POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 49

François Mitterrand rodeado de fotógrafos durante la reunión del gabinete francés en el Palacio del Elíseo en mayo de 1981 en París, Francia/GETT

¿Cómo morir?

Prefacio de la obra de Marie de Hennezel, 'La Mort Intime', en la que Mitterrand escribe sobre la muerte meses antes de su propio fallecimiento. Contiene la alocución de Jacques Chirac en la muerte de Mitterrand.
François Mitterrand
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El mundo en que vivimos teme la pregunta y le vuelve la espalda. Otras civilizaciones que nos han precedido miraban a la muerte cara a cara. Dibujaban para la comunidad y para cada uno de sus miembros el camino de paso. Daban al cumplimiento del destino su riqueza y su sentido. La relación con la muerte nunca ha sido, quizá, tan pobre como en estos tiempos de sequía espiritual en los que los hombres, con prisa de existir, parecen eludir el misterio. Ignoran que al comportarse así privan al placer de vivir de una de sus fuentes esenciales. Hay en este libro una lección de vida cuya luz es más fuerte que la de muchos tratados de prudencia. Sus páginas no contienen una propuesta de pensamiento sino un testimonio de la más profunda de las experiencias humanas. Su poder procede de los hechos y de la simplicidad de su representación. “Representación” es aquí la palabra adecuada, “hacer presente de nuevo” lo que suele hurtarse a nuestra conciencia, el más allá de las cosas y del tiempo, el centro de las angustias y de las esperanzas, el sufrimiento del otro, el diálogo eterno de la vida con la muerte. Este es el diálogo que se “representa” en estas páginas, el que Marie de Hennezel mantiene sin descanso con sus enfermos, que se acercan al fin. Jamás se borrará de mi recuerdo la visita que hice a la Unidad de Dolor donde desplegaba entonces su generosa energía. Conocí su trabajo y hablé en distintas ocasiones con ella. Desde el primer momento me sorprendieron, de golpe, la fuerza y la dulzura que emanaban de sus palabras. Volví a encontrar esa fuerza y ese calor en los médicos y enfermeras que me acogieran en su servicio. Me explicaron su pasión, sus esfuerzos, el retraso de Francia, las resistencias por vencer. Me acompañaron después a la cabecera de algunos moribundos, ¿cuál era el secreto de su serenidad? ¿de dónde venía la paz de sus miradas? Cada uno de estos rostros ha marcado en mi memoria su huella, como si se tratara del rostro de la eternidad.

El de Danièle me vuelve a la cabeza, quizá por su juventud y su silencio. Paralizada, sin poder hablar, sólo podía expresarse por el movimiento de sus párpados o sobre la pantalla de un ordenador en el que escribía con su único dedo útil. Y sin embargo, ¡qué vigor en el espíritu de este ser privado de todo, qué curiosidad por el más allá que abordaba sin el apoyo de una creencia religiosa! Marie de Hennezel nos habla de la dignidad de los últimos momentos de Danièle y de sus compañeros de infortunio. Nos explica también con una modestia que emociona la voluntad de los equipos de cuidados que les acompañan en el último tramo del camino. Nos hace vivir la aventura cotidiana del descubrimiento del otro, el compromiso del amor y de la compasión, el coraje de los gestos tiernos hacia los cuerpos atormentados. Lejos de toda morbosidad, nos muestra cómo la alegría de vivir alimenta su opción personal y sus propios actos.

 

«Nos hace vivir la aventura cotidiana del descubrimiento del otro, el compromiso del amor y de la compasión, el coraje de los gestos tiernos hacia los cuerpos atormentados»

 

Hemos hablado frecuentemente de todo esto. La he interrogado sobre las fuentes de ese poder para borrar la angustia, para conseguir la paz. Le he preguntado sobre la transformación profunda que observaba en algunos seres humanos la víspera misma de su muerte.

En el momento de la más grande soledad, con el cuerpo roto al borde del infinito, otra clase de tiempo se abre paso más allá de los límites conocidos. A veces en algunos días, a través del socorro de una presencia que permite desvelar la desesperación y el dolor, los enfermos consiguen aproximarse a sus propias vidas, las toman en sus manos y revelan su verdad. Descubren la libertad de defenderse a sí mismos como si, llegado el momento en que todo concluye, se despojaran por fin del fárrago de las penas e ilusiones que les ha impedido pertenecerse a ellos mismos. El misterio de existir y de morir sólo llega a dilucidarse cuando es vivido con plenitud.

Esta es probablemente la más bella enseñanza de este libro: la muerte puede hacer que un ser humano llegue a ser aquello que está llamado a ser. En el sentido pleno de la palabra, puede convertirse en una realización.

Y además ¿no existe en el hombre una parte de eternidad, algo que la muerte deposita en el mundo, para que nazca en otro lugar? Desde su lecho de paralítica, Danièle nos ofrece un mensaje final: “No creo ni en un Dios de justicia ni en un dios de amor, es demasiado humano para ser cierto. ¡Qué falta de imaginación! Pero creo, en cambio, que no podemos ser reducidos a un mero paquete de átomos, lo cual implica que existe otra cosa además de la materia, llámese alma, o espíritu, o conciencia, a elección de cada cual.

Creo en la eternidad de esa otra cosa. Reencarnación, o acceso a otro nivel, completamente diferente… ¡Quien muera lo verá!” Todo queda dicho en estas pocas palabras. El cuerpo dominado por el espíritu, la angustia vencida por la confianza, la plenitud del destino cumplida.

A imagen y semejanza de Danièle, la obra de Marie de Hennezel es de muy fuerte densidad humana. ¿Cómo morir? Si hay una respuesta, pocos testimonios como éste pueden inspirarla.

 

Alocución de Jacques Chirac, presidente de la República en la muerte de François Mitterrand. 8 de enero de 1996

Queridos compatriotas, el presidente François Mitterrand ha muerto esta mañana. Los franceses han recibido con emoción la noticia de la desaparición de quien les guió durante 14 años. Querría rendir homenaje a la memoria del hombre de Estado, pero también rendir homenaje al hombre en su riqueza y su complejidad. François Mitterrand es una obra. Gran lector, enamorado de los libros, sentía la escritura como una respiración natural. Su lengua clásica tradujo siempre de modo fiel y sensible su pensamiento.

François Mitterrand es una voluntad. Voluntad de servir a determinados ideales: la solidaridad y la justicia social; el mensaje humanista del que nuestro país es portador y que hunde sus raíces en lo más profundo de nuestras tradiciones; Europa, una Europa en la que Francia, reconciliada con Alemania y trabajando en común ocupará un espacio de primer orden. Pero también un modo de vivir nuestra democracia. Una democracia moderna, apaciguada en gran medida gracias a la alternancia controlada, con la que ha quedado demostrado que un cambio de mayoría no significa crisis política. Nuestras instituciones se han reforzado. En política François Mitterrand fue ante todo profundamente respetuoso con el ser humano y por eso decidió abolir la pena de muerte. Respetuoso también de los derechos del hombre, no cesó de intervenir allí donde fueran ofendidos. Mantuvo opciones claras y lo hizo siempre en nombre de la idea que tenía de Francia. Pero François Mitterrand es sobre todo y ante todo una vida.

Ciertas existencias transcurren de modo aplacible desgranando días parecidos unos a otros, sembrados de acontecimientos privados. El presidente Mitterrand, por el contrario, produce la sensación de haber devorado su propia vida. Se desposó con el siglo.

Más de cincuenta años pasados en el centro de la arena política, en medio del desarrollo de los acontecimientos. La guerra. La resistencia. Elecciones y legislaturas. Ministerios de los que, desde muy joven, asumió la responsabilidad. Después, el largo período en el que será una de las figuras mayores de la oposición con determinación, obstinación, tenacidad. Los dos septenios por fin, en los que adquirió toda su dimensión, imprimiendo su sello, su estilo, a la Francia de los años ochenta.

Pero François Mitterrand no puede reducirse a su trayectoria. Si su esfuerzo rebasaba su vida es porque tenía pasión por la vida, pasión que alimentaba y permitía su diálogo con la muerte. La vida bajo todas sus formas. La vida en sus horas oscuras y en sus horas de gloria. La vida de la tierra fértil, la vida de los campos, de esa Francia rural que amaba casi carnalmente. Conocía nuestro país hasta en sus aldeas y en todos lados encontraba un conocido, un amigo. Tenía además pasión por la amistad. La fidelidad debida a los amigos era para él un dogma que prevalecía sobre cualquier otro. Suscitó, en sentido inverso, fidelidades profundas, a través de los años y de las pruebas más duras.

Mi situación resulta singular porque he sido el adversario del presidente François Mitterrand. Pero he sido también su primer ministro y soy ahora su sucesor. Todo lo cual teje un vínculo particular, en el que se unen el respeto por el hombre de Estado y la admiración por el hombre privado que se enfrentó a la enfermedad con un coraje notable, mirándola cara a cara, consiguiendo una tras otra victorias sucesivas contra ella. De mi relación con él, llena de contrastes, pero antigua, retengo la fuerza de ánimo cuando ésta se apoya en la voluntad, la necesidad de situar al hombre en el centro de todo proyecto y el peso de la experiencia. Sólo cuenta finalmente aquello que uno es en su propia verdad y aquello que cabe hacer por Francia.

En esta tarde de luto para nuestro país dirijo a madame Mitterrand y a su familia el testimonio de nuestro respeto y afecto. En el día en que François Mitterrand entra en la historia, pido que meditemos en su mensaje.