rituales semíticos , lo que creó una religión híbrida a la que Roma imprimió organización racional y grandeur imperial.

Constantino regaló a los obispos de Roma el palacio Laterano, que pertenecía a su mujer, como residencia, y construyó basílicas imperiales lujosamente ornamentadas con mosaicos y objetos litúrgicos de oro.  Fiestas paganas que celebraban solsticios y equinoccios y el movimiento de los planetas por el cielo, se convirtieron en la Navidad, la epifanía, la pascua, la resurrección… El domingo, dies solis, se transformó en el dies Domine por orden de Constantino el 3 de julio de 321.

En la teología patrística Cristo mismo es el sol: Sol justiciae. Los obispos de Roma se proclamaron Pontifex maximus, uno de los títulos de los emperadores. La loba fue devorada por el cordero.

En Sacred trust: the medieval church as an economic firm, Robert Tollison y Robert Ekelun sostienen que hacia el siglo XV la Iglesia controlaba el 40% de las tierras agrícolas más ricas de Europa.

Al final, el abuso de sus poderes hizo perder a Roma Europa del norte, que al desembarazarse de la teocracia papista hizo de la política un asunto sujeto a reglas de juego terrenales.

 

Epicureismo trascendental

Para Onfray, la alternativa a la superstición no es la religión new age, el ecologismo neopagano y panteísta o las espiritualidades neochamánicas, sino el regreso de Occidente a sus raíces estoicas. Como Diderot y D’Holbach antes que él, Onfray reivindica al poeta epicúreo Lucrecio (Titus Lucretius Carus, que vivió en Italia en la primera mitad del siglo I), que formuló una cosmología materialista y una ética sin supuestos sobrenaturales que aspira a la ataraxia y la serenidad como ideales de vida.

En su poema Rerum natura, Lucrecio elogió a Epicuro por liberar a los hombres de las cadenas de la religión. El epicureísmo trascendental de Onfray consiste, por ello, en una ética puramente utilitaria. “No era, fui, no soy, no tiene importancia”, rezaba un epitafio estoico: Nil igitur mors est ad nos, concluía Lucrecio.

Si esa ética será suficiente para insuflar nueva vida espiritual y un sistema moral coherente a la exhausta civilización de Occidente ante un islam en plena forma demográfica y unos europeos entregados al individualismo consumista, Onfray lo deja en el aire: “La nada es un destino cierto”, concluye.