POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 73

Mohamed VI durante una visita oficial en Francia en marzo de 2000/GETTY

El Marruecos de Mohamed VI

Las reformas puestas en marcha por Mohamed VI responden a una transformada sociedad, en la que la juventud de la población y el deseo de cambio hacen inevitable una nueva orientación.
Mohamed Larbi ben Othmane
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La sociedad marroquí vive hoy bajo la presión de numerosos cambios. Éstos no siempre se han identificado de una forma precisa, metódica, y estaría fuera de lugar querer hablar de todos ellos aquí. Los aspectos económicos merecerían por sí mismos una reflexión específica. Igual ocurriría con las medidas políticas en materia de empleo, educación y formación, sanidad o vivienda. Nuestro objetivo es únicamente comprender este cambio desde el punto de vista del desarrollo humano, cultural y, sobre todo, político.

Las transformaciones sociales más destacadas que se registran en el Marruecos actual, más allá del crecimiento de la población, son la aceleración de la urbanización, un relativo control de la natalidad, el surgimiento de la familia nuclear y la mayor esperanza de vida, frente a una incapacidad para satisfacer las necesidades y las demandas culturales y sociales básicas.

Así, el ritmo de crecimiento de la población se mantendrá equilibrado hasta el 2020. A partir de esa fecha, la población aumentará en más de once millones respecto al último censo de 1994. Se prevé llegar a los 37,5 millones de habitantes, desde los 27,8 millones actuales, de los que el 72 por cien (en torno a los veinte millones) es menor de 35 años.

El país tiene, por tanto, una población muy joven, con un fuerte crecimiento potencial, que continuará modificándose bajo el doble efecto del control de la natalidad y la reducción de la tasa de mortalidad. Esto significa que Marruecos registrará, por una parte, un débil descenso del número de jóvenes menores de quince años y, por otra, un aumento de las personas en edad de buscar trabajo.

El desafío inmediato está claro: crear empleo de forma constante. Sin duda, esta meta pesará mucho en los próximos años, e invita desde ahora a pensar de otro modo en las decisiones políticas en materia de inversión, de inserción social y profesional, de flexibilidad global de la sociedad y en las políticas activas de empleo. Hasta el momento, y a pesar de algunas tomas de posición en el discurso dominante, estas políticas todavía no responden a la necesaria redefinición de las acciones del Estado para afrontar de forma concreta el problema del desempleo.

Los déficit, a este respecto, son numerosos. Según el censo de 1994, sólo seis niños de cada diez, de entre siete y diez años, están escolarizados. En el medio rural, menos de la mitad (43 por cien) tiene acceso a la educación, lo que se traduce en una tasa de analfabetismo crónico. El retraso acumulado es tan amplio que serán necesarias acciones concretas para superarlo. En mayo de 1998, el primer ministro, Abderramán Yusufi, declaró: “Entre nuestros habitantes, hay un 55 por cien de analfabetos, más de la mitad de la población gana menos de trescientos dirham por mes; en el campo no hay agua potable, escuelas ni electricidad”.

Las causas de esta situación son numerosas y diversas: mala gestión económica, irracionalidad, nepotismo, falta de sentido cívico, egoísmo, despilfarro, abuso y malversaciones. A esto hay que añadir, además, los escasos recursos del Estado, la ausencia de visión estratégica y una política de despreocupación. La conjugación de todos estos factores con el desinterés –a pesar del grado de subdesarrollo del país– dan la impresión de que los poderes públicos hubieran dimitido.

Así, por ejemplo, la industria editorial produce apenas un libro por día. Según los datos del registro del depósito legal, esta industria editó trescientos libros en 1996, 365 en 1995 y 406 en 1994. Las mayores tiradas de los periódicos oscilan entre la “confidencial” y los 100.000 ejemplares en el mejor de los casos. Los otros sectores de la información –cine, producción audiovisual, teatro– también se caracterizan por el predominio de iniciativas individuales, limitadas y sin importancia para una gran parte de la población.

No obstante, y pese a esta situación, se están produciendo cambios muy perceptibles, especialmente en lo que respecta a la aparición de la sociedad civil y las relaciones entre el Estado y los ciudadanos. Éstas se alejan cada vez más del concepto y de las prácticas del Estado omnipotente y patrimonial. Naturalmente, la evolución es lenta, pero sus efectos ya son evidentes. Bajo la presión de factores internos y externos, se ha avanzado en el ámbito social y en las prácticas de gobierno, sobre todo en lo referido a las libertades.

 

Relaciones exteriores

La presión exterior incide en las transformaciones políticas, económicas y culturales ligadas a la nueva percepción del concepto de injerencia y globalización. Su influencia pro- viene de los acuerdos internacionales ratificados por Marruecos, que comportan a menudo disposiciones de orden político, y también de las relaciones exteriores del país, que debe tener en cuenta los valores del nuevo orden mundial. Como consecuencia de todo ello, el poder marroquí ha modificado y aligerado progresivamente algunos de sus comportamientos pasados en materia de libertades públicas y de reconocimiento de los derechos fundamentales.

Sin embargo, esto no quiere decir que la influencia externa tenga un papel decisivo. Sin duda, ha ayudado, pero paralelamente el papel de los protagonistas nacionales ha sido también muy importante en este camino hacia la democracia.

Dicho esto, en la fase actual, es un error considerar que Marruecos se encuentra en una etapa de transición a la democracia, que en el país está apenas en sus comienzos. El aprendizaje se hace lentamente, a veces dolorosamente. Todavía, el Estado continúa interviniendo en los procesos electorales y manipula los escrutinios. Pero esta situación no debe asombrarnos demasiado, pues hasta ahora los servicios del Estado se han preocupado siempre por tener instituciones dóciles, sumisas y disciplinadas. Las personas son elegidas, principalmente, por su juramento de fidelidad y la confianza depositada en ellas, y no en función de su independencia o de su competencia. Así, el Parlamento existe, pero está constituido de tal forma que nunca ha ejercido la oposición de forma abierta y autónoma frente al gobierno.

La composición del Consejo Consultivo de Derechos Humanos, creado para evaluar y allanar el camino de los informes que le son remitidos, lo con- vierte en un instrumento fácil de controlar. Es cierto que en el ámbito de los derechos humanos, los avances son indiscutibles: los presos políticos han sido liberados, el Estado ha reconocido su responsabilidad en relación a los desaparecidos y sus familias recibirán una indemnización. Pero las organizaciones defensoras de los derechos humanos lamentan que los que gestionan estas cuestiones traten de reconocer el menor número de casos, se nieguen a divulgar la causas de las muertes y las desapariciones o a devolver los cuerpos a sus familias. En este asunto, parece que la política nacional quiere, para empezar, pasar la página de “los años de plomo” sin despertar el pasado.

El control de las instituciones políticas forma parte de la estrategia del poder. En estos últimos años, lo más relevante ha sido que, debido a la presión externa y por la necesidad de me- jorar la imagen del país fuera de sus fronteras, así como por las reivindicaciones y acciones de los elementos nacionales, el poder se ha visto obligado a tomar en consideración determinadas polémicas sociales cada vez más visibles. Esta dinámica reviste diferentes formas y ha dado lugar al nacimiento de diversos grupos sociales y políticos.

 

Un aire innovador

Puede constatarse que hoy en día la vida asociativa y la sociedad están animadas por un aire innovador. Las impulsan una nueva generación de mandos intermedios con formación superior, que se oponen a la tutela del Estado tradicional que, hasta ahora, pretendía dirigirlo todo. Rechazan los esquemas de nepotismo y reclaman un nuevo reparto de tareas y prerrogativas en el seno de la sociedad. Realizan acciones contra la pobreza, el analfabetismo y la corrupción, en defensa del medio ambiente, el civismo… Estas asociaciones están relativamente presentes en los medios de comunicación y saben que cuentan con su apoyo, lo que supone una novedad.

Un viento nuevo sopla también sobre la prensa, que parece redescubrir los méritos de la libertad de expresión. Después de un largo período de intimidación y censura en el que ha estado vigilada muy de cerca y en el que había muchos infiltrados, la prensa empieza a mostrar signos de liberalización. Muchos asuntos eran hasta ahora tabú y no podían ser tratados sin exponerse a sanciones, a veces duras. Hoy en día, cuestiones como la tortura y la violación de los derechos humanos empiezan a aparecer en las portadas de algunos periódicos. Ciertos periodistas han conseguido que los límites de la autocensura retrocedan. Aceptan correr el riesgo de ir tan lejos como permita la ley; por ejemplo, abriendo un amplio debate sobre la “impunidad” y solicitando la “apertura de informes sobre los años negros”. Esta nueva generación de periodistas está descubriendo que los márgenes de maniobra son “mucho más amplios de lo que se podía creer”, y con ellos nace una nueva libertad de prensa.

Los movimientos reivindicativos de las mujeres y de los jóvenes en paro, sobre todo licenciados, inventan cada día, por su parte, nuevas formas de expresión y de lucha por el respeto y la aplicación de sus derechos. Las sentadas y manifestaciones públicas ya no son acciones excepcionales. Se han convertido en formas cotidianas de expresión reivindicativa. Las mujeres se atreven a hablar de acoso sexual, de madres solteras y de la discriminación en los centros laborales, mientras que hace sólo algunos años, a los ojos de la sociedad, el mero hecho de mencionar estos asuntos era algo impensable. Las reivindicaciones a este respecto se añaden, naturalmente, a las que tratan sobre las condiciones jurídicas y personales de la mujer y la búsqueda de la igualdad entre sexos. Por su parte, los licenciados sin empleo prácticamente han conseguido el derecho a manifestarse con regularidad en las calles y ante los lugares simbólicos del poder, como el Parlamento y los ministerios.

Pero si la sociedad se mueve con los medios a su alcance, el poder pare- ce estar expectante. Hasta el momento, ha sido parte activa en la resistencia al cambio. Algunos de sus principales representantes han formado poderosas barreras para ralentizar la locomotora de la transformación y evitar un movimiento radical que modifique las reglas del juego de una sociedad tradicional que ha permanecido mucho tiempo amordazada. En el Marruecos del nuevo siglo, el Estado parece contemplar, más que acompañar o promover, el movimiento de la sociedad moderna. Frente a las presiones externas y los cambios internos, ha tendido a recuperar y dominar dicho movimiento en lugar de proporcionarle los medios para expresarse y volverse irreversible. El Estado está más preocupado por aparentar que por la necesidad de cambiar.

En cualquier caso, la combinación de todos estos factores puede desembocar en una nueva percepción de las relaciones entre el Estado y el ciudadano. Probablemente, todos ellos están creando una nueva clase ciudadana, una especie de “nueva condición mínima garantizada”, fundada en los derechos del hombre y del ciudadano, tal como se “reconocen universalmente” y tal como los proclama la Constitución.

Tras la muerte de Hassan II y la llegada al trono de Mohamed VI –joven rey cuyos primeros gestos y sus discursos inaugurales fueron innova- dores y pasarán a la historia–, el pronóstico no parecía demasiado optimista. Sin duda, el país parece empezar una nueva era. Después de casi cuarenta años con un sistema en el que prevalecía la ley del más fuerte, el nuevo monarca intenta demostrar que quiere reinar de “otra forma”. Bajo el antiguo régimen, los gobernantes detentaban todos los poderes, así como la totalidad de los triunfos. Los adversarios no tenían otra elección que someterse o ser apartados de forma más o menos violenta. Este período caracterizado por el conflicto, y en el que quien poseía todos los poderes tenía que ganar siempre y en cualquier circunstancia, puede cambiar ahora.

En primer lugar, este cambio parece confirmar un nuevo concepto del poder, más próximo al pueblo y más respetuoso con los derechos humanos y políticos. Mohamed VI, desde su acceso al trono, ha demostrado interés y voluntad por transformar el sistema. Las decisiones del monarca en este sentido son numerosas y se producen en distintos ámbitos. Las más importantes se refieren al control de los servicios de seguridad, la designación de nuevos responsables en el ministerio del Interior (estratégico y tentacular), una distinta gestión del asunto del Sahara y la confirmación oficial de elecciones democráticas. Incluso el comportamiento del rey ha cambiado, y se ha podido comprobar en sus desplazamientos a distintas provincias, especialmente en el Rif como muestra de consideración hacia los más pobres. De tal manera que muchos hablan de “revolución monárquica” y de una voluntad de ruptura con las contradicciones del viejo majzen, un verdadero empeño en liberalizar y modernizar el país.

Esta manera de reinar aumenta, de manera considerable, la popularidad del joven rey. Su comportamiento público, marcado por la sencillez, su voluntad de actuar como un monarca cercano o la justicia de las decisiones tomadas hasta ahora, han despertado nuevas esperanzas entre la población. Por lo tanto, las expectativas son ahora inmensas.

Esta nueva época de reformas debería tener en cuenta a los centros de poder tradicionales, porque conservan la capacidad de crear ilusiones y permanecen fuertes para inmiscuirse e infiltrarse en los mecanismos del cambio. La sociedad que ellos han administrado sigue estando bajo vigilancia. Ahora bien, a la sociedad marroquí le falta aún lo esencial: capacidad para organizar un verdadero contrapoder y asegurar una resistencia democrática. Para esto son necesarias varias condiciones. Una de las más importantes es devolver la soberanía al pueblo y conferir legitimidad a las instituciones. Solamente así la sociedad asegurará su propia estabilidad y su desarrollo y podrá delegar en el poder el derecho a gobernar para todos.