Autor: Hélène Carrère d'Encausse
Editorial: Ariel
Fecha: 2016
Páginas: 382
Lugar: Barcelona

Seis años que cambiaron el mundo

Pablo Colomer
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El presidente de la Unión Soviética se encuentra a bordo de un tren que se avería. Primero se trata de Lenin: “¡Fusilad al conductor!”, grita el padre de la revolución. La misma escena, pero esta vez con Stalin en el tren: “¡Todos los pasajeros al gulag!”, ordena el dictador soviético. Turno de Jruschov, quien piensa que rehabilitando a todo el mundo conseguirá que el tren arranque. Y por fin llega Bréznev, que dice, con calma: “Bajad las cortinas. Así no veremos que el tren está parado”.

La anécdota la cuenta Hélène Carrère en su última obra, Seis años que cambiaron el mundo, donde narra de manera magistral la caída a cámara lenta, inesperada y esperable, del imperio soviético. En los ochenta, pocos se atrevieron a señalar que el emperador estaba desnudo. En los setenta, solo un grupo de elegidos manejaba blasfemias de ese calibre. Entre los herejes estaba Carrère, quien en 1979 se atrevió a hablar sobre un posible fin de la URSS en L’Empire éclaté, que conoció un enorme éxito para tratarse de un libro de sociología política. Sería cosa del título, sugiere Daniel Vernet, pues dentro del volumen uno no encontraba profecías ni previsiones –cosas que deben evitar los buenos historiadores, y Carrère ya lo era–. En él, esta francesa descendiente de aristócratas georgianos hablaba de los desequilibrios demográficos entre eslavos y musulmanes dentro del imperio. Tales desequilibrios –expuso Carrère– conducirían a contradicciones políticas que harían del problema nacional “el más urgente, el más irreductible” de los problemas de la URSS. De ahí a la caída, un paso.

Carrère se equivocó: el desplome de las URSS se fraguó en su centro, no desde la periferia. O se equivocaron quienes interpretaron la descripción de una situación como una predicción inapelable. El título, en efecto, no ayudaba: el imperio que estalla, que revienta, que se fractura –probablemente idea del editor–. La reputación de Carrère como visionaria, por tanto, se ha construido sobre un malentendido. Sin embargo, esta excelente historiadora, desde entonces, no ha hecho más que desmentir aquel malentendido, convirtiéndose en una de las grandes expertas en el final de la URSS. Como prueba, este excelente Seis años que cambiaron el mundo.

¿Cómo conciliar la idea de superpotencia con aquella sucesión penosa de personajes en las últimas, momificados –el último Bréznev, el brillante pero enfermo Andrópov, el moribundo Chernenko–, con aquellos entierros repetidos? Chernenko tenía la edad de Reagan cuando llegó al poder, pero qué diferencia entre el energético, carismático presidente estadounidense y el “anciano achacoso, medio inconsciente, mantenido algunos días por la fuerza sobre una tribuna desde la cual saludaba a la multitud con gesto maquinal”. ¿Cómo no iba a derrumbarse aquello? Según cuenta Carrére, la clase política estaba compuesta por hombres mediocres, deseosos ante todo de conservar las posiciones adquiridas y los privilegios.

Entonces llegó Gorbachov a la secretaría general del PCUS el 11 de marzo de 1985. Muchos en la URSS vieron en aquel magnífico ejemplar de Homo sovieticus al encargado de liderar un nuevo renacimiento del imperio. “Por primera vez desde hace muchos años tenemos un dirigente del cual no tendremos que avergonzarnos”, le dijo Sájarov a su mujer. Por continuar con la analogía del tren, podemos imaginar a Gorbachov diciendo: “Abran las ventanas. Aireen los vagones. Cambiemos el motor”. Comienza entonces un periodo extraordinario de la historia contemporánea que acabaría en la “catástrofe geopolítica más grande del siglo XX”, en palabras de Putin; o en la “brutal desaparición de la historia y de la identidad de un imperio de 250 millones de personas”, según Carrére. En efecto: seis años más tarde, para sorpresa de propios y extraños, la URSS había desaparecido para siempre.