Autor: Hillary Rodham Clinton
Editorial: Simon and Schuster
Fecha: 2014
Páginas: 656

Hard Choices

Jorge Tamames
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Hillary Rodham Clinton ha escrito una autobiografía. Otra. La primera, Living History, la escribió –o, mejor dicho, la escribió su equipo– en 2003, recién elegida senadora por Nueva York. La segunda, Hard Choices, ha salido al año de terminar su mandato como secretaria de Estado americana (2009-13). El libro está escrito con la Casa Blanca en el punto de mira. Y esta vez la mujer de Bill Clinton no será Primera Dama, sino la inquilina principal. Las encuestas pronostican otra victoria demócrata en las elecciones presidenciales de 2016; Clinton, animal político consumado, ya se ha posicionando para arrasar en las primarias demócratas. ¿Adónde vas, Hillary? Al poder.

Clinton ha demostrado que su ambición es comparable con su energía durante sus cuatro años al frente del departamento de Estado. Entre 2009 y 2013 se convirtió en un torrente de hiperactividad, visitando 112 países y recorriendo 1,5 millones de kilómetros. El libro se centra en este periodo. El principal mérito de su gestión durante este tiempo, dicho sea con claridad, es negativo: ha demostrado no ser George W. Bush. Y eso a pesar de mantener un perfil intervencionista en política exterior. El apoyo de Clinton al aumento de tropas en Afganistán y la intervención de la OTAN en Libia, así como su intento de armar a los rebeldes en Siria  la colocaron, una vez tras otra, en el ala derecha de la administración de Barack Obama. Pero el mandato de Clinton pasará a la historia como un periodo de sobriedad tras la prepotencia neocon. Es una diferencia importante.

Y, sin embargo, sus proyectos principales no han tenido trascendencia. El famoso “pivote” de EE UU a Asia –concretamente al Pacífico oriental, con el fin de contener a China– ha quedado aguado durante el mandato de John Kerry. El sucesor de Clinton está volcado en Oriente Próximo, el norte de África y, recientemente, la crisis de Ucrania. En este último caso, tampoco parece que el intento de Clinton de “resetear” las relaciones entre Moscú y Washington diese sus frutos. En el botón de la famosa foto que se hizo con Serguéi Lavrov, ministro de Exteriores ruso, resultó no poner “reinicio”, sino “sobrecarga”. ¿Lapsus linguae o premonición? Lo que está claro es que, como secretaria de Estado, Clinton será recordada por haber evitado grandes desaguisados antes que por defender encarecidamente una agenda específica.

Ocurre lo mismo con el libro. Hard Choices está demasiado pulido, demasiado preparado para allanar su camino a la Casa Blanca como para contener opiniones originales. Y eso que empieza anunciando la importancia del smart power, idea fuerza de Clinton en materia de política exterior. El «poder listo” se distingue por combinar, en grados diferentes y según las circunstancias lo requieran, diplomacia, cooperación al desarrollo y acciones militares puntuales.

¿Qué significa todo esto? Nada. Ante cualquier concepto nuevo es aconsejable invertir sus términos, para comprobar si se trata de una idea relevante o una perogrullada. Hablamos de guerra fría porque existen guerras “calientes”. De guerras limitadas, porque existe la guerra total. Del “poder duro” de los ejércitos frente al “poder blando” de la cultura y los valores comunes. Este reseñista, sin embargo, no ha oído hablar de líderes que se enorgullezcan de emplear “poder tonto”. Conceptualmente, smart power brilla por su vacuidad.

A lo largo de Hard Choices, el lector será sometido a un relato de los retos a los que se enfrenta Washington. La exposición  es minuciosa, pero también constituye un ejercico de memoria selectiva considerable. Clinton proclama las maravillas de Aung San Suu Kyi, pero menciona una sola vez, y de pasada, el genocidio del pueblo rohingya, respecto al cual la activista birmana guarda un poco ejemplar silencio. Enumera las miserias de Hugo Chávez y las maravillas de Álvaro Uribe, pero se olvida del golpe de Estado que Washington apoyó en Venezuela, y las violaciones de Derechos Humanos que ensombrecieron el mandato del presidente colombiano. Recuerda con emoción a Boris Yeltsin, subido a un tanque, deteniendo el golpe de Estado ruso de 1991. Lo que no recuerda es a Yeltsin ordenando a esos mismos tanques bombardear el parlamento ruso dos años después. Y así sucesivamente, a lo largo de 656 páginas.

Las confesiones de rigor tampoco resultan convincentes. Con once años de retraso, Clinton pide perdón por apoyar la invasión de Irak. Se equivocó, pese a que “era la mejor decisión que podía tomar con la información de la que disponía”. Ya se ha demostrado que disponía de información que hizo cambiar de opinión a algunos de sus compañeros en el Senado, y que optó por no consultarla, por lo que sobran condicionantes a su disculpa. En cuanto al capítulo sobre el atentado terrorista en Bengasi, por el que los republicanos aún reclaman su cabeza, poco hay que decir. Se trata de un incidente menor, politizado por una oposición que no sabe a qué recurrir con tal de generar crispación.

Uno de los atractivos de Hard Choices consiste en los retratos que traza Clinton de  líderes internacionales con los que ha tenido que lidiar. Clinton ha tejido una red de contactos con líderes internacionales que la convierten en la candidata con más bagaje en política exterior de cara a 2016. Otra cuestión es si este perfil tiene tirón electoral, en un momento en que la opinión pública americana exige más atención a la política doméstica y menos cruzadas para desfacer entuertos en el extranjero.

Otro aspecto destacable del libro es su intento de establecer distancia entre Obama y Clinton, pero al mismo reivindicar la gestión del actual presidente. Aunque la relación con el presidente es positiva, en ocasiones –como cuando la Casa Blanca ningunea al enviado especial en Afganistán y Pakistán, el difunto Richard Holbrooke– la secretaria de Estado se frustra con el entorno de su jefe. Por desgracia estos destellos se ahogan en una lectura sosa, autocomplaciente y prescindible.