POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 154

Cumbre del “Diálogo 5+5” en Malta, entre líderes de ambas orillas del Mediterráneo, en octubre de 2012. GETTY

Europa y la democracia en el norte de África

La ‘primavera árabe’ ha obligado a la UE a revisar sus políticas hacia el norte de África. El primer paso es restaurar el vínculo entre desarrollo, democracia y seguridad. La UE aún debe demostrar su utilidad en la transformación política y económica de la región.
Hélène Michou, Eduard Soler i Lecha y José I. Torreblanca
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Solo unos años antes de las revueltas árabes, en 2005, Kofi Annan había liderado un proceso de reflexión en las Naciones Unidas que le llevaría a proclamar, en un discurso de profundísimo impacto en el mundo de la cooperación al desarrollo: “No disfrutaremos de desarrollo si no hay seguridad, no disfrutaremos de seguridad sin desarrollo, y no disfrutaremos de ninguno de esos dos elementos sin respeto por los derechos humanos. Ninguno de esos elementos puede ser conseguido independientemente del otro”.

¿Por qué las políticas de la Unión Europea hacia el norte de África hicieron caso omiso de sus recomendaciones? ¿No habían dejado en evidencia año tras año los informes de desarrollo humano publicados por el PNUD el lamentable estado de las libertades, la corrupción y las duras condiciones en las que se desenvolvía el día a día de las poblaciones en la región? ¿No estaban al alcance decenas de indicadores sobre el lamentable estado de los derechos humanos y los retrocesos en esa materia? ¿No era evidente que el proceso de sucesiones dinásticas puesto en marcha por Hosni Mubarak, Muamar el Gadafi e incluso Zine el Abidine ben Alí suponían la consolidación de regímenes corruptos y patrimonialistas? ¿Cómo es posible entonces que teniendo todos estos datos delante se optara por mirar hacia otro lado e incluso, bajo presidencia española, se propusiera negociar con Túnez un estatuto avanzado en sus relaciones con la UE?

De tan desentrenado que la UE tenía el músculo democrático en su política exterior, ni siquiera interpretó el mensaje que los primeros levantamientos populares en el centro y oeste de Túnez estaban lanzando al mundo a finales de 2010. Se hizo el silencio hasta que Ben Alí optó por el exilio y, en algunos casos, más que silencio lo que hubo fue un apoyo explícito al régimen anterior. Si algo refleja bien la ceguera europea fue el error histórico de Michèle Alliot-Marie, ministra de Interior francesa, al responder al levantamiento de la población en Túnez enviando material antidisturbios a Ben Alí para que pudiera “controlar” la revuelta. La vergüenza que supuso la colaboración europea hasta el último minuto con los regímenes de la región fue tan profunda y mayúscula que grabó en la conciencia de los europeos el deseo de no volver a caer en el mismo error.

Redimirse pasaba, entre otras cosas, por restaurar el vínculo roto entre desarrollo, democracia y seguridad. Así se refleja, a nivel retórico, en la revisión de la Política Europea de Vecindad de 2011, en la que se entona un mea culpa acerca de los errores, contradicciones e inconsistencias de las políticas pasadas. A partir de ahora, afirma la UE, no se subordinarán la democracia y los derechos humanos a la seguridad o el desarrollo económico, sino que se aspirará, bajo el manto de una intensa condicionalidad política y económica, a lograr una “democracia de verdad” o deep democracy, utilizando el término inglés que han acuñado las instituciones europeas. Sobre el papel, la UE parece querer abrir una nueva etapa en sus relaciones con los vecinos, en especial con aquellos inmersos en un proceso de cambio político. Una nueva etapa en la que se adapten o corrijan las políticas que hasta entonces ha empleado la UE en el Mediterráneo. Al reconocer sus errores y disculparse por ellos, la Unión ha pedido una segunda oportunidad para demostrar que puede ser útil en la transformación política y económica de la región.

Junto a la UE, sus Estados miembros, en especial aquellos que han tenido un papel activo en el norte de África, están llevando a cabo un proceso de revisión y reorientación de sus políticas hacia la región. En buena medida, coinciden en que es necesario integrar los tres pilares de la política exterior: diplomacia, desarrollo y seguridad. Una tarea enormemente compleja que exige cambios profundos en las maneras de pensar y trabajar de numerosos actores, también en sus culturas administrativas y sus procedimientos de actuación. La comunidad formada por los cooperantes y las instituciones de ayuda oficial al desarrollo tiene su propia lógica, inercias y maneras de ver el mundo. Estas no coinciden siempre con las de los diplomáticos, acostumbrados a procesar el mundo en función de los intereses del Estado y, menos aún, con las visiones de las fuerzas armadas, cuya visión de la seguridad se centra mucho más en los aspectos militares que en los relacionados con la seguridad humana. Pero incluso en el mejor de los casos, esos esfuerzos pueden fracasar si las condiciones locales no son favorables. Las recientes experiencias en Irak y Afganistán no han resultado muy alentadoras, pues incluso con la mejor de las voluntades y recursos, la construcción de Estados viables, democráticos, prósperos y seguros se ha demostrado muy difícil.

Aprendiendo de los errores del pasado y adaptando sus políticas a un nuevo contexto, el reto consiste en restaurar los vínculos entre democracia, desarrollo y seguridad de tal manera que unos y otros se refuercen y no se debiliten mutuamente. Por ejemplo, consiguiendo un nivel de “seguridad básica” que permita desarrollar unos grados de gobernanza aceptables, la reforma de los sistemas de justicia y la creación de empleo. Como bien se señala en el Informe sobre el Desarrollo Mundial 2011 del Banco Mundial, el éxito en las transiciones políticas está totalmente vinculado a la capacidad de los reformistas de lograr resultados concretos sobre el terreno. Y es que en el norte de África se necesitan urgentemente pactos y avances tangibles que demuestren a la sociedad que su esfuerzo y valentía no han sido en vano.

 

El caso de España

España también aspira a integrar de forma más eficaz la diplomacia, la defensa y la cooperación al desarrollo (las tres D) en su política exterior. Dicha voluntad se plasma, al menos sobre el papel, en documentos como la Estrategia de Seguridad Nacional de 2011 y su revisión posterior en 2013. En la práctica, sin embargo, estos tres pilares se despliegan con escasa coordinación y muchas de las recomendaciones de esta estrategia parecen olvidarse en un cajón. El reto es pasar de la retórica a la acción en un contexto económico adverso, con drásticos recortes que afectan muy especialmente a las partidas de cooperación.

España también aspira a hacer uso de esta segunda oportunidad en el norte de África. Como han hecho otros Estados europeos, el gobierno español se ha situado al lado de las sociedades que han iniciado la vía del cambio y la transición. Este apoyo no está exento de contradicciones, especialmente porque, como sucede en tantos otros países europeos, hay escasa voluntad de enfrentarse a los autócratas que siguen en el poder en muchos países árabes y de exigir reformas más rápidas y profundas en algunos países de nuestro entorno.

 

«Los cambios sucedidos desde 2011 suponen una oportunidad para reformular la promoción de la democracia y los derechos humanos»

 

Con todo, la voluntad de acompañamiento a las transiciones se ha concretado en el programa Masar, lanzado por el ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid) a finales de 2012. Con un presupuesto inicial de cinco millones de euros para el periodo 2012-13, Masar se centra en dos prioridades: reforzar las instituciones públicas y la capacitación de actores de la sociedad civil. Es demasiado pronto para juzgar si este programa tendrá éxito o si las expectativas que suscita son demasiado ambiciosas. Lo cierto es que el proceso de diseñar, implementar y coordinar la respuesta española a la “primavera árabe” es casi tan importante como los resultados. Una visión estratégica global y un enfoque coordinado entre ministerios son elementos esenciales para que este precedente tenga éxito. La crisis económica puede impedir que España disponga de recursos financieros significativos, pero el país puede tener una visión abierta en otros ámbitos (mercados y movilidad). Esta postura exigirá actuar con valentía ya que puede implicar decisiones impopulares y sacrificios a corto plazo en un contexto económico difícil, pero ofrece una estrategia coherente a largo plazo.

 

Obstáculos a sortear

Varios factores amenazan la efectividad de la reorientación de las políticas europeas y, entre ellas, la de España. Las segundas oportunidades a menudo se desperdician y luego es mucho más difícil que se concedan terceras o cuartas. Un conjunto de dificultades estructurales y coyunturales amenazan con hacer de esta reorientación un paréntesis para trasladarnos a la casilla de salida. Entre los factores estructurales sobresale la permanencia de culturas burocráticas que no interactúan y que acaban generando pesadas inercias institucionales. También hay recurrentes problemas de coordinación entre los principales donantes institucionales, incluida la deficiente coordinación entre los Estados miembros de la UE.

Entre los factores coyunturales destaca el incremento de la inestabilidad en la región, en especial con la aparición de nuevos focos de conflicto como el del norte de Malí, pero también con la creciente paralización política y la aparición de movimientos radicales en algunos de los países inmersos en transiciones políticas. La frustración por la lentitud de los cambios políticos y por la ausencia de mejoras en la vida cotidiana puede exasperar tanto a las sociedades árabes como a los socios europeos. Finalmente, la crisis económica e institucional que afecta a Europa y muy especialmente a los países del sur supone un freno no solo en la magnitud sino en la ambición de la ayuda. El impacto de esta crisis es claramente visible en la disminución de los presupuestos destinados a la cooperación internacional de algunos Estados miembros, de los que España es el más claro ejemplo. Además, la crisis está obligando a los europeos a centrar esfuerzos en resolver sus problemas internos, relegando la política exterior a un segundo plano.

 

Recomendaciones

Los españoles, como el resto de europeos, tienen una segunda oportunidad para diseñar políticas que aprovechen, en vez de socavar, las sinergias que existen entre seguridad, democracia y desarrollo económico. Lo que en el pasado la acción exterior española no pudo lograr es hoy un objetivo plausible y razonable: una política de cooperación que sitúe como prioridad contar con una serie de Estados bien gobernados, estables y prósperos en el norte de África. Asumiendo estas prioridades como propias se daría respuesta a las demandas de cambio expresadas por las sociedades de la región, dirigidas no solo a sus propios gobiernos sino también a las políticas de los principales actores internacionales. Consolidar la reorientación de la política de cooperación hacia esta región pasa, en el caso de la UE pero también de España, por cinco líneas de actuación:

1.– Asumir que la seguridad es una etapa intermedia y no un fin en sí mismo. Es imprescindible no confundir el hecho de que sin un mínimo de seguridad sea imposible avanzar en la consolidación de la transición política y establecer las bases para un desarrollo sostenido y sostenible, con la “securitización” de las relaciones con los países del norte de África. Un nivel mínimo de seguridad resulta indispensable para poder desarrollar con garantías una cooperación internacional efectiva, pero esta no puede tener como objetivo último el mantenimiento de esa situación de seguridad mínima, sino que debe avanzar sostenidamente hacia la consolidación de la transición democrática y las bases para un desarrollo económico sostenido que garantice la cohesión social.

2.– Asegurar que los actores responsables de la promoción democrática, del desarrollo económico y de la seguridad compartan objetivos y actúen de manera coordinada. O, lo que es lo mismo, diplomáticos, cooperantes y militares no pueden trabajar desde compartimentos estancos sino que han de asegurar, cada uno con sus instrumentos y capacidades, el avance hacia unos objetivos comunes. Ahí es donde toma importancia el concepto anglosajón de whole of government approach, caracterizado por implicar a las diferentes ramas del ejecutivo a través de mecanismos institucionalizados que favorezcan la coordinación interministerial. De esta manera, la restauración del vínculo estratégico no pasa solo por la inclusión de elementos correspondientes a los tres aspectos de la acción exterior en los programas de ayuda elaborados por las agencias de cooperación; es necesario que todos los entes gubernamentales relacionados (ministerios de Exteriores, Cooperación y Defensa) sean parte del proceso de configuración e implementación de los programas en cuestión.

3.– Un diagnóstico compartido para asegurar la condicionalidad de la ayuda. Antes de las revueltas de 2011, las políticas europeas ya habían incorporado el principio de condicionalidad. Sin embargo, no existía penalización alguna cuando se incumplían sistemáticamente las promesas de reforma o cuando estas ni tan siquiera estaban en la agenda de los gobiernos de la región. Tras las revueltas, la UE ha prometido no solo “más por más” sino también “menos por menos”. El gran dilema de la Unión es si va a ser más crítica con los gobiernos o los presidentes legítimamente elegidos en un proceso democrático de lo que lo fue hacia sus antecesores en el poder. Teniendo en cuenta la reciente experiencia histórica, en el sentido del débil o nulo apoyo al cambio político que se impulsó desde la UE, es lógico que muchos receptores se resistan a aceptar sin más una condicionalidad que no incluya elementos de reciprocidad y de equidad de suficiente calado. Es más, muchos gobiernos, en especial aquellos liderados por islamistas que han accedido al poder tras un proceso electoral, ven con enorme suspicacia que la UE se disponga ahora a apoyar movimientos de oposición política y temen que se produzca una injerencia vinculada a la mayor o menor afinidad ideológica con los gobiernos de la región. Por eso, cualquier programa y medida de acompañamiento, para ser efectivo y legítimo, debería ser el resultado de un proceso de diálogo transparente que lleve a un diagnóstico compartido, en el que no solo debería participar la UE y los gobiernos de la región, sino también los actores de la sociedad civil.

4.– Aprovechar la oportunidad para introducir una nueva orientación en la política de desarrollo española. Los cambios acaecidos desde 2011 suponen una oportunidad inigualable de reformular la visión sobre la promoción de la democracia y los derechos humanos. El programa de acompañamiento a las transiciones árabes, elaborado a lo largo de 2012, es un claro ejemplo de este cambio de orientación y una buena prueba de la vocación de la Aecid de dotar a la política de cooperación al desarrollo de una visión estratégica y de largo alcance, que sirva tanto a los intereses de los países destinatarios y sus ciudadanías como a los intereses y principios de España. Por eso, pese a que –o precisamente debido a que– en numerosas ocasiones se plantea la acción exterior como un dilema donde es obligatorio elegir entre la eficacia de la acción y los principios y valores que deberían orientarla, los procesos de transición en el norte de África presentan una oportunidad única para reconciliar y recomponer el vínculo entre estabilidad, democracia y desarrollo.

5.– Una visión integradora de la política exterior para optimizar los escasos recursos existentes. En España los presupuestos destinados a la cooperación internacional, y a la política exterior en general, han sufrido grandes recortes desde 2010. A las dificultades financieras se suman otras de carácter endémico. Durante las legislaturas 2004-11, la abundancia de recursos financieros disponibles ocultó los problemas que típicamente ha arrastrado la acción exterior española. Se trata de problemas de planificación, coordinación y ejecución, muchos de ellos con un componente institucional o administrativo propio, que históricamente resultan en una acción exterior fragmentada y poco estratégica. En ese contexto, muchas decisiones y actuaciones se explican por la inercia respecto a políticas cuya eficacia nadie ha contrastado o por decisiones ad hoc improvisadas para salir del paso en circunstancias determinadas, sin que nadie se molestara luego en revisarlas. Esta tendencia no es sostenible y por tanto es necesaria una integración de los instrumentos diplomáticos, de desarrollo y de defensa bajo un liderazgo que sistematice esta coordinación.

Tras haber sacrificado la promoción de la democracia y los derechos humanos en el norte de África a la consecución de sus propios objetivos de seguridad, la UE y sus Estados miembros tienen ahora ante sí una segunda oportunidad de restaurar el vínculo entre democracia, seguridad y desarrollo, de forma que estos objetivos se apoyen y no se socaven mutuamente. El consenso retórico es un primer e imprescindible paso: sin él no será posible cambiar las políticas y las actuaciones sobre el terreno. Sin embargo, la mera voluntad de cambio no es suficiente. Para tener éxito en la región, la UE y sus Estados miembros deben, primero, aprender a coordinarse mejor entre ellos, pero también dentro de cada uno de ellos, lo cual exige cambios importantes en sus burocracias y culturas administrativas. A la vez, deben evitar la tentación de, ante la incertidumbre en la región, volver al viejo paradigma de la seguridad. Por razones morales o de principio, pero también en atención a sus propios intereses: la UE no puede desaprovechar esta segunda oportunidad de constituirse en un actor relevante para el futuro de la región. Una UE fragmentada e incapaz en su vecindad en modo alguno puede aspirar a ser un actor global.