Editorial: Crown Publishing Group
Fecha: 2014
Páginas: 580
Lugar: Nueva York

Stress Test

Timothy Geithner
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Cuando Barack Obama pregunta a Tim Geithner cuál debería ser el principal logro de su primera legislatura, el futuro secretario del Tesoro le da una respuesta seca. “Su logro será evitar una segunda Gran Depresión.” El presidente electo responde que tiene una agenda más ambiciosa. Quiere reequilibrar la balanza fiscal de Estados Unidos, reducir las emisiones de CO2, emprender una reforma de la sanidad pública… “Si no previene usted otra depresión”, le corta Geithner, “no será capaz de hacer ninguna otra cosa”.

El intercambio, que aparece en las recientes memorias de Geithner, (tituladas Stress Test, nombre con que se conocen las pruebas de resistencia que impuso durante su mandato), da fe de lo intensa que fue la lucha contra la crisis de 2008. Una lucha que cogió al autor en pleno ojo del huracán, y que vista en retrospectiva puede considerarse un éxito. El sector financiero ha devuelto, con intereses, los 700.000 millones de dólares públicos desembolsados para su rescate. La economía americana no solo ha evitado una depresión como la de los años 30, sino que está en proceso de recuperación.

En comparación con la respuesta a la crisis en la Unión Europea –o, mejor dicho, su ausencia–, el caso de EE UU también parece ejemplar. En el verano de 2012, y con la moneda única a punto de volar por los aires, el secretario del Tesoro visita a su homólogo alemán, Wolfgang Schäuble. El ministro de Hacienda se muestra partidario de expulsar a Grecia del euro para mandar una advertencia a la periferia de la UE. Que revienten ellos. Si lo peor de la crisis ha pasado, es porque Mario Draghi decidió ignorar al Bundesbank y convertir el BCE en un verdadero banco central.  “Era otra prueba de que el sistema americano, a pesar de sus fallos, tenía muchas fortalezas que dábamos por hechas”.

Geithner, sin embargo, evita el triunfalismo. Stress Test sorprende por su humildad: a diferencia de compañeros flamantes como Larry Summers, Robert Rubin, y Alan Greenspan, a quienes Time presentó en 1999 como el “comité para salvar el mundo”, Geithner aparece como una persona normal inmersa en circunstancias excepcionales.

Recibió, eso sí, un entrenamiento de choque para lidiar con crisis financieras. Trabajando en el Tesoro, el Fondo Monetario Internacional, y la Reserva Federal de Nueva York, Geithner se convirtió en bombero de crisis financieras, como las del peso mexicano y el baht tailandés –posteriormente extendida a Malasia, Indonesia, y Corea del Sur. Pero esta trayectoria le convirtió en un técnico antes que un político. Cuando asume las riendas del Tesoro, Geithner sigue teniendo miedo a hablar en público. Su primera rueda de prensa es un desastre. Por lo menos no la da desde una pantalla de plasma.

Uno de los temas centrales del libro es la tensión entre encontrar soluciones para la crisis y la incapacidad de venderlas a un público cada vez más desencantado. “Salvamos a la economía, pero perdimos al país.” Geithner dedica un volumen de tinta considerable a defenderse de las acusaciones que le llovieron tanto desde la derecha (por parecer un “Che Guevara con traje”) como desde la izquierda (por ser “el lacayo de Wall Street”). Una y otra vez advierte de los peligros que acarrea la “mentalidad del Viejo Testamento”: castigar a los banqueros responsables de la crisis quebrará la confianza de los mercados y empeorará la crisis. En su opinión, los ejecutivos de AIG que se embolsaron bonos multimillonarios con dinero público son “beneficiarios colaterales”.

El argumento resulta más redundante que convincente. La mención del Antiguo Testamento no viene al caso. No se trata de exterminar a los banqueros, como aconsejaría el Levítico, sino de exigir responsabilidades penales a quienes de forma clamorosa convirtieron la mayor economía del mundo en un casino. Las mismas responsabilidades que se exigieron a más de mil ejecutivos durante la crisis de ahorros y préstamos de los 80 y 90. Leyendo a Geithner parece que la crisis de 2008 hubiese sido un fenómeno de la naturaleza, sin víctimas ni culpables. No sorprende que fracasase a la hora de hacer comprender al público el porqué de sus acciones. Por seguir con Miguel de Unamuno: venció, pero no convenció.