Autor: Alberto Masegosa
Editorial: Catarata
Fecha: 2018
Páginas: 122
Lugar: Madrid

Rohinyá: el drama de los innombrables

Alberto Masegosa
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Todo el mundo sabe que lo que se calla no existe. Y que, repetida las veces necesarias, una mentira acaba siendo verdad. También se le puede cambiar el nombre a las cosas; Arakan es el nombre de la tierra de los rohinyá. Rakéin es el nombre con que el régimen de los generales rebautizó a Arakan. Es más, Rakéin sigue siendo el nom­bre de Arakan bajo el mandato de Aung San Suu Kyi.

En el oeste birmano, Arakan es una franja costera de más de 500 kilómetros que se extiende a lo largo del golfo de Bengala y que ha formado parte del país solo de manera intermitente. La cordillera de Arakan Yoma, que alcanza 3.000 metros de altura, separa geográficamente la franja costera del resto de Birmania; es la otra frontera natural de una región aislada por el mar y las montañas y que ha teni­do su propio itinerario, que se ha cruzado con el del resto del país en intersecciones históricas que nunca la habían anclado definitivamente en Myanmar, como el régimen de los generales también rebautizó Birmania en su obsesión por cambiarle el nombre a todo. Es más, Arakan tuvo una relación histórica más antigua con su vecino del noroeste, la entonces Bengala y actual Bangladés, de la que, excepto el estuario del Naf en un pequeño tramo de costa, no le separa ninguna frontera geográfica.

La influencia étnica y religiosa del subcontinente indio en la región se remonta a hace milenios. En Arakan se han hallado inscripciones en sánscrito en ruinas de templos hindúes, lo que permite suponer que cultural­mente formó parte antes del sur que del sudeste del conti­nente. Culturalmente, la franja costera fue una prolonga­ción de la India, de donde procedieron sus primeros pobladores en tiempos históricos, antes de la llegada, a través de la cordillera de Arakan Yoma, de un pueblo budista de origen chino­tibetano, que venía del centro del país y estaba emparentado con los bamar. Este pueblo, cuya llegada se data hacia el siglo X, sería vasallo de Bagan y fabuló  su propia leyenda. Un antiguo texto budista local asegura que, como a Mandalay, a Arakan la había visitado el mismo Buda para reencontrarse con el rey rakéin Sanda Thuriya, de quien había sido amigo en otra vida, y para enseñar a sus discípulos en la región cuáles habían sido sus otras reencarnaciones. Entre otras, una boa, un rino­ceronte, un elefante y un gallo. Los discípulos le hicieron al maestro una escultura a su imagen y semejanza para conmemorar la visita, que Buda realizó volando por las nubes. La región pasaría a conocerse con el nombre de “el país de la gran imagen”, por si hubiera duda de la fe de su pueblo. El nombre de ese pueblo, “rakéin”, tiene su ori­gen en la palabra sánscrita rakkha, ‘demonio’, cuya trans­cripción en lengua budista pali transformó su significado en ‘orgullosos de su raza’. Ese es el nombre con que rebau­tizó a Arakan el régimen de los generales.

Cuatro siglos después, las influencias recibidas del sudeste y el sur del continente se acabaron de trenzar. El soberano del reino budista de Arakan, Narameikhla, buscó refugio en 1404 en la entonces Bengala, que seguía la fe de Mahoma. Narameikhla huía de las tropas del reino de Ava que, tras la caída de Bagan, predominaba en territorio bir­mano. El sultán de Bengala, Ahmad Shah, acogió a su veci­no pese a separarles la fe religiosa. Moshe Yegar cuenta que Narameikhla luchó durante lustros a destajo en el Ejército de su par musulmán. El budista Narameikhla combatió en favor del islámico Ahmad Sha, como guerre­ro. La realidad histórica de Arakan es como la de Birmania, pero al revés.

Su desempeño como guerrero permitió a Narameikhla ganarse la suficiente confianza de sus anfitriones como para que el sucesor de Ahmad Shah, Nadir Shah, pusiera a su disposición tropas y recuperara el trono. La campaña militar de los partidarios budistas de Narameikhla y los soldados musulmanes de Nadir Shah logró en 1430 su objetivo. Narameikhla volvió a ser rey de Arakan, donde fundó una nueva capital, Mrauk­U, conocida como “la pequeña Bagan” y que tiene un patrimonio también budis­ta. Pero la participación musulmana en la construcción y viabilidad de Mrauk­U fue mucho mayor que en Bagan. La budista Mrauk­U fue tributaria de la islámica Bengala. Las tropas bengalíes que había traído Narameikhla acamparon y se quedaron en Mrohaung, un poblado cercano, en el que levantaron la mezquita de Sandikhan, la más antigua que sigue en pie en territorio birmano. Es objeto de contro­versia, pero hay quien piensa que esos soldados fueron los antepasados de los musulmanes de la región, que se lla­marían a sí mismos rohinyá. También en esto hay diversas interpretaciones, en ocasiones contradictorias; ellos dicen que su nombre deriva de la palabra de origen árabe Al-Rojan, ‘tierra bendita’, de la que también procedería el nombre de Arakan.

El vínculo entre la musulmana Bengala  y la budista Arakan se estrechó un siglo y medio más tarde, cuando un príncipe indio e islámico encontró refugio en la región. Shah Shuja era hijo del emperador mogol Shah Jahan, el constructor del Taj Mahal y cuyo trono se disputó con su hermano Aurangzeb, que fue quien se impuso en el litigio dinástico y llevaría al Imperio mogol a su máxima exten­sión territorial en la India. Entonces virrey de Bengala, Shah Shuja huyó a Mauk­U, donde en 1660 fue recibido con honores reales. Con el príncipe mogol, que sería ase­sinado en Arakan, viajaron buen número de seguidores que incrementaron la población musulmana de la región, a la que nutrieron con bailes, canciones, cuentos y tradi­ciones árabes, persas y  bengalíes. Yegar dice que la influencia musulmana se tradujo en costumbres del pue­blo y la Corte de la región, que profesaban el budismo. Los reyes sumaron títulos musulmanes a sus credenciales de adeptos a la iluminación de Buda. Las mujeres budistas de Arakan adoptaron el hábito de llevar velo, como las musul­manas.

El ambiente descrito por Yegar era el que había encon­trado en ese mismo siglo el agustino portugués Sebastião Manrique, el principal cronista occidental de la antigua Mrauk­U. Manrique estaba destinado en Goa cuando en 1628 fue enviado a Bengala  y a Arakan. En la costa occi­dental de la India, Goa era el centro de operaciones de la expansión religiosa y comercial portuguesa en Asia. La misión que se encomendó a Manrique fue irradiar desde Goa la fe cristiana en el este del continente que corres­pondía a los portugueses en el reparto de la evangelización universal acordada en 1492 con los españoles en el Tratado de Tordesillas, donde los países ibéricos se repartieron el globo por hemisferios.

En el golfo de Bengala, el agustino descubrió una comunidad portuguesa compuesta menos por evangelizadores que por piratas y aventureros, relata el autor irlandés Maurice Collis, que estuvo destinado en Arakan durante la colonia británica, en su libro El país de la gran imagen. Filipe de Brito había sido el más conocido exponente de la comu­nidad portuguesa en el golfo de Bengala, más dedicada a lo humano que a lo divino, e integrada por hombres dispues­tos a arriesgar lo necesario en la medida en que tenían mucho que ganar y poco que perder, excepto la vida. De Brito y sus mercenarios habían estado a sueldo del reino de Arakan, para el que conquistaron la segunda ciudad de la actual Bangladés, Chittagong. Gracias a De Brito y su gente el reino de Arakan se extendía asimismo al reino de Pegu, en la espina dorsal de Birmania. El mercenario luso presu­mía de quitar y poner reyes en el golfo de Bengala,  y llegó a proclamarse soberano de la ciudad de Thanlyin, junto a Rangún, aunque sus andanzas le costarían terminar empalado por los birmanos, y expirar después de tres días de tormento. Sobre la mesnada portuguesa pesaba la sospecha de traición, y garantizar al rey de Arakan, Thiri­thu­dhamma, que sus compatriotas eran de fiar fue el propósito con que Manrique viajó a Mrauk­U, ciudad que compara con Venecia: como otras capitales del sudeste asiático, varios brazos de río atravesaban la antigua Mrauk­U, donde la mayoría de las calles eran canales navegables para grandes embarcaciones, escribe el agustino en su libro Viajes.

Durante su estancia en la capital arakanesa, Manrique fue testigo de cómo un consejero musulmán de Thiri­thu­damma recomendó al rey budista la perfidia de matar a 6.000 súbditos para elaborar con sus corazones el elixir de la inmortalidad. El agustino también cuenta que cayó preso, denunciado por complicidad con el tráfico de escla­vos que practicaban los portugueses. Fue la comunidad islámica la que le eximió de la acusación, lo que le hizo romper en llanto. Manrique pinta un reino de Arakan que era la avanzadilla geográfica de los países situados más al este, los reinos birmanos, los principados Shan, el antiguo reino de Siam, la actual Tailandia, con los que compartía creencia religiosa  y familia étnica. En Arakan terminaba un mundo, que giraba en la órbita india, y empezaba  otro, que giraba en la órbita china, narra Manrique en Viajes, un libro que concluyó en 1643, tres años después de que, en 1640, España y Portugal  se volvieran a separar en reinos diferentes, pero que escribió en castellano, no en portu­ gués. En “un castellano desastroso”, según Santiago Vela, historiador de la orden agustina.

El proyecto ibérico de evangelización universal ya se encaminaba irremediablamente al fracaso cuando, tras una larga decadencia, la historia de Mrauk­U y el reino de Arakan llegó a su fin con la conquista de la región por las tropas de la dinastía birmana Konbaung en 1784. Uno de los pretextos de la conquista fue, precisamente, que Arakan no era lo suficiente ni necesariamente budista. Después de la de Bagan, la dinastía Konbaung alumbró la segunda época dorada de la historia de Birmania, por poco tiempo. Medio siglo después, la dinastía Konbaung cedió Arakan al Imperio británico, la nueva potencia global, que había acabado de colonizar el subcontinenteindio y comenzaba a extender su dominio a Birmania.  Lo haría de forma progresiva, en medio siglo y tres fases.

Además de Arakan, en 1826 los británicos aposenta­ ron sus reales en la región birmana de Tenasserim, y en las indias de Assam y Manipur, en las estribaciones del Himalaya, que el siglo anterior habían caído en manos de la dinastía Konbaung. En la segunda guerra anglobirmana las tropas británicas se hicieron, en 1852 con la región de Pegu. En la tercera, los británicos conquistaron lo que quedaba del país, con la toma en 1885 de Mandalay. Birmania se convirtió en la colonia de otra colonia; pasó a depender administrativamente de la India, la joya de la corona de su Graciosa Majestad.

Tampoco la colonización dejó el mismo rastro que en el resto del país. La colonización fue más prolongada en Arakan, cuya cercanía con Bengala propició un mayor trasvase de población de las zonas limítrofes. La emigra­ción bengalí se incrementó a buen ritmo, duplicándose casi en cada década. En el puerto de Sittwe, la antigua Akyab y nueva capital regional, el censo colonial registraba 58.263 musulmanes en 1872; nueve años después, en 1891, su número era de 99.548. Los recién llegados procedían de la región de Chittagong, la antigua posesión bengalí del reino de Arakan, que los británicos convirtieron en vivero de mano de obra en su nueva aventura colonial y cuyo bengalí dialectal es próximo al habla de los rohinyá. Un ben­galí dialectal que distinguía a los musulmanes de la franja costera de los seguidores de la fe de Mahoma en el resto del país, que hablaban birmano.

La Segunda Guerra Mundial fue un punto de inflexión en el encono étnico y religioso.  En general, los musulma­nes apoyaron a los británicos y los budistas a los japoneses.

En Los rohinyá,  en el interior del genocidio escondido de Myanmar, el académico Azem Ibrahim afirma que “los británicos reclutaron rohinyá con la promesa de crear un régimen relativamente independiente en la zona musul­mana de Arakan a cambio de su esfuerzo de guerra”. Era la misma promesa que los británicos hicieron a los karen, que también les apoyaron durante el conflicto bélico. Los británicos incumplieron su palabra, en ambos casos. La retirada de las tropas coloniales desembocó en enfrenta­mientos sangrientos en las zonas karen. Y en el sur de Arakan. Ibrahim cifra en 100.000 los rohinyá que murie­ron, en 307 los poblados destruidos y en 80.000  los musulmanes de la zona que en 1942 huyeron al norte de la región, donde los creyentes islámicos eran mayoría. Cuando se proclamó la independencia, Arakan ya estaba dividida en dos sectores bien delimitados. El sur, de mayoría budista, y el norte, abrumadoramente musulmán. No solo eso, el 44 por ciento de los musulmanes de toda Birmania se concentraba en los distritos de Maungdaw, Buthidaung y Rathedaung, en el norte de una franja coste­ra que, tras el Chin, constituía el Estado más pobre de la nueva nación. Arakan no tenía los recursos naturales de estados como el Shan y el Kachin, y sus pobladores subsis­tían de la pesca y la agricultura.

Fracasado el intento de incorporarse a Bangladés, los musulmanes pidieron la creación de un Estado en el norte arakanés que formara parte de Birmania pero fuera admi­nistrado desde Rangún, para evitar ser gobernados por los budistas de la zona meridional. Pese a su parentesco étni­co, religioso  y cultural con el pueblo bengalí, los rohinyá reclamaban una identidad diferenciada, que vinculaban a la franja costera. La propuesta salió adelante y, durante tres años, de 1961 a 1964, el conocido como distrito de Mayu fue administrado directamente desde Rangún,  y por el Tatmadaw. El asentamiento en el poder de Ne Win y la instauración del régimen de los generales acabaría con la reivindicación, y sumergió a los rohinyá en una intermi­nable espiral de acoso y negación de su identidad como pueblo.

El argumento fue el mismo que el utilizado para no reconocerles como etnia autóctona durante el proceso de emancipación: no figuraban entre los grupos tribales identificados antes de la llegada de los británicos. Al ins­talarse en 1826, la potencia colonial había distinguido y numerado tres grupos distintos de población en Arakan; 60.000 budistas, 30.000 musulmanes y 10.000 personas de otros credos y orígenes. Pero si a los budistas los iden­tificaban étnicamente como rakéin, a los musulmanes no los clasificaban como rohinyá. Y la población musulmana se había multiplicado desde entonces. En otro censo colo­nial, realizado por los británicos un siglo después, en 1911, figuraban 210.000 budistas y 155.000  musulmanes. Pero tampoco se identificaba a los musulmanes como rohinyá. Conclusión: los rohinyá eran un producto de la coloniza­ción, que los había traído de Bengala. El régimen primero civil y después militar de Birmania obviaba que los britá­nicos clasificaban a la gente con criterio religioso antes que étnico. También obviaban el sustrato étnico del sub­continente indio en los primeros tiempos históricos de la región, y los posteriores siglos de intercambio entre los reinos de Arakan y Bengala, que habían sido vasos comu­nicantes. Y que el nombre “rohinyá” había aparecido en crónicas anteriores a la colonización, en 1799 y en la obra de Francis Buchanan. Buchanan relata que, a fines del siglo XVIII, en Arakan convivían dos pueblos, que nombra como “yakein” (rakéin) y “rooinga” (rohinyá). “Los maho­ metamos de la región se llaman a si mismos ‘rooinga’  y los ‘yakein’ atienden las enseñanzas de Buda”, constató el enciclopedista escocés, experto en el subcontinente indio.

Aunque no reconocidos como etnia autóctona, los rohinya participaron en la vida política birmana “de una manera u otra”, como recuerda Al­Haj, durante el régimen democrático de U Nu y los primeros años de la dicta­dura militar de Ne Win. La Constitución aprobada en 1974 puso las cosas en su sitio. El texto constitucional concedía el derecho de ciudadanía a “todas aquellas personas cuyos padres han nacido en el país y son ciudadanos birmanos”. Los rohinyá cumplían la primera de las condiciones pero no la segunda, por la simple razón de que, desde la inde­pendencia, nunca habían sido reconocidos como ciudada­nos. Miles huyeron a Bangladés.  A los que se quedaron se les concedió una tarjeta de residencia como extranjeros. La ley de ciudadanía de 1982 fue otra vuelta de tuerca. Insistía en que solo eran etnias locales las registradas antes de la colonia británica. La nueva ley dio vía libre a la prohibición de que los rohinya tuvieran más de dos hijos, necesitaran permiso para contraer matrimonio y se res­tringiera su libertad de movimiento, entre otras medidas que fueron reforzadas en la Constitución de 2008, que Ibrahim considera en algunos aspectos más represiva que los textos legales anteriores. Esa era la situación cuan­do en el censo birmano de 2014 se les anuló el permiso de residencia, la llamada “tarjeta blanca”,  y no se les dejó más opción que elegir entre declararse “bengalíes” o no tener derecho a voto, que es lo que decidió la mayor parte de la comunidad. Un año después, y con ese censo, se celebraron las elecciones que en 2015 encumbraron a la Señora, cuya Liga había establecido desde su creación alianzas con partidos budistas arakaneses, compuestos por nacionalistas rakéin que no permitían que los rohinyá ingresaran como militantes. Como el Partido Nacional de Arakan (PNA), integrado solo por rakéin, que fue el más votado en la región —Arakan  y Shan fueron los únicos estados en los que no ganó la Liga—, y con fuertes vínculos con el monacato budista local, defensor de la raza y la reli­gión, la versión arakanesa de la ideología de Ma Ba Tha. El clientelismo político de la Liga con las fuerzas rakéin de confesión budista de Arakan consolidó una práctica que se había abierto camino durante el régimen militar. Bajo el mandato de la Señora, los rohinyá serían, sencilla  y llana­mente, innombrables. Innombrables e incontables; nunca serían ya incluidos en ningún censo.

No siempre había sido así. Dos notables de la minoría, Sultan Ahmed y Abdul Gaffar, habían formado parte de la Asamblea Constituyente birmana. Tras la independencia, los rohinyá habían formado organizaciones de carácter legal en las que no se ocultaba su nombre, la Organización de los Rohinyá Unidos, la Organización de Estudiantes Rohinyá, la Organización de la Juventud Rohinyá o la Organización Laboral Rohinyá. El Gobierno civil de U Nu había permitido una emisora de radio que emitía en su lengua, una prueba irrefutable de reconocimiento de su existencia. Pero, al mes de que la Señora tomara posesión, el embajador de Washington en Naipyidó, Scott A. Maciel, fue el primero en comprender que a los rohinyá no se les podía citar por su nombre oficialmente.

El motivo fue un comunicado en el que la embajada norteamericana expresó sus condolencias por la muerte de una veintena de rohinyá que huían en un barco que naufragó frente a las costas de Arakan. En el comunicado se aludía a las víctimas como rohinyá, lo que provocó que la Señora convocara en privado al embajador Maciel  y el portavoz de su Gobierno, Kyaw Zay Ya, recordara en públi­co que “no usamos ese nombre porque los rohinyá no están reconocidos entre nuestros 135 grupos étnicos”. “Es normal llamar a la gente como ella se hace llamar. Es una práctica normal que no tiene que ver con la política”, se excusó en rueda de prensa Maciel. Normal o no y tuviera o no que ver con la política, ni el embajador norteamericano ni ningún otro funcionario extranjero destinado en Birmania ha vuelto a referirse en documentos o discursos oficiales a los rohinyá por su nombre. La práctica incluye a las personalidades de visita en el país, aunque fuera de Birmania se recuperen de la amnesia. Tras su estancia en Birmania, donde silenció el nombre “rohinyá”, el papa Francisco viajó a Bangladés, donde se entrevistó con un grupo de refugiados rohinyá, a los que llamó sencilla y lla­namente por su nombre, y dijo más: “la presencia de Dios hoy se llama rohinyá”.

La política silente instaurada por la Señora cuando su Gobierno asumió la administración del Estado fue aplau­dida en 2016 por Ma Ba Tha y los sectores radicales, inclui­do el Ejército. La respaldó un intento de reescribir la his­toria de la franja costera en un libro que se publicó ese año.

En Detrás de la máscara, la verdad detrás del nombre rohinyá, Khin Maung Saw, budista y rakéin, cuenta la his­toria de manera distinta a como lo hace el hebreo Yegar. Niega el exilio del rey Narameitkla en Bengala, así como que el reino musulmán vecino le ayudara a recuperar el trono de Arakan y a fundar Mrauk­U. Alega que el suceso no aparece en las crónicas históricas bengalíes. No puede negar la existencia de la mezquita de Sandikhan, pero entiende que por sus pequeñas dimensiones solo pudo servir de refugio a “algún místico musulmán” establecido en el área. Asegura que el príncipe mogol Shah Shuja fue asesinado porque, después de haber sido recibido con honores reales, pretendió ocupar el trono de Mrauk­U, lo que es verosímil, aparece en otras crónicas de la época. Pero rechaza que los soldados del príncipe mogol se inte­graran en una comunidad musulmana previamente esta­blecida. Porque no existía una comunidad musulmana previa. Mantiene que los descendientes de los soldados de Shah Shuja y los de mercenarios afganos que también estuvieron a sueldo de los reyes de Arakan integran la actual comunidad musulmana kaman, una minúscula minoría de la minoría islámica de Arakan a la que las auto­ridades birmanas sí incluyen entre los 135 grupos étnicos autóctonos, en contraste con los innombrables. Khin Maung Saw justifica  ese reconocimiento en que los kaman hablan y visten como el resto de los birmanos. El autor de Detrás de la máscara, la verdad detrás del nombre rohinyá no escatima en elogios a Sebastião Manrique. Le agradece que en Viajes el agustino portugués distinguiera entre la pobla­ción rakéin y budista, y los “mercaderes y mercenarios extranjeros”, y no olvida citar a Buchanan, aunque opina que los “rooinga” que se identificaron como tales a fines del siglo XVIII lo que le quisieron decir al enciclopedista escocés es que “vivían” en Arakan, no que “eran” de la re­gión. En fin, un ejercicio de contorsionismo semántico.

Dicho de otro modo, Khin Maung Saw admite que en el siglo XVII existía una comunidad musulmana en Arakan, pero descarta que estuviera integrada por los rohinyá. “Los birmanos nunca habíamos escuchado el nombre rohinyá”, dice. “El nombre de ‘Arakan’ es una derivación de ‘Rakéin’, no de ‘Al Rohan’”,  anota. En el plano etimo­ lógico, hace una observación que refleja la báscula en la que históricamente ha oscilado el país. Vincula el nombre de “Birmania” a Brama, el dios hindú, y por tanto al sub­ continente indio. Sitúa la síntesis étnica en la región en la llegada de los rakéin, que se mezclaron con la población indo­aria anterior, a la que integró en un solo pueblo. Esa integración explicaría que “algunos arakaneses tengan rasgos indo­mongoloides, en contraste con el resto de los birmanos, de pura raza mongoloide”. La mezcla de ambas etnias habría dado como resultado “el pueblo arakanés, que solo es aplicable a los rakéin”. El tabú de nombrar a los rohinyá responde al tabú de los “bengalíes” de revelar su identidad, dice. Dicho también de otro modo, los rohinyá se llaman a sí mismos así para ocultar que son “bengalíes”. O “inmigrantes bengalíes” o “inmigrantes ilegales bengalíes”, sus otras denominaciones bajo el mandato de la Señora.

En Detrás de la máscara, la verdad detrás del nombre rohinyá se sostiene que la emigración rohinyá a Arakan se produjo en tres oleadas posteriores; durante el periodo colonial iniciado en 1826, a partir de la independencia en 1947 y después de la llamada “guerra de liberación de Bangladés”, cuando la antigua Bengala se emancipó en 1971 de Pakistán. La tesis del libro es que el nombre “rohinyá” no responde a la identidad de ningún pueblo; se trata de una invención de los musulmanes de Arakan para disfrazar las reivindicaciones de su movimiento político frente al Estado birmano.

Khin Maung Saw basa su tesis en el trabajo del princi­pal historiador contemporáneo de Arakan. Especialista de la École française d’Extrême­Orient, Jacques Leider resi­dió en Birmania durante el régimen de los generales y pasa por ser furiosamente anti­rohinyá. Leider sitúa el prólogo del actual drama a las matanzas sectarias que tuvieron lugar en Arakan en 2012, tras la violación de una mujer budista por tres musulmanes. La represalia inmediata fue la quema de un autobús en el que diez viajeros musulma­nes resultaron calcinados. Cientos de personas de ambas comunidades murieron después en una escalada que motivó una nueva de huida de 140.000 rohinyá a Bangladés. “Las matanzas de 2012 cambiaron la dinámica política en la región. Aún siendo budistas, los rakéin eran desprecia­dos por los birmanos. Pero las masacres les ganaron a los rakéin la simpatía de todo el país”, dice Leider.

El orientalista aduce que antes de las matanzas de 2012 el Ejército miraba por el rabillo del ojo a los nacionalistas rakéin, que rinden culto a la herencia del antiguo reino budista de la región y tienen su propio brazo armado, el Ejército de Arakan (AA). Pero Leider mantiene que las matanzas de 2012 unieron al Tatmadaw, a los nacionalistas rakéin y al monacato budista birmano en un frente común en contra de los rohinyá. “Era inevitable que la tensión que se empezó a acumular provocara un nuevo estallido”, sos­ iene. “Lo ocurrido me espanta pero no me sorprende, era solo cuestión de tiempo”, dice el experto luxemburgués.

Jacques Leider rechaza la teoría del principal histo­riador rohinyá, Taher Ba Tha, de que la comunidad des­ciende de árabes llegados al poco de la revelación de Mahoma  y que el antiguo reino de Arakan era fundamen talmente islámico, lo que, con franqueza, no es fácil de asumir. Leider coincide con Khin Maw Shaung en que los rohinyá fueron una consecuencia de la colonización. “Es difícil decir ahora, en el siglo XXI, qué porcentaje de los musulmanes arakaneses descienden de los musulmanes que llegaron a la región antes que los británicos. Pero lo que conocemos como pueblo rohinyá solo aparece des­pués de la colonia y la independencia”. No niega, sin embargo, la identidad rohinyá, que inscribe en la moder­nidad. “Antes de la independencia los rohinyá no necesi­taban de ninguna identidad porque no les separaba nin­guna frontera de sus hermanos bengalíes. Pero cuando se vieron separados de ellos por las fronteras del nuevo Estado birmano, que fueron fijadas por la potencia colo­nial, crearon una identidad propia. Es un fenómeno cono­cido en la antropología política, cuando una comunidad con rasgos étnicos, religiosos y culturales diferentes a los de su entorno crea una nueva identidad al sentirse atrapa­da por fronteras antes inexistentes”, argumenta. “Lo que no se puede negar es que los rohinyá existen”, concluye. En resumen, Leider compara la identidad rohinyá con la palestina. Antes de verse atrapados en las fronteras crea­das por el Estado de Israel, los palestinos se consideraban simplemente árabes.

Interesante desde el punto de vista histórico, socioló­gico y antropológico, el debate sobre la cronología de la llegada de los rohinyá a Arakan y la forja de su identidad como pueblo no tiene relevancia de acuerdo con el dere­cho internacional. La Carta de Naciones Unidas establece que a alguien nacido en un país y que no tiene otra nacio­nalidad le corresponde la nacionalidad de su país de naci­miento. Nadie puede carecer de nacionalidad. Los rohinyá tienen derecho a la nacionalidad birmana. Y siempre se les ha negado. Ese limbo legal es la base de todas las violaciones a sus derechos que ha sufrido la inmensa mayoría de los musulmanes de Arakan, que en los últimos años el Tatmadaw  y el monacato budista han tratado de justificar con la presunta intención de islamizar Birmania por parte de un grupo yihadista, aprendiz del Estado Islámico.

Sucesor de los grupos armados del siglo XX —el movi­miento muyahidín, el Frente Patriótico Rohinyá (RPF), la Organización de Solidaridad Rohinyá (RSO)—, el Ejército de Salvación Rohinyá de Arakan (ARSA) fue creado en la primera mitad de la actual década. Como su inmediato predecesor, el RSO, el ARSA tiene corte confesional. Sus fundadores fueron una veintena de emigrantes rohinyá que hicieron fortuna en Arabia Saudí. El nombre original del grupo es Harakah al­Yaqin, ‘el Movimiento de la Fe’. Su líder es Ata Ullah, nombre de guerra de Abu Amar Jununi, hijo de un rohinyá exiliado en Pakistán. Nacido en la ciudad paquistaní de Karachi, Ata Ullah se traladó de joven a Arabia Saudí para recibir educación en escuelas religiosas de La Meca. Según el Grupo Internacional de Crisis, especializado en cuestiones de seguridad, tras las matanzas de 2012 en Arakan a Ata Ullah se le perdió la pista; posiblemente regresó a Pakistán para recibir ins­trucción guerrillera en grupos talibanes. Con esa forma­ción y recorrido existencial no causa asombro que el líder del ARSA inicie sus intervenciones en vídeos de YouTube con invocaciones a Alá.  Y que mantenga relaciones con organizaciones islamistas del subcontinente indio, en particular con la bangladesí Jamaat ul­Mujahideen, la Co­munidad de Combatientes. Tampoco sorprende que la rama de Al Qaeda en el subcontinente indio haya expresa­do su apoyo a los rohinyá en comunicados en los que llama a la guerra santa contra Birmania. Dicho lo anterior, no hay evidencias de que el ARSA sea un grupo islamista de ámbito universal. No ha practicado la lucha armada en el resto del globo. Ni la ha extendido al resto del territorio birmano. El ARSA ha centrado su lucha armada en Arakan. Y  con medios extraordinariamente precarios para la represión brutal que han desencadenado por parte del Tatmadaw y los radicales rakéin en contra de la mayoría de los musulmanes de la franja costera, con la complicidad silente de la Señora.

Tras las matanzas de 2012, una nueva escalada sectaria registrada en 2015 ayudó a cimentar la popularidad del nuevo grupo armado. Los enfrentamientos provocaron otra huida masiva  y clandestina por barco a Malasia. El nuevo éxodo provocó la muerte de cientos de personas. La convicción de que la elección de Aung San Suu Kyi no supondría una mejora en las condiciones de vida de la comunidad había calado para entonces en el seno de los consejos de notables. Esos consejos no apoyaban con anterioridad la lucha armada, por contraproducente. La certeza de que Suu Kyi iba a seguir la misma política repre­sora que el régimen de los generales les hizo cambiar de opinión. Miraron hacia otro lado cuando, tras el nuevo éxodo y la toma de posesión de la Señora, guerrilleros del ARSA empezaron a infiltrarse en Arakan para provocar una insurrección generalizada entre los jóvenes de las aldeas. Fue una infiltración corta, acelerada y con un arse­nal manifiestamente insuficiente.

Aperos y utillaje de labranza  y una treintena de pisto­ las y bombas caseras e improvisadas eran las armas de guerra de que dispuso el ARSA en su estreno, el 9 de octu­ bre de 2016. El principal objetivo de sus 400 milicianos fueron tres puestos de la Policía de Guardia Fronteriza (BGP), un cuerpo paramilitar desplegado en el norte de Arakan que cuenta con el respaldo de fuerzas del Tatmadaw. El ataque sincronizado a los puestos de las fuerzas de segu­ridad de Kyi Kan Pyin, Nga Khu  Ya y Koe Dan Kauk arrojó el resultado de nueve uniformados muertos, según el recuento del Gobierno. El Ejército informó de que los guerrilleros perdieron ocho efectivos,  y de que dos fueron capturados. En contrapartida, los atacantes alcanzaron parcialmente su propósito de incrementar su arsenal, se hicieron con 62 armas automáticas  y 10.000 unidades de munición de diferente calibre, que sustrajeron de los cuarteles paramilitares. El ataque fue acompañado con insurrecciones menores en otros poblados, como Kularbid, donde el joven Mujib Ullah tuvo su bautismo de fuego. De 20 años, Mujib cuenta en Bangladés, donde ha encontrado refugio, cómo se unió a la lucha armada el mismo día en que guerrilleros del ARSA se presentaron en su poblado, de medio millar de habitantes.

“Muchos les fuimos a escuchar. Hablaban de lo que nos habían hecho sufrir y nos hacían sufrir los birmanos, y de la necesidad de que los jóvenes nos uniéramos al combate”, dice. Mujib recuerda que una quincena de jóve­nes de la aldea fueron reclutados por la guerrilla para sumarse a la lucha armada. “Nos dieron tres semanas de instrucción, que consistió en arengas, discursos de patrio­tismo y lecciones  de lucha cuerpo a cuerpo y de cómo nos teníamos que esconder si nos perseguían lo militares”, relata. Mujib dice que solo los instructores tenían pistolas. “A los reclutas nos dieron estacas y nos dijeron que nos proporcionarían las armas automáticas que íbamos a qui­tar a los soldados durante el ataque al puesto militar de la aldea”. El ataque se produjo y su resultado en Kulabird no fue como en otros poblados. En Kulabird, el resultado fue desastroso. “Pronto nos dimos cuenta que no íbamos a poder con los birmanos y pedimos auxilio a los vecinos de la aldea, que vinieron a ayudarnos en masa, pero los poli­cías y soldados abrieron fuego contra ellos. Murieron tres personas”, narra. “Sabíamos que el Ejército no tardaría en rodear el poblado para arrasarlo y, protegido por la oscu­ ridad, huí al caer la tarde. Me desplacé a pie de poblado en poblado, siempre de noche, hasta que pude llegar a Bangladés”, explica Mujib mientras acaricia la cicatriz que le ha dejado la esquirla de una bala que fue a incrustarse en la palma de su mano.

El joven rohinyá tiene el miedo metido en el cuerpo. No quiere fotos, habla en un tono poco audible, no mira a los ojos de su interlocutor. Reconoce que si lo hubiera pensado dos veces no se habría unido al ARSA, que lo hizo por patriotismo, no en defensa del islam. Pero que en las condiciones en que se sumó a la guerrilla era imposible que la lucha armada ofreciera otro resultado que el que posiblemente pretendía el Tatmadaw  y los budistas radi­ cales rakéin. Porque la estrategia del ARSA sublevando a la población rohinyá en condiciones condenadas sin reme­ dio al fracaso es difícil de comprender.  El Grupo Internacional de Crisis apunta que el propósito quizá no fuera otro que radicalizar la comunidad para utilizar des­ pués su influencia con fines políticos.

Tras el ataque sincronizado en el que participó Mujib, el Ejército arrasó, efectivamente, su aldea. Fue el princi­pio. Nueve meses después el ARSA realizó un ataque de similares características, aunque a mayor escala. El 25 de agosto de 2017 el principal objetivo no fueron tres, sino una treintena de puestos militares. La respuesta fue un castigo colectivo al pueblo rohinyá.

Desde el genocidio del Jemer Rojo en la década de los setenta del siglo XX en Camboya no se había visto nada igual en el sudeste asiático. Las atrocidades perpetradas en las semanas posteriores al ataque del 25 de agosto de 2017 compartieron estrategia con la Alemania nazi. Los nazis pretendieron exterminar a los judíos. El Tamadaw y los budistas radicales rakéin mataron menos pero tuvieron más éxito; barrieron a los rohinyá del país. Fue la versión local de un eufemismo, palabra que el diccionario define como “manifestación suave o decorosa de ideas cuya real y franca expresión sería dura o malsonante”; la versión bir­mana del eufemismo con que los nazis se referían al holo­causto judío, “la solución final”.

Este es un avance de Rohingyá, de Alberto Masegosa, editado por Catarata, que saldrá a la venta en la semana del 21 de mayo de 2018.