POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 72

George Kennan, durante una comparecencia ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de EEUU, en febrero de 1966. LIBRERÍA DEL CONGRESO DE ESTADOS UNIDOS

‘La OTAN sigue siendo una alianza militar y si se dirige contra algún país, ese es Rusia’

En esta entrevista, George Kennan, figura clave en la construcción de la política de EEUU hacia Rusia, analiza las consecuencias la ampliación de la OTAN al Este y el futuro de la arquitectura de seguridad en Europa.
Richard Ullman
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El pasado mes de junio, George Kennan y Richard Ullman mantuvieron en la Universidad de Princeton la siguiente entrevista, en la que el veterano diplomático e historiador norteamericano repasa las principales claves de la actualidad internacional.

Richard Ullman: ¿Le sorprende el papel que ha desempeñado Rusia en las negociaciones sobre Kosovo?

George Kennan: No. Para ellos es una cuestión de prestigio. Precisamente porque no poseen ahora un gran poder militar, temen que el resto del mundo se olvide de que son un gran pueblo, lo que por supuesto son en muchos aspectos y no sólo en lo militar. Ser capaces de desempeñar un papel útil en la solución de la crisis de Kosovo es, para muchos rusos, una fuente muy importante de seguridad en sí mismos; y no veo razón para que, en principio, no la aceptemos. Sin embargo, su participación planteará problemas. Habrá desacuerdos y tal y como está la vida internacional será preciso el compromiso en muchos puntos.

R.U: ¿Cómo se explica el caos que reina en Rusia?

G.K: ¿Caos? No estoy seguro de que ésa sea la mejor palabra para definirlo. La situación es, desde luego, terrible. Pero la vida sigue. Esperábamos que en sólo diez años cambiaran un sistema de gobierno, social y económico. Incluso en las condiciones más favorables habría sido difícil. Pero consideremos su situación. Desde la Guerra de los Treinta Años, creo, ningún pueblo ha sido más profundamente dañado y reducido como el ruso en las sucesivas oleadas de violencia que ha vivido durante ese pasado tan brutal: la guerra ruso-japonesa de 1904-05; las terribles pérdidas humanas ocasionadas por la participación de Rusia en la Primera Guerra Mundial; las crueldades y la lucha que formaron parte de la consolidación del régimen comunista inmediatamente después de esa guerra; más tarde, las inmensas pérdidas humanas en la Segunda Guerra Mundial; y, finalmente, a lo largo de setenta años, dominando todos esos desastres, están los enormes daños sociales, espirituales, incluso genéticos, infligidos al pueblo ruso por el propio régimen comunista. En este vasto proceso de destrucción, todos los pilares sobre los que cualquier sociedad moderna debe asentarse –fe, esperanza, confianza nacional, equilibrio entre las distintas generaciones, estructura familiar, entre otros muchos– han sido destruidos. El proceso abarcó tres generaciones del pueblo ruso. Semejantes pérdidas y abusos no se restauran en un decenio, quizá ni siquiera en una sola generación. Usted puede preguntar ¿no fue culpa en buena parte de sus distintos gobiernos? En efecto, lo fue. Pero no del impotente pueblo ruso.

R.U: Una de las cosas más llamativas es la ausencia de un sentimiento de esfuerzo común. Cada cual parece ir solo a lo suyo.

G.K: Sí, ésa es la sensación, sobre todo en algunos sectores marginales de la sociedad rusa. Pero no hay que olvidar los aspectos positivos de la situación. El comunismo ha sido abandonado. Tienen una Constitución, elecciones e instituciones democráticas. Desde luego, es cierto que estas instituciones funcionan extraordinariamente mal. Pero nadie ha exigido en serio su desaparición. Para mí, uno de los elementos más alentadores del actual período ha sido la paciencia casi patética del pueblo ruso frente a las terribles condiciones bajo las que se ha visto obligado a vivir. Creo que es asombroso que no haya habido un mayor movimiento popular de vuelta al comunismo, porque en muchos sentidos su situación actual es peor que en los años finales del sistema comunista.

R.U: A mí me sorprende que la sociedad no se haya rebelado contra los enormes beneficios obtenidos por algunos individuos.

G.K: Bueno, creo que eso ocurrirá pronto. Espero, por lo menos, que en las próximas elecciones podamos ver un cambio a mejor en ese aspecto. El Parlamento saliente se compuso de muchas personas que tenían un pie en el viejo régimen y otro fuera de él, y nunca sabían del todo cómo comportarse. Pero lo que ahora se acerca tiene que ser un cambio de generaciones. Es de suponer que personas más jóvenes ocupen posiciones de mayor poder que en el pasado. Y tengo la esperanza de que su participación en la vida política traiga aportaciones positivas de uno u otro tipo.

 

«Nunca he tenido pruebas de que la reciente ampliación de la OTAN (que ha introducido a polacos, checos y húngaros) fuera necesaria o deseable»

 

R.U: También llama la atención en la situación actual el hecho de que algunos rusos a los que habría caracterizado de liberales –intelectuales de instituciones con las que todos hemos cooperado durante tantos años– hayan tomado posturas muy duras contra la OTAN, contra su ampliación y contra la intervención de ésta en Kosovo, y me pregunto si lo han hecho porque es realmente lo que sienten y piensan, o si se trata de otra actuación de cara a la opinión pública rusa. Existe gran animosidad hacia la OTAN entre muchas personas que yo llamaría liberales. Hay pocos que tengan el valor de decir que la OTAN no amenaza a Rusia y que la limpieza étnica y los acontecimientos de Kosovo son tan escandalosos que exigen la participación atlántica.

G.K: Si entiendo correctamente su opinión, me temo que en este punto usted y yo estamos en desacuerdo. Nunca he tenido pruebas de que la reciente ampliación de la OTAN (que ha introducido a polacos, checos y húngaros) fuera necesaria o deseable. Ahora algunos defensores de la ampliación nos presionan para que admitamos a los países bálticos. Creo que esto sería sumamente desafortunado. Estoy de acuerdo en que la OTAN tal como la conocemos en este momento no tiene intenciones de atacar a Rusia. Pero la OTAN sigue siendo, en concepto y en sustancia, una alianza militar. Si hay algún país contra el que se conciba que vaya a dirigirse, ése es Rusia. Y, con seguridad, ésa es la forma en que los polacos y otros pueblos de la región la perciben.

Las fronteras entre Rusia y los países bálticos son sensibles. No voy a entrar en la historia de las relaciones de Rusia con aquellos pueblos, aunque le pido que recuerde que pertenecieron al imperio ruso durante cerca de doscientos años con anterioridad a la Primera Guerra mundial, y gran parte de su progreso hacia la vida moderna se alcanzó durante ese tiempo. Entonces, a lo largo de casi veinte años, fueron completamente independientes, lo que fue aceptado por el resto del mundo y, con la excepción de los comunistas, por la mayoría de los propios rusos. Fue preciso que Hitler obligara al gobierno ruso a ocuparlos en 1939 para poner fin a su independencia en 1940. La posterior entrada de fuerzas rusas se produjo durante la expulsión del ejército alemán de aquella región, lo que tuvo la total y entusiasta aprobación de Estados Unidos.

En otras palabras, las relaciones rusas con los pueblos bálticos han tenido muchos altibajos. Han sido parte de Rusia más tiempo que de cualquier otro país. Durante una época fueron plenamente independientes. Nunca he dudado ni discutido si su independencia era deseable. Nunca dejé de abogar por ella durante los años en que no la tuvieron. Pero no creo que sea bueno para la OTAN intentar complicar esa histórica relación con la admisión de los países bálticos en algo que los rusos tienen que considerar a la fuerza como una alianza militar antirrusa.

R.U: ¿Cómo cree usted que deberían ser las relaciones entre Rusia y las exrepúblicas soviéticas dentro de un decenio?

G.K: Creo que no serán muy complicadas. Después de todo, los rusos han sido quienes, bajo el mandato de Boris Yeltsin, tomaron la iniciativa de empujar a esas repúblicas hacia la independencia hace diez años. No les dejó otra alternativa que aceptarla. ¿Por qué va a querer el actual gobierno ruso invertir el proceso? En general, Rusia se las ha arreglado mejor sin ellas.

Por supuesto, existe el problema de las minorías rusas en dos o tres de esos países. En el caso de Ucrania, en particular, se produjo al hundirse el comunismo, la definitiva cesión a aquel país de la península de Crimea, no ucraniana en su totalidad, junto con una de las tres mayores bases navales rusas. De ello también Estados Unidos debe aceptar una parte de culpa. Pero incluso en este caso, todas las recientes aspiraciones rusas se han limitado a aliviar los efectos de estas equivocaciones; y no han tomado forma de ataque a la independencia ucraniana.

R.U: Ahora, dígame: ¿qué ha hecho Estados Unidos bien y qué ha hecho mal respecto al problema de Rusia desde el final de la guerra fría?

G.K: Desde luego ha sido una historia llena de buenas intenciones. Creo que nos equivocamos al pensar que una cierta cantidad de dinero en manos del actual gobierno ruso mejoraría las cosas. Pero gran parte de él ha ido a parar a los bolsillos de distintos individuos. No se debería haber entregado dinero a ese país hasta que hubieran existido garantías institucionales contra su mal uso para fines que EE UU jamás se propuso.

R.U: ¿Qué piensa usted de Yeltsin?

G.K: Me preguntaba usted qué es lo que el gobierno estadounidense ha hecho mal en sus relaciones con Rusia. En mi opinión, una de ellas ha sido la excesiva personalización de las relaciones, como si todo se mantuviera o se hundiera siguiendo el destino de uno u otro individuo, Yeltsin, Gorbachov o quien fuese. Debería destacar que ésta es una debilidad de la diplomacia norteamericana que va más allá de Rusia. Parece que prefieren tratar con estadistas individuales más que con sus gobiernos. Entre todos esos llamados dirigentes mundiales a quienes hemos cultivado, algunos eran verdaderos dictadores, otros no. Pero parece que los hemos tratado a todos como si eso fuera precisamente lo que esperábamos que fuesen y, en cierto sentido, quisiéramos que fuesen. De ahí todas las reuniones de alto nivel, con derroche de dinero y tiempo. Sugiero que los gobiernos traten a otros gobiernos como tales y eviten implicaciones innecesarias, sobre todo implicaciones personales con sus dirigentes. Los líderes, incluidos los norteamericanos, llegan y se van, los gobiernos permanecen, y por esa razón las relaciones entre los gobiernos son, a la larga, quizá menos brillantes, pero más seguras.

R.U: ¿Cómo dirigiría usted esas relaciones?

G.K: Ante todo recomendaría una disociación mucho mayor de los asuntos internos, por parte del gobierno norteamericano. Me gustaría ver que el gobierno abandona paulatinamente su defensa pública de la democracia y los derechos humanos. Permítame que subraye que hablo de gobiernos, no de entidades privadas. Si en EE UU otros quieren defender la democracia o los derechos humanos (cualquiera que sea el significado de estos términos), estaría perfectamente bien. Pero no creo que tales cuestiones deban entrar en las relaciones diplomáticas con otros países. Si otros quieren establecer cambios en sus condiciones, de acuerdo, no hay objeción, pero no el departamento de Estado ni la Casa Blanca, porque tienen cosas más importantes que hacer.

Tampoco deben permitir que estas cuestiones afecten a nuestras relaciones con China. Los chinos, en mi opinión, son los franceses de Asia. Estos dos pueblos son semejantes en muchos aspectos: ambos son orgullosos, conscientes de ser portadores de una gran tradición cultural. Realmente, a ninguno de ellos les gustan los extranjeros; o al menos la presencia de extranjeros entre ellos. Quieren que se les deje en paz. La política estadounidense, en cualquier caso, debería tratarlos con la cortesía y el respeto más exquisito de forma oficial, sin esperar demasiado a cambio. En particular, no veo razón para todos esos altibajos que se perciben en las relaciones con China. ¿Qué esperamos de los chinos? No van a amarnos, hagamos lo que hagamos. No van a volverse como nosotros. Y realmente carece de elegancia  que los tratemos como inferiores y vengamos a decirles: “Deberían aprender a gobernarse como lo hacemos nosotros”. Por favor, ¿no podemos dejar a un lado todas esas tonterías? Que la gente sea como es, y tratémosla en consecuencia.

R.U: Por supuesto, la administración de Estados Unidos se ve a menudo obligada a asumir posiciones retóricas debido a la opinión del Congreso.

G.K: Pagamos nuestro precio por ello. Eso es todo lo que puedo decir. Creo que precisamente en este punto la rama ejecutiva del gobierno ha sido tan mala, si no peor, que el Congreso. Pero toda esta tendencia a considerarnos el centro de la ilustración política y maestros del resto del mundo me parece totalmente irreflexiva, vanidosa e indeseable. Si creemos que la vida aquí, en nuestro país, tiene aspectos meritorios dignos de la emulación por pueblos de otros lugares, la mejor forma de recomendarlos, como mantenía John Quincy Adams, no es predicarlos a los demás, sino utilizar la fuerza de su ejemplo. Estoy completamente de acuerdo con esa idea.

R.U: Pero ¿no hay ocasiones –como los asesinatos en masa de Ruanda y la limpieza étnica de Kosovo– en las que las violaciones de los derechos humanos son tan horrendas que quedarse a un lado y no hacer nada nos coloca en la posición de cómplices virtuales de un régimen criminal? ¿Qué es lo que recomendaría usted como política de EE UU en casos en los que está claro que poseemos los recursos y el poder para evitar o enmendar, con un daño mínimo para nosotros, estas enormes violaciones y en cuya intervención nos acompañarían cierto número de Estados que colectivamente componen el sistema internacional?

 

«La tendencia de EE UU a considerarse el centro del mundo es irreflexiva, vanidosa e indeseable»

 

G.K: Espero que me perdone, pero me quedo algo perplejo por su pregunta, porque me parece que implica que no solamente debemos comprometernos en una breve intervención humanitaria –lo cual podría ser factible–, sino que deberíamos considerar seriamente apoderarnos, por tiempo indefinido, de una buena parte de los poderes de los gobiernos en cierto número de países no europeos y dirigir allí las cosas a nuestra manera en lugar de hacerlo a la suya. Piensa usted, según entiendo, que tenemos los recursos precisos para hacerlo. Dudo mucho de ello: ni los dólares ni las bayonetas pueden asegurar el éxito. Sería preciso un compromiso duradero por parte del pueblo y del gobierno sólo para iniciar esta tarea, y no me es posible ver ni razones ni posibilidades para ello. Por lo general, no hemos tenido nada que ver con los orígenes de regímenes de otros continentes que oprimen a su propia población; y no veo razón para que se nos haga responsables de esas desagradables prácticas y nos consideremos culpables si continúan ejerciéndose.

Evidentemente, Europa es otra cuestión. Por supuesto, no podemos quedarnos al margen y pretender no interesarnos por abominaciones tales como el Holocausto o los intentos de Milosevic por destruir a la población musulmana de Kosovo. Semejantes empresas atentan contra las raíces de una civilización europea de la que en gran medida aún somos parte. Nuestra pertenencia a la OTAN impediría por sí sola cualquier tendencia por nuestro lado de asumir una postura totalmente desinteresada hacia tales acontecimientos. Pero incluso en ese caso hay límites para lo que otros deben esperar de nosotros y para lo que debemos esperar de nosotros mismos. Los recursos a los que habríamos de recurrir en cualquier participación de mayor alcance que la de Kosovo competirían cada vez más con las exigencias interiores. Y cualquier participación de nuestras fuerzas armadas en aquella región sería algo para lo que ni nuestra opinión pública ni la del Congreso están convenientemente dispuestas. Y, además, está el hecho de que Kosovo es sólo una parte del problema de la región balcánica en su totalidad; y ése es, claramente, un asunto de los propios europeos. Ellos, y no EE UU, son los que han de convivir con cualquier solución a largo plazo que se le dé a esa cuestión. No podemos resolvérsela, ni debemos intentar hacerlo.

Esas consideraciones y otras como ésas me hacen pensar que lo que debemos hacer en este punto es tratar de recortar el alcance de nuestros sueños y aspiraciones que tenemos sobre nuestras posibilidades de liderazgo mundial. Realmente, no somos tan grandes. En estos momentos tenemos graves problemas dentro de nuestra sociedad, y a veces me parece que la mejor ayuda que podemos prestar a otros sería permitirles observar que nos enfrentamos a esos problemas con un poco más de imaginación, valentía y resolución de lo que se ha visto en el pasado reciente.

R.U: Estados Unidos es hoy la única superpotencia del mundo. ¿Cuánto durará esto?

G.K: Si se mide sólo por estadísticas militares podría durar supongo que mucho tiempo. Después de todo, tenemos cogido por la cola, bajo la forma de nuestro Pentágono, a un enorme monstruo burocrático que no sabemos ni siquiera cómo reducir, por no hablar de cómo ponerlo totalmente bajo control. Pero el poder puramente militar, incluso en sus dimensiones mayores de superioridad, sólo puede producir éxitos a corto plazo. Cuando en 1941 trabajaba en Berlín, en el apogeo de los éxitos militares de Hitler, intentaba persuadir a algunos amigos dentro de nuestro gobierno de que, incluso si Hitler conseguía alcanzar el dominio militar sobre toda Europa, no sería capaz de transformarlo en ninguna clase de preeminencia política duradera, y daba mis razones para esta deducción. Entonces hablábamos sólo de Europa. Aplicado a la escala mundial, ello es, por supuesto, aún más cierto. Puedo decir sin vacilación que este planeta nunca va a ser gobernado por ningún centro político único, cualquiera que sea su poderío militar.

 

«El planeta nunca será gobernado por un único centro político, cualquiera que sea su poderío militar»

 

R.U: No es sólo nuestro poder militar lo que hace de nosotros el número uno. Para bien o para mal, nuestro impacto cultural es igualmente inmenso. El mundo acude en masa a nuestra cultura popular.

G.K: Eso parece cierto. Exportamos a cualquiera que pueda comprarlas, o robarlas, las más baratas, necias y vergonzosas manifestaciones de nuestra “cultura”. No es de extrañar que esas efusiones sean el hazmerreír de las personas inteligentes y sensibles de todo el mundo. Pero mientras permitamos que millones de nuestras salas de estar se llenen todas las tardes con esta basura, en gran parte dirigida a los niños en edad escolar, comprendo que haríamos un mal papel intentando negarla a los que viven fuera de nuestras fronteras. Aparte de que no tendríamos éxito. De cualquier manera, en la era de la informática está a disposición de todos los que quieran pulsar un botón y recibirla. Así, supongo que debemos esperar que, a pesar de nuestra superioridad militar, muchos extranjeros nos consideren los zopencos intelectuales y espirituales del mundo, hasta que podamos cambiar la imagen que de nosotros mismos damos.

R.U: Permítame que le haga algunas preguntas acerca de su propia obra. Su carrera ha sido la de un diplomático y un historiador, un analista de la política internacional. ¿Se puede imaginar no haber tenido su experiencia diplomática y, sin embargo, ser la clase de historiador que ha sido? ¿Cómo ha afectado su anterior experiencia diplomática a su trabajo intelectual?

G.K: Bueno, sí, pero ésta era por supuesto la clase de historia que quise escribir. Si hubiese escrito poesía o novelas, mi historial diplomático anterior no me hubiera sido de mucha ayuda.

Pero había otra razón, e incluso más importante, por la que he disfrutado y me he sentido satisfecho dedicándome a escribir esta clase de libros. Todo el que intente escribir esta historia me parece que debe atender a dos tipos de requerimientos. El primero es que haga todo lo posible para aclarar los hechos de un incidente particular o capítulo de la historia, para que sean accesibles al lector. Los hechos desnudos constituyen el porqué de la historia, y exigen, desde luego, el mayor respeto. Pero más allá de ellos se encuentra la pregunta del cómo, de las relaciones de esos hechos con el comportamiento de las personas implicadas. ¿Cómo percibieron los hechos los protagonistas de cualquier drama histórico y cómo los relacionaron con lo que ellos mismos estaban haciendo? En esto, en intentar responder a esta pregunta como cuestión de análisis crítico, es donde el propio historiador entra en escena, porque tiene que preguntarse (y esto es en parte cuestión de ser capaz de identificarse imaginativamente con las personas sobre las que escribe) cuáles eran los motivos de esos personajes históricos. ¿Cuál era su propia visión de lo que hacían y por qué lo hacían? ¿Qué parte desempeñó esta visión en el resultado? ¿Hasta qué punto estaba deformada por el astigmatismo subjetivo de sus vidas y emociones? ¿Cómo se relacionan sus esfuerzos, a la luz de la perspectiva histórica, con el resultado definitivo de su comportamiento?

Me parece que es en el análisis y descripción de todo esto donde el historiador diplomático, si es que merece ese nombre, adquiere su propia entidad. Porque las personas sobre las que escribe eran, por supuesto, en muchos aspectos, criaturas de su tiempo –de sus costumbres y su manera de considerar las cosas–, pero también eran seres humanos; y los seres humanos no han cambiado mucho de generación en generación. Si uno, como historiador, puede mostrar a personas de otras épocas, y en este caso a nuestros propios contemporáneos, algo que explique por qué ciertos personajes reaccionaron como lo hicieron, algo, como digo, acerca del cómo de la historia además del porqué, entonces aportará a sus coetáneos una información que no sólo se refiere a personas de otro tiempo, sino también acerca de nosotros mismos. Y aquí radica, para mí al menos, la fascinación y el disfrute al escribir esta clase de historia. Es más que una mera explicación de lo que ocurrió en el pasado; es una explicación de cómo, trasladados a una época distinta con todas las circunstancias de ese entorno, podríamos haber reaccionado nosotros mismos.