Editorial: Granta
Fecha: 2014
Páginas: 464
Lugar: Londres

La intifada francesa: la larga guerra entre Francia y sus árabes

Andrew Hussey
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Cuando Argelia se clasificó para la segunda fase del Mundial de Fútbol empatando contra Rusia, la prensa argelina celebró la clasificación de su equipo como la mayor victoria de todos los tiempos. En Francia, las grandes celebraciones estuvieron acompañadas por los petardos y las banderas argelinas de rigor, y seguidas por enfrentamientos entre grupos de supuestos seguidores y la policía. No se produjo ningún incidente grave, pero eso no impidió que grupos de extrema derecha, como el Bloc Identitaire, pusiesen en marcha una campaña de intoxicación basada sistemáticamente en la manipulación de imágenes y en falsos rumores. Los partidarios de esta campaña afirmaban que en el suburbio lionés de La Duchère habían prendido fuego a una iglesia y que un edificio del distrito parisino del Barbès estaba festoneado de banderas argelinas. No se había quemado ninguna iglesia y el edificio resultó estar en Argel.

El Frente Nacional de extrema derecha, que había alcanzado sus mejores resultados en las elecciones europeas del mes anterior, no tuvo problemas en entrar en la polémica, y su líder, Marine Le Pen, pidió que a los argelinos con doble nacionalidad se les privase de la ciudadanía francesa. Temiendo mayor violencia tras el partido entre Argelia y Alemania del 30 de junio, el ministerio del Interior desplegó 25.000 policías en las calles de las principales ciudades y el alcalde de Niza prohibió el “despliegue ostentoso” de banderas extranjeras (es decir, argelinas). Argelia vivió una derrota honrosa y las calles de Francia permanecieron tranquilas.

La victoria de Argelia contra Corea del Sur y el empate con Rusia reveló el durmiente petainismo que caracteriza a parte de la derecha francesa. Arthur Asseraf explica que muchos intelectuales y analistas franceses solo abordan el tema de las colonias francesas (principalmente de Argelia, en realidad) como una caja negra para resolver los problemas de la historia francesa. “Y eso es peligroso, porque Argelia deja de ser un lugar real, con personas que viven, respiran, albergan esperanzas, sueñan y mueren, para convertirse en un mero problema o concepto de la historia francesa. Al contemplar el tema a través del prisma del interés por Francia, este tipo de intelectuales tiende a exceptuar la historia colonial y poscolonial de Francia, sin conectarla con los acontecimientos del resto del mundo” (Arthur Asseraf, The Black Box of French History, Jadaliyya, 29 de mayo de 2014). La victoria del equipo francés en el Mundial de Fútbol de 1998 permitió a Francia soñar, durante unos pocos meses, con la France Black, Blanc, Beur, un país que había integrado a sus muchos inmigrantes norteafricanos y del resto de África.

Tras el 11-S y las violentas revueltas que tuvieron lugar en Francia en el otoño de 2005, el estado de ánimo cambió y la derecha francesa se dio al regodeo. Más recientemente, muchos medios franceses han caído en una orgía de autoflagelación, en la que semanarios como Le Point denuncian la decadencia y el hundimiento del país. Comentaristas de radio como Eric Zemmour felicitan al seleccionador francés, Didier Deschamps por haber restablecido “el rigor, el orden y el esfuerzo en el trabajo… valores tradicionales de la sociedad campesina francesa”, olvidando que muchos de los jugadores franceses son inmigrantes de África. El filósofo Alain Finkielkraut acusa a los suburbios delictivos en los que crecieron estos jugadores de estar destruyendo el espíritu de la ciudad. El inmigrante no asimilado (en 1939 habría sido el judío) es el perfecto envoltorio para dichos sentimientos. Argelia, debido a sus estrechos vínculos con Francia desde que fuera conquistada en 1830, y colonizada hasta 1962, se ha convertido en la inevitable “caja negra de la historia francesa”.

Asseraf señala con acierto que el surgimiento del islam como “uno de los múltiples lenguajes de protesta en el mundo occidental no se limita a Francia. Se deriva del pasado colonial de Europa, pero también de tendencias globales contemporáneas” y ofrece un sutil análisis del contexto psicológico e histórico de las relaciones de Francia con sus antiguos súbditos, millones de los cuales se han convertido ahora en sus ciudadanos. No podría haber mayor contraste con el análisis que Andrew Hussey hace del mismo tema, plagado de errores de hecho sobre la historia africana moderna y de muy poca utilidad para cualquiera que intente entender la compleja superposición de tramas y subtramas que caracteriza, en especial, el modo en que Francia y Argelia se relacionan con la naturaleza compleja, y a menudo violenta, de la relación que han mantenido desde que Francia conquistó Argelia, en 1830 (Andrew Hussey, The French Intifada: the long war between France and its Arabs, Granta, 2014). El autor nos dice que los musulmanes franceses están “en guerra con Francia”. ¿Cómo puede saber lo que piensan los ocho millones de musulmanes que viven en Francia, un conjunto extraordinariamente variado en el aspecto social y en cuanto a país de origen? En ningún lado menciona a los imazghen (bereberes), que son norteafricanos pero no árabes. Parece pensar que la mayoría de los norteafricanos residentes en Francia y en el Magreb son antisemitas, algo sencillamente falso. Reúne muchos fantasmas –el colonialismo, la guerra de Argelia, Palestina, el islam– y no parece saber qué pensar de ellos, excepto que de algún modo los árabes están implicados en una “insurrección mundial” vagamente esbozada. Afirma que los seguidores del equipo argelino gritaban “yaya yezair” (en lugar de tahya al-yazair, viva Argelia). Me pregunto si realmente le importa lo que dicen en un idioma que él no entiende.

Lo que ocurre en Francia no es específico de ese país ni forma parte de una “cuarta guerra mundial”. Quizá Francia, le dice al lector, no necesite “un psiquiatra, sino un exorcista” para espantar al fantasma de Argelia. Que, para empezar, recurra a un análisis sobrenatural no sorprende en exceso. La tergiversación que hace de la historia norteafricana contemporánea es pasmosa. Insinuar que los tunecinos derrocaron a Ben Ali como forma de volver a Francia es absurdo y trágicamente reduccionista. Cuando el autor saca conclusiones tajantes de la conversación con un marroquí en un bar de Tánger y con un taxista en Argel, sería perdonable que el lector pensara que los norteafricanos no son agentes de su propia historia. Algunas afirmaciones son sencillamente absurdas, como cuando nos dice que Argel se paraliza de noche, a diferencia de cualquier otra ciudad mediterránea, excepto Gaza. No es el único, y Francia tiene los intelectuales que se merece: figuras imponentes como Camus, Simone de Beauvoir y Claude Levi Strauss han sido sustituidos por otras raquíticas.

Ninguno de los que parecen temer una invasión de Francia por sus súbditos coloniales, entre ellos los argelinos, se preocupa por recordarle a su público que en los banlieues, o suburbios, humildes, viven millones de portugueses y franceses empobrecidos; que millones de jóvenes de origen norteafricano y del África negra están casados con hombres y mujeres cuyas familias llevan generaciones siendo francesas; que millones de ellos han conseguido una buena educación y buenos trabajos; que las mezclas de hip hop argelinas y del África negra ocupan a menudo los primeros puestos en las listas de superventas, lo cual demuestra una riqueza cultural que estos señores menosprecian profundamente. Cuando intentan enmarcar todas las acciones de los norteafricanos como una insurrección violenta contra la civilización, se condenan a sí mismos y a sus oyentes a tergiversar los acontecimientos que están teniendo lugar en Francia. Manifiestan menosprecio por los hechos históricos, olvidando la rica vida compartida entre Francia y el norte de África. Creen que no puede haber cohabitación y perdón. Como todos sabemos, Carlos Martel frenó el avance de los ejércitos árabes en Poitiers en 732 d. C. y desde entonces la historia se ha congelado.

El fútbol les ha ofrecido a los hijos de los inmigrantes un medio para ascender socialmente. El equipo francés está compuesto cada vez más por muchachos de los banlieues. La Federación Argelina de Fútbol ha animado a los jugadores de origen argelino que viven y juegan en el extranjero a jugar para, por así decirlo, su madre patria en ocasiones excepcionales como el Mundial. Reconocer lo que la diáspora puede ofrecerle a Argelia es algo que debería extenderse a otros sectores profesionales de la vida argelina, principalmente en lo que concierne a los asuntos económicos y empresariales. Sería ingenuo pensar que el fútbol y la política pueden mantenerse apartados en un mundo de identidades múltiples. El fútbol, en especial durante el Mundial, puede presentarse como una metáfora pueril de la guerra, pero millones de espectadores de ambos lados del Mediterráneo disfrutan del espectáculo que proporciona, olvidando la insinuación absurda de que conforma el telón de fondo de una eterna intifada contra la belle France.

Por Francis Ghilès, investigador senior del Cidob. Esta reseña aparece en Afkar/Ideas 43, otoño 2014.