Autor: Geraldine Schwarz
Editorial: Tusquets Editores
Fecha: 2019
Páginas: 400
Lugar: Barcelona

Recuerdos verdaderos

Recaredo Veredas
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Geraldine Schwarz posee dones poco frecuentes. Algunos son ajenos a su voluntad, como su origen franco-alemán, que le sitúa en una posición privilegiada para analizar la compleja relación entre sus dos países. Otros provienen del cultivo de su talento, como su habilidad para la narrativa y el periodismo de largo recorrido.

Los amnésicos, premio al Libro Europeo 2018, también evidencia su capacidad para tomar decisiones y mantenerlas. No es fácil vincular un recorrido histórico sobre las consecuencias, complicidades y memorias del nazismo tanto en Alemania como en los países vecinos y la memoria personal de la autora sobre sí misma y su familia. Si tal mezcla no se integra al cien por cien en la autoficción, cultivada con notable éxito por autores como Emmanuel Carrére o Javier Cercas, es porque la autora solo habla de sí misma en referencia a la memoria de la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias. Apenas conocemos vicisitudes de su vida ajenas al tema central. En cualquier caso, Los amnésicos podría haberse publicado en una colección de narrativa.

Durante la primera parte, el personaje que late tras la voz narradora no aparece salvo como relator de lo ajeno. Mientras tanto, el lector conoce a los abuelos de la protagonista y su posición tanto en la sociedad alemana como en el nuevo régimen. Gracias a tal decisión consigue el alejamiento emocional que conviene al propósito: selecciona datos y adjudica responsabilidades con pasmosa objetividad, estableciendo un mapa diáfano, iluminando un escenario sobradamente conocido pero lleno de olvidos más o menos convenientes y más o menos cambiables. El lector, por tanto, sabe que la opinión proviene de una primera persona, pero la asepsia y el apoyo en hechos incontestables aproximan a la narradora a la supuesta imparcialidad de la tercera.

El lector conoce pronto que los abuelos de Schwarz colaboraron con el régimen nazi y se beneficiaron de la compra de una empresa judía a precio de saldo. No fue una empresa cualquiera, sino aquella en la que se asentó la prosperidad de la familia. La posterior demanda de los propietarios originales, reclamando una indemnización por las condiciones abusivas de la operación, es una de las subtramas fundamentales y una de las heridas que impulsan la escritura del libro.

La autora se halla frente a un dilema moral: por un lado, sus abuelos no explotaron su posición de superioridad tanto como pudieron. Por otro, fueron cómplices del despojamiento. Tanto el abuelo como la abuela son personajes memorables por su mezcla de rigor calvinista, ella, y ventajismo, él, e inauguran con brío la dimensión narrativa del libro. Esta dimensión alcanza mucho mayor protagonismo en la segunda parte de la novela-ensayo, cuando la narradora-personaje se enfrenta a su propia época y a las repercusiones del tiempo histórico. No en vano, su padre formó parte del polémico equipo encargado de privatizar las empresas estatales de la difunta RDA, cuyo máximo directivo fue la última víctima de la Baader Meinhof.

Schwarz no solo pretende llenar los huecos de la memoria cohesionando lo olvidado –o más bien escondido– con el relato oficial, además se esfuerza en entender los motivos de las decisiones, aunque no en justificarlos. En ese doble propósito se encuentra uno de los méritos fundamentales de Los amnésicos: entender los múltiples vectores que conducen a una tragedia no implica justificar a los partícipes ni perdonarlos. Un ejemplo claro es la contraposición entre la obediencia debida que alegaban todos los acusados de deportar o matar a judíos y las consecuencias de una hipotética desobediencia, que en muy pocos casos, ni siquiera en lo más duro del nazismo, incluían la muerte.

Cada uno de los periodos o subperiodos tratados en la obra merecería un libro aparte, pero los recorridos que realiza –por ejemplo, sobre las causas del terrorismo de la Baader Meinhoff– son completos, contextualizados y holísticos (no contempla cada episodio como una sucesión de hechos aislados, sino que siempre están vinculados con el conjunto).

 

El chivo expiatorio

Los amnésicos supone la integración de actitudes y acciones cuya comprensión y asimilación es tan difícil que pueblos enteros han optado por el olvido. Lo postergado no es tanto la guerra o la llegada de Hitler al poder, sino la indiferencia –incluso el apoyo– de millones de alemanes al secuestro y asesinato de sus compatriotas judíos, precedido de una campaña de acoso, marginación y extorsión. Tal ciclo de omisión y olvido aterra, tanto por su contenido como porque el modelo –viene a decir la autora– sigue aplicándose a día de hoy con objetivos y víctimas distintos.

Se trata del conocido mecanismo del chivo expiatorio. Un problema complejo, como la crisis económica que asoló Alemania en los años previos a la llegada al poder de Hitler, requería una respuesta igual de compleja. Sin embargo, tan lenta salida no pudo satisfacer a un votante iracundo, que exigía el inmediato regreso a las condiciones vitales previas al problema. Se precisaba una salida simple, una respuesta inmediata, que aliviara y proporcionara consuelo, aunque fuera falso. Los judíos fueron los escogidos para pagar los platos rotos. Era una salida que seguía con fidelidad al Zeitgeist: el antisemitismo alemán no era, en absoluto, excepcional en la época. Occidente entero no solo era antisemita sino que le gustaba mostrarse así, como expone otro ensayo ejemplar: Humo humano, de Nicholson Baker.

Los amnésicos muestra las repercusiones del Holocausto en dos ámbitos. Por un lado, la deportación masiva de judíos en territorios aliados u ocupados, siguiendo las órdenes alemanas con entusiasmo, incluso excediéndolas. Tal como expuso Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén, los daneses y los búlgaros que se negaron a entregar a los judíos no sufrieron especiales consecuencias, dada la conciencia alemana de la iniquidad de sus actos. De hecho, los nazis tuvieron que revertir el programa de extermino de enfermos físicos y psíquicos alemanes ante las protestas de su población. No estaban seguros de lo que hacían. Pero con los judíos los alemanes aceptaron sin demasiados reparos la cuidadosa progresión de, primero, la marginación, después el encierro y, por último, el viaje hacia esa nebulosa de la que nadie volvía vivo que eran los campos del este.

Por otro lado, Schwarz también muestra que el alegado desconocimiento de los aliados ante la masacre no era cierto. De hecho, organizaron una conferencia para ocuparse del destino de los judíos alemanes y del este de Europa, pero nadie se mostró dispuesto ni a acogerlos ni a permitir que otro país lo hiciera. Las causas: el antisemitismo ancestral y las posibles repercusiones electorales. Por supuesto –y no es una suposición sino un hecho, como evidencian obras de la época, por ejemplo la novela breve de Kressman Taylor Paradero desconocido– conocían lo que estaba ocurriendo en Auschwitz y no movieron un dedo. Alemania estaba malgastando su potencial en una operación absurda, no podían distraer tal derroche de esfuerzo.

Geraldine Schwarz admira a su país, pero es crítica con la inercia hacia olvido de Alemania, cuyo extremo llegó hasta la reivindicación clara del “pasar página” ocurrida durante la cancillería de Konrad Adenauer. Lo indigno de tal actitud provocó la reacción de disidentes como el fiscal Fritz Bauer, empeñado en no permitir el olvido cuando todo el país pretendía mirar hacia otro lado. A partir de entonces –otro hito de la revisión fue el éxito mundial la serie de televisión Holocausto– Alemania desarrolló un ejemplar trabajo de memoria y asimilación de su pasado. La autora considera que no se hizo así en otros países. La causa: como no fueron considerados perdedores, como sus brutalidades no eran tan enormes y evidentes, no tuvieron la necesidad de depurar responsabilidades.

 

Los amnésicos

Schwarz parece pedir que se exija a los países que colaboraron con el Holocausto la misma dureza que se pidió a Alemania. Podría afirmarse que “los amnésicos” a quienes se refiere el título no son tanto los alemanes, cuya capacidad para la asunción de responsabilidades reivindica continuamente, sino quienes se libraron en el último momento de la derrota: franceses, italianos, austriacos y regímenes títere del este de Europa. Sobre todo, es inclemente con Francia, el país de su madre, y con la ambigüedad del régimen de Vichy.

El motivo de su reivindicación no es el rencor sino la constatación de que sin un trabajo público y privado de recuperación de la memoria las posibilidades de repetición del trauma son mucho mayores. Así ocurre ahora mismo –afirma– en su país, en concreto en el este, en los territorios que formaron la RDA. Allí se asumió que los crímenes nazis pertenecían exclusivamente a la República Federal. La verdad oficial afirmaba que ellos –sin matices– habían conservado las esencias comunistas y fueron desde los primeros días opositores al nazismo. Al no haber asimilado las mecánicas de su pasado están incurriendo en los viejos vicios y creando chivos expiatorios –como los emigrantes– para asumir un fenómeno mucho más complejo: su difícil adaptación a la globalización tras décadas de comunismo.

La defensa de Alemania por Schwarz alcanza la apología cuando describe las decisiones de Angela Merkel –convertida en supuesta sanadora del pasado alemán– frente a los refugiados sirios. Pero la honradez, la obsesiva honradez de la autora, hace que no obvie las actuales sombras de Alemania. En una serie de escenas dignas del mejor periodismo gonzo realiza un viaje fantasmagórico a las hermandades de estudiantes ultraderechistas, que muestra que ni siquiera el mejor y más depurado trabajo de memoria puede detener nuestra tendencia a crear chivos expiatorios.

Nada de esto sería posible si Geraldine Schwarz no poseyera una capacidad de síntesis y una depuración en su prosa envidiables. Y también la capacidad para trazar una estructura tan compleja y talentosa como el de las grandes novelas realistas: una inmensa saga familiar, porque Europa no deja de ser una familia mal avenida que, sin embargo, no puede separarse. También posee una autoconciencia difícil de lograr fruto, quizá, de un presumiblemente agotador examen de su responsabilidad y la de los suyos. Una escritora, sin duda, admirable, tanto por su talento como por su ética.