POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 42

Un soldado de las Naciones Unidas hace guardia en Sierra Leona/GETTY

El engaño de la intervención imparcial

Los médicos tienen un lema que los pacificadores harían bien en adoptar: “Lo primero, no hagas daño”. Ni Estados Unidos ni las Naciones Unidas lo han comprendido del todo.
Richard K. Betts
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Desde que el final de la guerra fría les dejó libertad para intervenir en conflictos civiles de todo el mundo, Estados Unidos y la ONU han actuado correctamente en algunos casos, pero en otros han prolongado involuntariamente el sufrimiento cuando lo que querían era aliviarlo.

¿A qué se debe esto? A seguir un principio que parece de sentido común: que la intervención debe ser limitada e imparcial, porque apoyar a una de las partes en una querella local socava la legitimidad y la eficacia de la intervención exterior. Esta presunción implica respeto a la ley y a la cooperación internacional; suena a prudencia, equidad y moderación. Tiene sentido en las operaciones de mantenimiento de la paz de la ONU al viejo estilo, en las que el papel de los extranjeros no es hacer la paz, sino bendecir y controlar un alto el fuego que todas las partes involucradas han decidido aceptar. Pero se convierte en un concepto falso y destructivo cuando se traspasa al terreno más desordenado, de la “imposición de la paz”, cuando los beligerantes tienen aún que darse cuenta de que no van a conseguir nada más si siguen luchando.

Una intervención limitada puede poner fin a la guerra si quien interviene toma partido, hace inclinarse la balanza del poder local y ayuda a uno de los rivales a ganar, es decir, si no es imparcial. La intervención imparcial puede acabar con una guerra si los intrusos asumen un dominio total de la situación, intimidan a los competidores locales e imponen un acuerdo de paz, esto es, si la intervención no es limitada. Intentar las dos cosas al mismo tiempo habitualmente bloquea la paz, haciendo lo suficiente para evitar que cualquiera de los beligerantes derrote al otro, pero no para evitar que deje de intentarlo. La intención de hacer las dos cosas ha llevado a las Naciones Unidas y a Estados Unidos –y a ­­a­que­­llos a quienes quieren ayudar– a diversos grados de padecimiento en Bosnia, Somalia o Haití.

Las guerras tienen muchas causas y cada una es única y complicada, pero la cuestión fundamental es siempre la misma. ¿Quién va a gobernar cuando termine la lucha? En las guerras entre países la cuestión puede ser la soberanía sobre un territorio disputado, la soberanía sobre una tercera entidad o la influencia sobre negociaciones internacionales. En las guerras civiles, la cuestión puede ser qué grupo ha de controlar el gobierno o cómo se debe dividir el país de forma que los adversarios puedan tener gobiernos separados. Cuando los grupos políticos recurren a la guerra es porque no pueden ponerse de acuerdo sobre quién ha de llevar la voz cantante en la paz.

No se inicia una contienda a menos que las dos partes prefieran luchar a hacer concesiones. Después de todo, no es difícil evitarla, si cada uno se preocupa primordialmente de la paz: todo lo que tiene que hacer es dejar que la otra parte reciba lo que dice que se le debe. Una guerra no termina hasta que ambos lados aceptan quién va a controlar lo que se disputa.

¿Es todo esto tan absolutamente evidente? No para esos entusiastas de la imposición internacional de la paz, imbuidos de esperanza en un gobierno mundial, indiferentes a la idea de seguridad en función de la soberanía o visceralmente seguros de que la ­guerra no es un acto político racional. No pueden decidirse a enfrentarse francamente con la común aceptación de la guerra. Suponen, por el contrario, que los buenos oficios de extranjeros pueden desprender las vendas de los ojos de las partes combatientes, hacerles darse cuenta de que recurrir a la violencia fue una equivocación e impulsarles a sustituir la fuerza por negociaciones pacíficas. Pero las contiendas rara vez son accidentes y no lo es tampoco el hecho de que los beligerantes continúen con frecuencia matándose unos a otros mientras negocian, o que los términos de los acuerdos diplomáticos reflejen habitualmente los resultados de los campos de batalla.

Otros actúan a veces partiendo de confusos conceptos sobre lo que se debe esperar que consiga la fuerza. Por ejemplo, en una extraña secuencia de declaraciones que hizo la primavera pasada, el presidente Clinton amenazó con lanzar ataques aéreos contra los serbios de Bosnia y luego dijo: “Estados Unidos no está, ni debe estar, comprometido como participante en una guerra”. A continuación declaró que Estados Unidos debería dirigir a otras naciones occidentales para poner fin a la limpieza étnica en Bosnia, sólo para decir un momento después: “Eso no quiere decir que Estados Unidos o las Naciones Unidas puedan entrar en una ­guerra, en realidad, para trazar nuevas líneas dentro de lo que fue Yugoslavia”.

Esta política confusa, promulgada con las mejores intenciones jurídicas, inevitablemente cuesta vidas entre todas las partes combatientes en Bosnia. ¿Con qué propósito legítimo puede ordenarse que fuerzas militares maten a personas y causen destrucción si no es para ponerse del lado de sus adversarios? Si el destino de una fuerza mortífera es matar legítimamente y no de forma insensata, debe servir al propósito de poner fin a la guerra, lo que significa determinar quién gobierna, lo que a su vez implica dejar a alguien en el poder después de las operaciones.

¿Cómo se lleva esto a cabo sin tomar partido por alguien? ¿Y cómo pretenden unas potencias exteriores acabar con la limpieza étnica sin distribuir territorio, es decir, sin trazar nuevas fronteras? El presidente Clinton y el secretario general de la ONU, Butros Ghali, no lanzaron amenazas para proteger unas fronteras reconocidas o viables, sino para imponer una tregua con límites naturalmente inestables que no tienen sentido como disposición territorial permanente. Semejante desorden hacía de la intervención un instrumento para lograr un empate, castigando a una y otra parte por avanzar demasiado lejos, pero sin resolver la cuestión que da pábulo a la guerra.

Hay quien ve un método en esta locura. Hay dos formas de detener una contienda: hacer que un lado imponga su voluntad después de derrotar al otro en el campo de batalla, o hacer que ambos lados acepten un compromiso negociado. La esperanza de una solución de compromiso es responsable de una imparcialidad mal concebida.

 

«Hay dos formas de detener una contienda: hacer que un lado imponga su voluntad después de derrotar al otro en el campo de batalla, o hacer que ambos lados acepten un compromiso negociado»

 

¿Cuándo es posible el compromiso? Cuando ambos lados creen que tienen más probabilidades de perder que de ganar en la lucha. Como con frecuencia los dirigentes son personas sensatas, esto suele ocurrir habitualmente, antes de que comience una conflagración, razón por la que la mayoría de las crisis se resuelven mediante la diplomacia y no la lucha. Pero cuando comienza una guerra es que la solución pacífica debe parecer imposible a los adversarios y una vez comenzada, el compromiso se hace incluso más arduo. Las emociones se intensifican, los costes crecen, las exigencias de recompensa ascienden. Si ese compromiso no era lo bastante tolerable para evitar la guerra en primer lugar, se hace todavía menos atractivo una vez que se invierten en la causa grandes cantidades de sangre y de dinero.

Si ninguna de las partes consigue obligar a someterse a la otra y se produce un punto muerto, ¿se hace más práctico el compromiso de paz? No durante mucho tiempo y no hasta que se invierten muchas más vidas en los intentos de conseguir la victoria. Los puntos muertos rara vez parecen sólidos a quienes tienen fuerte interés en superarlos. Los beligerantes sacan a relucir una serie tras otra de estratagemas y planes militares para obtener la posición dominante o esperan que haya cambios de alianzas o de ayudas exteriores que inclinen la balanza del poder, o incluso apuestan a que su adversario será el primero en perder el ánimo y darse por vencido. A veces los puntos muertos quedan superados por acontecimientos de ese género. En la Primera Guerra mundial, por ejemplo, la guerra de trincheras de Francia se prolongó con fluctuaciones no decisivas durante cuatro años hasta la capitulación rusa. Esta permitió a los alemanes desplazar ejércitos del frente del Este y conseguir una penetración que movió el frente occidental y casi les proporcionó la victoria en la primavera de 1918. Entonces, los aliados reaccionaron y volvieron las tornas con los ejércitos norteamericanos recién llegados y ganaron la guerra seis meses después.

Un punto muerto sólo es probable que ceda a un compromiso negociado si dura lo suficiente para que la solución militar les parezca inalcanzable a ambas partes. En la guerra entre Irán e Irak, en la que fue útil la mediación de las Naciones Unidas, ambos lados habían luchado desesperada pero inútilmente durante ocho años. La ONU facilitó el camino para que ambas partes depusieran las armas, pero es difícil atribuir a aquella intervención diplomática tanto efecto en la consecución de la paz como al simple cansancio y al desaliento de los jefes bélicos de Teherán y Bagdad. La mediación es útil, pero cuando más contribuye al establecimiento de la paz es cuando ésta necesita menos ayuda.

 

Compromisos que matan

Si hay algún lugar en el que la imposición de la paz necesita máxima ayuda y falla de la forma más lamentable es en Bosnia. Allí, el intento occidental de intervenir de forma limitada pero imparcial fomentó una ferocidad a cámara lenta. El intento se saldó con unas acciones que terminaron sirviendo de apoyo a cada una de las partes, lo que les permitió seguir combatiendo.

Las Naciones Unidas intentaron evitar que los serbios consolidaran su victoria, pero sin llegar a apoyar militarmente de forma completa a los musulmanes y a los croatas. La misión principal de la ONU era la entrega humanitaria de alimentos y medicinas a las comunidades asediadas, pero esto equivalía a romper el asedio, lo que es un hecho militar y político. Apenas puede sorprender que los serbios interfirieran estas operaciones cuando podían hacerlo. En línea con esta argumentación humanitaria, las Naciones Unidas crearon unas “áreas de seguridad” o enclaves de musulmanes y de croatas que se mantenían en áreas conquistadas por los serbios. Aparte de esta acción limitada para frustrar la última fase del reajuste territorial por la fuerza, los intentos de la organización y de Estados Unidos para resolver la guerra se limitaron a la mediación diplomática, el embargo de armas, la imposición de una zona de vuelo prohibido y las sanciones económicas contra Belgrado.

Durante más de un año, la presencia de la ONU restringió toda reacción enérgica a las provocaciones serbo-bosnias porque las unidades francesas, británicas y de otras nacionalidades en el terre­no eran rehenes propicios para una represalia. Las amenazas de Estados Unidos y de las Naciones Unidas no sólo eran débiles y vacilantes, sino que al intentar parecer al mismo tiempo enérgicas y neutrales actuaban contradictoriamente. Primero, después de mucho agitarse y retorcerse las manos, las Naciones Unidas y la OTAN utilizaron la fuerza en beneficio del gobierno bosnio, aunque sólo con unos pocos y simbólicos “alfilerazos” aéreos contra las posiciones serbias, pero lo hicieron al mismo tiempo que prohibían a aquellos a quienes defendían comprar armas para defenderse ellos mismos. Dada la torpe política multilateral del embargo de armas, esto podría haber sido comprensible. Pero, como estrategia, era, lisa y llanamente, irracional.

La imparcialidad complicó lo absurdo de la situación en agosto de 1994, cuando el comandante militar de las Naciones Unidas amenazó también al gobierno bosnio con un ataque si violaba la zona de exclusión de armamentos en torno a Sarajevo. La estrategia de la ONU oscilaba así entre la negativa a emprender cualquier combate y la disposición a luchar en dos frentes contra ambos beligerantes. Una altiva imparcialidad semejante puede tener sentido en el juez de un tribunal que puede imponer sus decisiones, pero no en el general que blande un bastoncillo en una sañuda guerra.

En conjunto, las presiones de las Naciones Unidas mantuvieron un tambaleante equilibrio de poder entre los beligerantes, sin permitir que alguna de las partes ganara. Las sanciones económicas actuaban contra los serbios, mientras que el embargo de armas trabajaba contra los musulmanes. El argumento era que la imparcialidad favorecería la negociación de un acuerdo. El resultado no fue la paz ni el fin de la matanza, sino unos años de punto muerto militar, un desangramiento lento y un regateo diplomático engañoso.

El deseo de imparcialidad y equidad indujo a los diplomáticos extranjeros a fomentar compromisos territoriales que carecían de sentido estratégico. El plan Vance-Owen y otras propuestas posteriores fueron una imitación del ilusorio plan de partición de Palestina propuesto por las Naciones Unidas en 1947: un mosaico geográfico de territorios no contiguos, vulnerables corredores e indefendibles fronteras. Si alguna vez se aceptaran, semejantes planes crearían un polvorín territorial y una tentación perpetua a renovar el conflicto. Pero el único caso en el que Washington dijo que estaba dispuesto a lanzar decenas de millares de soldados norteamericanos al enredo bosnio fue para imponer precisamente semejante acuerdo.

En Somalia, Estados Unidos consiguió con éxito evitar el hambre. Luego, temeroso de que el reparto de alimentos se deshiciera de nuevo tras su retirada, Washington asumió la misión de restaurar el orden civil. Esto era menos limitado y más ambicioso que la “estrategia” de las potencias extranjeras en Bosnia, pero no llegaba a la asunción de poderes y a la imposición de un arreglo entre las facciones en guerra.

Incongruentemente, la operación internacional en Somalia montó precipitadamente un tribunal local y una organización de policía antes de establecer los otros elementos esenciales de un gobierno: un poder ejecutivo o una legislatura. Las fuerzas de Estados Unidos se lanzaron a detener al general Mohamed Farah Aidid –que no sólo era un perturbador, sino uno de los principales pretendientes a la autoridad rectora– sin favorecer a ningún otro competidor. Los intentos norteamericanos fallaron, pero ocasionaron la muerte de un gran número de somalíes y agitaron aún más las aguas políticas en Mogadiscio. Molesto por las bajas de las fuerzas norteamericanas, Washington se retiró y dejó que las tropas de la ONU de otros países cargaran con la responsabilidad, manteniendo una presencia que no resuelve nada y sufriendo sus propias bajas.

Hubiera sido prudente evitar complicarse en el caos de la lucha entre los clanes somalíes. Pero también era ingenuo pensar que la intervención podría contribuir a poner fin a la anarquía local. Así como el escritor Michael Maren preguntaba en The New York Times, “si los mantenedores de la paz no están logrando su misión, ¿qué es lo que están haciendo?”, especialmente cuando el coste de la intervención superó los 1.500 millones de dólares. La operación de las Naciones Unidas no sólo ha sido irresoluta –argüía Maren–, sino que alimentó el conflicto dejando que las facciones en lucha compitieran en busca de trabajos, contratos y dinero de la ONU. En zonas donde estaban ausentes las fuerzas de las Naciones Unidas, las partes llegaban a un acuerdo con el objeto de restablecer el comercio, en vez de maniobrar para conseguir recursos de la organización.

Después de que la enérgica retórica inicial del presidente Clinton levantara esperanzas sobre las acciones de Estados Unidos, Bosnia y Somalia contribuyeron a frenar en Nueva York y Washington el entusiasmo sobre la participación en otras operaciones de paz. Es prudente ser más selectivo que en los impetuosos días de esperanza en la seguridad colectiva que siguieron al final de la guerra fría, pero sería una desgracia que las potencias occidentales y las Naciones Unidas abandonaran misiones como esas. Si no las dejan completamente, puede originarse, no obstante, el mismo problema: un intento de traer la paz, que lo que hace es retrasarla, a menos que reconozcan los equivocados conceptos que lo crearon.

Por supuesto, no todos los problemas se deben a la imparcialidad. En Haití, por ejemplo, Estados Unidos y las Naciones Unidas se decantaron claramente por una parte, al apoyar al exiliado presidente Jean-Bertrand Aristide. Y, con el tiempo, el inequívoco deseo de Estados Unidos de invadir el país forzó a la Junta de Puerto Príncipe a retirarse. Incluso aquí, sin embargo, el sufrimiento se vio prolongado por el carácter inicialmente limitado de la intervención.

Durante más de un año, después de que la Junta se volviera atrás del acuerdo de Governor’s Island, Washington confió en las sanciones económicas contra Haití, estrategia de “goteo” coercitivo destinada a dañar al inocente, mucho antes que al culpable. El bloqueo arruinó paulatinamente la salud y el bienestar de la población del país, incapaz de llevar a cabo los cambios políticos que exigía Washington y en cuyo beneficio se suponía que se aplicaban las sanciones. Pero éstas no ofrecían incentivo a las élites cleptocráticas de Haití para que se cortaran sus propios cuellos y no fueron ellas las que hicieron que los generales firmaran el acuerdo gestionado por el ex presidente Jimmy Carter. En su lugar, los meses durante los cuales se dejó que funcionaran las sanciones fueron utilizados por la Junta para perseguir y asesinar con saña a los seguidores de Aristide.

Entrometerse en la larga y trágica saga del desgobierno haitiano es una dudosa operación para Estados Unidos, teniendo en cuenta la formidable durabilidad de la depredadora cultura política del país. Aunque la entrada, relativamente pacífica, de las fuerzas norteamericanas de ocupación fue bien recibida, el nuevo experimento democrático haitiano puede que no sobreviva a la salida de las fuerzas armadas de Estados Unidos. El acuerdo de septiembre no disolvió la organización militar haitiana y ni siquiera purgó completamente su cuerpo de oficiales, cuya corrupción y tácticas de terror han constituido desde hace mucho tiempo la mayor parte del problema. Peor aún: el acuerdo sugería que –por primera vez en la crisis– Washington podría haber errado otra vez del lado de la imparcialidad. Los dirigentes norteamericanos hablaban del “honor militar”; las tropas recibieron la orden de cooperar con las fuerzas de seguridad de los usurpadores y muchos de los gánsteres enemigos de Aristide quedaron en libertad para conspirar su vuelta al poder. La decisión de intervenir en Haití fue un proceso angustioso. Una vez tomada, sin embargo, fue realmente sensato decantarse por una de las partes. Pero esa elección quedó debilitada por las dudas en exceso prolongadas sobre las sanciones, cuando parecía vacilarse en el apoyo a la parte elegida, una vez que la fuerza militar de Estados Unidos se aplicó finalmente.

La imparcialidad, no obstante, sigue siendo una norma en otros muchos casos. Ha funcionado bien en aquellos que se hallan fuera del mantenimiento tradicional de la paz, como la mediación para el alto el fuego entre Irán e Irak, o la gestión política de la autoridad transitoria de Naciones Unidas en Camboya (UNTAC). Cuando se examinan las razones de su éxito, sin embargo, se hace evidente que la imparcialidad funciona mejor cuando menos se necesita la intervención; donde las guerras se han agotado y las facciones combatientes necesitan sólo los buenos oficios de unos mediadores para deponer las armas. La imparcialidad tiende a actuar en contra de la paz en los casos más problemáticos –donde la intervención debe ser origen de la paz, en vez de sólo presidirla– porque refleja una confusión más profunda sobre las razones de la guerra.

Si unos extraños como Estados Unidos o las Naciones Unidas se enfrentan con peticiones de paz en guerras en las que no se ha agotado la pasión, pueden evitar los costes y riesgos que conlleva la implicación en ellas negándose a recibir el mandato, manteniéndose aparte y dejando que se agote la lucha entre los participantes. O pueden introducirse en ella y ayudar a uno de los contendientes a derrotar al otro. ¿Pero pueden traer la paz con más rapidez que lo haría el cansancio de la prolongada matanza si se mantienen imparciales? No con una imparcialidad suave y contenida, sino con una imparcialidad activa y dura que domine a ambas partes: una imparcialidad imperial. Esto es mucho pedir, rara vez tiene partidarios, y es difícil pensar en casos en los que realmente haya tenido éxito.

 

Imparcialidad imperial

El mejor ejemplo de imparcialidad imperial es la operación de la ONU en Camboya: una asunción a gran escala de buena parte de la autoridad administrativa del país y un programa para establecer un nuevo gobierno mediante elecciones supervisadas, así como una asamblea constituyente. A pesar de grandes obstáculos y exiguos resultados, la UNTAC ejecutó la mayor parte de su mandato. Hay que ser justos con este éxito. A pesar de ello, como modelo para rescatar el ideal de intervención limitada e imparcial, queda corto.

En primer lugar, las Naciones Unidas no cortaron de raíz una guerra horrible. Como en el caso de Irán e Irak, se benefició de 15 años de cansancio y sangriento punto muerto. Las potencias exteriores reconocieron que la cuestión principal era determinar quién gobernaba, pero no actuaron antes de que las facciones locales estuvieran lo suficientemente agotadas para ponerse de acuerdo sobre un procedimiento para hacerlo.

En segundo lugar, la intervención de las Naciones Unidas sólo quedó limitada en un sentido: evitó la imposición directa del acuerdo de transición cuando los adversarios locales demostraron ser recalcitrantes. Afortunadamente, esos incidentes fueron manejables, o todo el experimento habría sido un fracaso. En otros aspectos, la escala de participación era demasiado grande para proporcionar un modelo. Aparte de las guerras de Corea y Kuwait, la UNTAC fue la intervención de la ONU más grande de la historia. Puso en juego a millares de personas de una multitud de países y miles de millones de dólares en gastos. La operación de Camboya resultó ser tan cara en un tiempo en que otras exigencias sobre las Naciones Unidas estaban aumentando de forma espectacular, que no se puede repetir más que muy esporádicamente.

En tercer lugar, aunque hay que considerar que la UNTAC fue un éxito –especialmente después de las elecciones que organizó, contra todos los cálculos, en 1993– los resultados de la operación han sido inestables. A pesar de la presencia de las Naciones Uni­das, los términos del acuerdo de transición nunca fueron fielmente respetados por todos los combatientes locales y continuaron desgastándose tras la partida de la UNTAC. Por ejemplo, como los jemeres rojos se negaron a hacerlo, ninguna de las facciones camboyanas se desarmó en el grado estipulado por el acuerdo; después de las elecciones, la asamblea constituyente nunca debatió con seriedad una constitución, sino que más o menos aprobó ritualmente las peticiones del príncipe Norodom Sihanuk, y continuó el fuego esporádico entre los jemeres rojos y otras partes, antes y después de que la ­UNTAC se marchara.

En cuarto lugar, el éxito de las Naciones Unidas estuvo ligado a la imparcialidad sólo en principio y no de hecho. El éxito real de la transición supervisada por la UNTAC no fue gestionar un compromiso pacífico final entre las partes en Camboya, sino alterar el equilibro del poder entre ellas y marginar a la peor. La transición no impuso el final del conflicto violento, pero sí facilitó la re­alineación de los partidos y de las fuerzas militares que podían originarlo. La vieja alineación de la guerra fría entre Sihanuk, Son Sann y los jemeres rojos contra el gobierno instalado por los vietnamitas en Phnom Penh, se transformó en una nueva coalición de todos contra los jemeres rojos. Cualquier paz que Camboya fuera capaz de alcanzar procedería del nuevo equilibrio del poder.

 

Intervención sin confusión

El “mantenimiento de la paz”, punto fuerte de las Naciones Unidas, puede contribuir a fortalecer la paz, pero no la crea como se supone que hace una “imposición de la paz”. Desde el final de la guerra fría, Estados Unidos y la ONU han tropezado con diversas situaciones complicadas en las que no estaba claro qué correspondía a cada una de las dos misiones y ha habido muchas dudas sobre la zona gris existente entre las operaciones emprendidas bajo los Capítulos VI y VII de la Carta de las Naciones Unidas.

Washington y Nueva York han respondido a algunas ásperas experiencias, quedándose empantanados en la indecisión y paralizados por actuaciones a medias (Bosnia), haciendo frente al fracaso y saliéndose de él (Somalia), actuando sólo después de un lar­go período de presión limitada y mal dirigida (Haití) o abs­te­­­­nién­dose de toda acción donde la pedía un desastre más horri­ble que cualquier otro (Ruanda). Para tomar decisiones y hacer una elección mejor, sería aconsejable tener una mayor claridad respecto a cómo hay que ordenar los medios militares para obtener fines políticos.

Reconocer que hacer la paz es decidir quién gobierna. Hacer la paz equivale a determinar cómo terminar la guerra. Si van a intervenir fuerzas estadounidenses o de la ONU para hacer la paz, tendrán que matar a personas y causar destrucción. Si están dispuestos a hacerlo, será después de haber decidido quién va a gobernar después.

Si las pretensiones o actitudes respecto al conflicto local no son suficientemente claras para hacer este juicio tampoco lo son para emprender una intervención que traiga la paz. Por la misma razón, las fuerzas internacionales no deben mezclarse en el peligroso juego de determinar quién gobierna sin esperar una oposición encarnizada. Una intervención que puede detenerse en seco por culpa de unas pocas docenas de bajas, como lo fue la operación de Estados Unidos en Somalia, no debería haber comenzado nunca.

Evitar las medidas a medias. Si Estados Unidos o la ONU quieren llevar la paz a lugares dominados por la violencia antes de que la tragedia se desarrolle en todos sus horribles detalles deben actuar con decisión, ya sea poniendo su peso militar en una de las partes, ya obligando a las dos a alcanzar un compromiso. En cualquier caso, los dirigentes de las potencias exteriores deben evitar lo que el instinto natural de los políticos y burócratas de éxito les dice que es lo sensato: el camino intermedio.

Las medidas a medias con frecuencia tienen sentido en la política interior, pero precisamente porque ya existe la paz. Los intereses en conflicto aceptan compromisos negociados en las legislaturas, adjudicados en los tribunales e impuestos por el poder ejecutivo porque el Estado tiene el monopolio de la fuerza organizada; la pregunta “¿quién gobierna?” está ya respondida. Esa es la premisa de la política en la paz. En la guerra, de lo que se trata es precisamente de decidir esa premisa. El camino intermedio en las intervenciones –especialmente el uso gradual y simbólico de la fuerza– es probable que no haga más que enturbiar los cálculos de ambas partes, alimentar sus esperanzas de victoria o causar la muerte de personas por principios sólo indirectamente relacionados con el propósito de la guerra. Si la fuerza absoluta ha de hacer una contribución directa a la paz, debe enfrentarse con los propósitos directamente relacionados con la guerra: la determinación de las fronteras y la distribución del poder político.

No confundir la paz con la justicia. Si las potencias exteriores quieren hacer lo acertado, pero no quieren hacerlo a lo grande, deben reconocer que dan más valor a la legitimidad que a la paz. La mayoría de las intervenciones militares desde el final de la guerra fría no se han debido a intereses materiales de las potencias exteriores, sino a sus intereses morales: asegurar la paz y la justicia. La paz y la justicia, sin embargo, no son aliados naturales, a menos que coincidan con el poder.

La intervención exterior en una guerra civil se convierte habitualmente en una cuestión a debatir, cuando las partes están tan estrechamente igualadas que ninguna puede derrotar a la otra con rapidez. Y cuando los intereses materiales no están directamente afectados, es poco práctico esperar que las grandes potencias o las Naciones Unidas gasten recursos en una acción militar incontestable y decisiva. De modo que si la paz debe recibir priori­dad, la intervención debe apoyar al más poderoso de los rivales, sin atender a su legitimidad. Si las Naciones Unidas se hubieran inclinado del lado de los serbios o hubieran ayudado a Aidid a hacerse con el control de Mogadiscio, en vez de intentar encarcelarlo, muy bien podría haber habido paz en Bosnia y en Somalia hace tiempo. Si, por el contrario, la prioridad es la justicia, las intervenciones limitadas pueden muy bien prolongar el conflicto. Quizá acabar con las muertes no deba ser la primera prioridad de una operación pacificadora, pero los intervencionistas deben admitir que cualquier intervención supone esa elección.

La tensión entre paz y justicia se plantea también en la apreciación de divisiones territoriales como las propuestas para Bosnia. Si el objetivo es reducir las erupciones de violencia, se deben trazar fronteras que no minimicen las transferencias de población y de propiedades, sino hacer que las fronteras sean coherentes, congruentes con la solidaridad política y defendibles. Esto, desgraciadamente, hace que la limpieza étnica sea la solución de la limpieza étnica. Ello tampoco garantizará contra posteriores erupciones de revanchismo, pero puede hacer menos constante la guerra. Mejor es el modelo de la India y Pakistán que el del Líbano.

No confundir equilibrio con paz o justicia. Evitar que cualquiera de las partes obtenga una ventaja militar impide también el fin de la contienda por medios militares. Los países que no están perdiendo una guerra es probable que sigan luchando hasta que una prolongada indecisión haga parecer desesperada la victoria. Las potencias exteriores que quieran hacer la paz pero no tomar partido o hacerse ellas mismas con el control intentan evitar el favoritismo, impidiendo que su lado invierta un equilibrio inseguro en el campo de batalla, lo que apoya el punto muerto militar, prolonga la guerra y cuesta más vidas.

 

«Los países que no están perdiendo una guerra es probable que sigan luchando hasta que una prolongada indecisión haga parecer desesperada la victoria»

 

Hacer que la intervención humanitaria sea racionalmente militar. A veces el imperativo de detener la matanza o salvar a los hambrientos llega a ser excesivo, incluso para los más endurecidos realistas y la intervención puede ser justificada aunque su objetivo no sea asegurar la paz. Este motivo existía en Bosnia y en Somalia, pero las intervenciones en esos países llevaban consigo la presencia en las zonas de lucha, la fricción constante con combatientes o con las facciones políticas locales y escaramuzas que iban subiendo de tono sin ningún plan estratégico sensato. La mala experiencia en estos casos impidió una rápida intervención multilateral en la carnicería de Ruanda, que podía haber salvado muchas más vidas.

La operación “Provide Comfort”, la intervención humanitaria de Estados Unidos en Irak septentrional, y la reciente acción unilateral francesa en Ruanda proporcionan unos modelos mejores. En estos casos, las fuerzas de intervención trazaron unas líneas donde podían asumir el mando sin luchar, pero que podrían defender si fuera necesario: áreas dentro de las cuales las propias fuerzas de intervención gobernarían temporalmente. Entonces se dedicaron a atender a la población necesitada y a protegerla de ataques. Esa ­acción es un recurso, no una solución, pero es menos probable que empeore la guerra.

En Bosnia, por el contrario, las “áreas de seguridad”, zonas de exclusión de las armas, y las ciudades aprovisionadas desde el aire por los norteamericanos, eran islas rodeadas por fuerzas hostiles y representaban complicadas anomalías territoriales en lo que era, efectivamente, una conquista serbia. No es sorprendente que los serbios se cernieran sobre ellas, esperando para dar el golpe en cualquier momento en el que pensaran que podían ser capaces de hacerlo, sondeando y probando la resolución combativa de las potencias exteriores, esperando que la comunidad internacional se cansara de sostener artificialmente la vida de los enclaves.

Llamar la atención sobre equivocaciones, confusiones e incómodas elecciones no tiene la intención de desacreditar totalmente la intervención. El objeto es abogar en favor de la precaución, porque la confusión acerca de lo que está en juego puede hacer que esas empresas provoquen conflictos en vez de remediarlos. No es imposible hacer lo apropiado. Estados Unidos y las Naciones Unidas han colaborado con éxito en labores de pacificación en el pasado, sobre todo en las guerras de Corea y Kuwait. El entusiasmo por una ampliación de las intervenciones en los conflictos locales a comienzos de los años noventa se basaba en la esperanza de que sólo requeriría una pequeña proporción del esfuerzo de aquellas dos enormes empresas. Por desgracia, esto habría sido probablemente cierto en algunos casos en los que las Naciones Unidas se mantuvieron al margen, como en Ruanda, y falso en otros casos donde entraron, como en Bosnia. La edificación de la paz no siempre costará tanto como en Corea y Kuwait. Sin embargo, las cuestiones subyacentes son exactamente las mismas: quién manda, y en qué partes del territorio, una vez terminada la ­guerra. La intervención que tiene lugar como si las cuestiones fueran distintas y pudieran resolverse mediante una acción dirigida hacia los beligerantes, imparcial y débil en sus posibilidades, es más probable que, en vez de imponer la paz, la evite.