Autor: Manuel Castells
Editorial: Alianza
Fecha: 2015
Lugar: 328

Redes de indignación y esperanza

Jorge Tamames
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Manuel Castells ha reeditado Redes de indignación y esperanza. Publicado por primera vez en 2012, el libro ya es lectura obligada para los investigadores de los movimientos de protestas post-2011, desde la plaza de Tahrir a la de Sol, pasando por la revolución islandesa, las protestas del parque Gezi en Estambul y la transición tunecina, entre otros. En esta edición actualizada, el sociólogo español extiende su análisis de los movimientos de protesta, examinando su incipiente transición a la política institucional.

La era de la información, la influyente trilogía de Castells, le convirtió en el académico de tecnologías de la información más citado del mundo en la primera década del siglo XXI. Con Redes de indignación y esperanza, el sociólogo profundiza en el estudio de los movimientos sociales en la “sociedad red,” aunque lo hace desde el punto de vista de un observador simpatizante, y como participante activo en el caso de los indignados españoles (a los que insiste, desesperantemente, en llamar “indignadas”). Castells se muestra optimista ante la posibilidad de combinar los “espacios libres de Internet” con espacios simbólicos ocupados, como en su día hizo el 15-M, para producir un cambio profundo en las mentes de las personas. Según el autor, éste es el prerrequisito indispensable para una transformación política genuina de nuestras sociedades.

Es un trabajo excelente. Quienes busquen entender la ola global de protestas surgida en 2011 harán bien en leer este libro, que aúna el estudio profundizado de un sinfín de movimientos sociales con una persuasiva teoría sobre el potencial emancipador de Internet en el siglo XXI. Cuenta con un nuevo capítulo sobre Podemos que, a pesar de quedar adelantado por los acontecimientos (fue escrito a finales de 2014), resultará especialmente interesante para los lectores españoles. Habiendo dicho esto, Redes de indignación y esperanza ofrece varios blancos para sus críticos.

La magnitud del estudio genera, inevitablemente, cierto escepticismo sobre sus conclusiones. Pretendiendo explicar a través del mismo prisma las protestas del mundo árabe, Europa, EE UU, Ucrania, Hong-Kong y la Rusia de Vladimir Putin, Castells se arriesga a abarcar más de lo que aprieta. Paradójicamente, la sobreabundancia de casos destaca aquellos que evita estudiar. ¿Por qué centrar el análisis de Estados Unidos en Occupy Wall Street en vez de Black Lives Matter, un movimiento que actualmente está más movilizado? ¿Qué ocurre con los movimientos sociales, progresistas o reaccionarios, que no encajan con la definición que propone Castells? ¿Pueden fenómenos como el Tea Party o el auge del Frente Nacional descartarse simplemente como “reacciones populistas”, o son acaso la contraparte oscura de la sociedad red en la que el autor deposita tanto optimismo?

Esta última cuestión es, quizá, la principal debilidad en el análisis de Castells. Internet será un arma poderosa en manos de quien busque cambiar el mundo para mejor, pero también lo es para dictaduras de todo sesgo, como ha observado Evgeny Morozov. Facebook se puede usar para coordinar protestas homófobas en Serbia. Twitter no muestra interés en impedir que miles de sus usuarios amenacen y acosen sexualmente a periodistas y actrices feministas. El Estado Islámico ha resultado ser tan adepto como los indignados en el uso de redes sociales, y el espionaje de la NSA hace parecer al de la Stasi una antigualla entrañable. Se echan en falta matices al optimismo del autor.

Una tercer aspecto a debatir es la importancia de las clases sociales en la era de Internet. Como apunta Castells, el germen de las protestas que analiza se encuentra en la presencia de “licenciados en paro que lideran la revuelta”, una “sólida cultura de ciberactivismo” y una “alta difusión del uso del Internet.” Cabe preguntarse si estas “características distintivas” no son lo que los marxistas llamaban “condiciones objetivas”. El siglo XXI nos presentaría entonces con una reedición de la lucha de clases, ese fenómeno que, como señala César Rendueles,  goza de una excelente salud. Pero hoy el estamento con mayor potencial revolucionario no serían los trabajadores industriales, sino un “precariado” urbano, educado en universidades, amenazado por el paro y dotado de un considerable conocimiento informático.

De ser así, el papel de Internet como fuerza movilizadora, central en el análisis de Castells, se pasaría a un segundo plano. Lejos de ignorar esta cuestión, Redes de indignación y esperanza analiza extensamente la relación entre precariedad económica, deslegitimación de las élites políticas y protestas canalizadas mediante redes sociales. Pero la cuestión continúa abierta.