POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 61

Atardecer sobre la bandera estadounidense con Nueva York de fondo. GARY HERSHORN. GETTY

Intereses exteriores y unidad nacional

Los intereses de una nación derivan directamente de su identidad. Pero sin un enemigo que lo desafíe, la identidad americana se ha desintegrado. Al faltarle una identidad nacional, América ha estado persiguiendo intereses comerciales o étnicos como base de su política exterior.
Samuel P. Huntington
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En los años transcurridos desde el final de la guerra fría hemos contemplado debates intensos, confusos y de amplio alcance acerca de los intereses nacionales de Estados Unidos. Buena parte de la confusión se deriva de la complejidad del mundo de la posguerra fría. Se ha interpretado esta nueva situación como un efecto del fin de la historia: conflicto bipolar entre países ricos y pobres; retroceso hacia un futuro de política tradicional de poder; proliferación de conflictos étnicos que se acercan a la anarquía; choque de civilizaciones y tendencias opuestas hacia la integración y la fragmentación. El nuevo mundo es todas esas cosas, y en consecuencia hay poderosas razones para sentir incertidumbre acerca de los intereses de Estados Unidos en él. Pero no es ésta la única fuente de confusión. Los intentos por definir los intereses nacionales presuponen un acuerdo sobre la naturaleza del país cuyos intereses se van a definir. Debemos conocer quiénes somos antes de saber cuáles son nuestros intereses.

Históricamente, la identidad de Estados Unidos ha tenido dos componentes primarios: cultura y creencias. El primero lo han constituido los valores e instituciones de los antiguos colonos, que eran europeos del Norte (primordialmente británicos) y cristianos (fundamentalmente protestantes). Esta cultura incluía en un lugar de suma importancia el idioma inglés y ciertas tradiciones respecto a las relaciones entre Iglesia y Estado y el lugar del individuo en la sociedad. En el transcurso de tres siglos, personas de raza negra fueron lenta y sólo parcialmente asimiladas en esta cultura. Otros inmigrantes de Europa occidental, meridional y oriental fueron asimilados con más plenitud, y por ello la cultura original evolucionó y quedó modificada, pero no se alteró en lo fundamental. En su libro The next American nation, Michael Lind traza las líneas generales de esa evolución y sostiene que la cultura de Estados Unidos se desarrolló a través de tres fases: Angloamérica (1789-1861), Euroamérica (1875-1957) y América multicultural (1972-presente). La definición cultural de la identidad nacional supone que, aunque la cultura pueda cambiar, posee una continuidad básica.

El segundo componente ha sido un conjunto de ideas y principios universales expresados en los documentos de la fundación del país por sus dirigentes: libertad, igualdad, democracia, constitucionalismo, liberalismo, gobierno limitado, empresa privada. Constituyen éstos lo que Gunnar Myrdal denominó el “credo norteamericano”, y el consenso popular sobre ellos ha sido comentado por observadores extranjeros, desde Crevecoeur y Tocqueville hasta el presente. Esta identidad fue claramente resumida por Richard Hoffstadter: “Ha sido nuestro destino como nación no poseer ideologías sino ser una”.

Estas dos fuentes de identidad están íntimamente relacionadas. Las creencias fueron un producto de la cultura. Ahora, sin embargo, el final de la guerra fría y los cambios sociales, intelectuales y demográficos ocurridos en la sociedad norteamericana han puesto en duda la validez y la pertinencia de ambos componentes. Sin un sentido cierto de la identidad nacional, los estadounidenses son incapaces de definir sus intereses.

 

Pérdida del otro

La pregunta más profunda sobre el papel de Estados Unidos en el mundo de la posguerra fría la planteó, por poco verosímil que parezca, Rabbit Angstrom, el acosado personaje de las novelas de John Updike: “¿Sin la guerra fría, qué sentido tiene ser norteamericano?” Si serlo significa estar comprometido con los principios de libertad, democracia, individualismo y propiedad privada, y si no existe un “imperio del mal” en el exterior que amenace esos principios ¿qué significa, en efecto, ser norteamericano y qué ocurre con los intereses nacionales de EE UU?

Desde el principio, los estadounidenses han construido su identidad de creencias en contraste con un indeseable “otro”. Sus adversarios siempre se definen como enemigos de la libertad. En el momento de la independencia, los estadounidenses no se podían distinguir culturalmente de los británicos; por consiguiente, tenían que hacerlo políticamente. Gran Bretaña encarnaba la tiranía, la aristocracia, la opresión; Estados Unidos, la democracia, la igualdad, el republicanismo. Hasta finales del siglo XIX, Estados Unidos se definía a sí mismo en oposición a Europa. Europa era el pasado: atrasada, sin libertad ni igualdad, caracterizada por el feudalismo, la monarquía y el imperialismo. Estados Unidos, por el contrario, era el futuro: progresista, libre, igualitario y republicano. En el siglo XX, Estados Unidos salió al escenario mundial y se vio cada vez más no como la antítesis de Europa, sino más bien como el líder de la civilización: la Alemania imperial y luego nazi.

Después de la Segunda Guerra mundial, Estados Unidos se definió como el líder del mundo democrático frente a la Unión Soviética y el comunismo. Durante la guerra fría, EE UU persiguió muchos objetivos de política exterior, pero su único propósito nacional sobresaliente fue contener y derrotar al comunismo. Durante cuarenta años, virtualmente todas las grandes iniciativas de política exterior, así como otras tantas de política interior, estuvieron justificadas por esta prioridad suprema: el programa de ayuda greco-turca, el Plan Marshall, la OTAN, la guerra de Corea, las armas nucleares y los misiles estratégicos, la ayuda exterior, las operaciones de espionaje, la reducción de las barreras comerciales, el programa espacial, la Alianza para el Progreso, las alianzas militares con Japón y Corea, el apoyo a Israel, los despliegues militares en el extranjero, un estamento militar de dimensiones sin precedente, la guerra de Vietnam, la apertura hacia China, el apoyo a los muyahidín afganos y a otros insurgentes anticomunistas… Si no hay guerra fría, la justificación de iniciativas como éstas desaparece.

Cuando la guerra fría se difuminaba a finales de los años ochenta, el consejero de Mijail Gorbachov, Georgi Arbatov, comentó: “Les estamos haciendo algo realmente terrible a ustedes: les estamos privando de un enemigo”. Los psicólogos están de acuerdo en que los individuos y grupos definen su identidad diferenciándose de otros y colocándose en oposición a ellos. Aunque las guerras tienen en ocasiones un efecto divisorio sobre la sociedad, un enemigo común puede contribuir con frecuencia a fomentar la identidad y la cohesión entre las personas. El debilitamiento o la ausencia de un enemigo común pueden hacer exactamente lo contrario. Abraham Lincoln comentó este efecto en su discurso del Liceo en 1837, cuando mantuvo que la revolución norteamericana y su continuación habían dirigido la enemistad hacia el exterior: “El resentimiento, la envidia y la avaricia consustanciales con nuestra naturaleza, y comunes por tanto a un Estado de paz, prosperidad y fuerza consciente, fueron durante algún tiempo sofocados y desactivados en gran medida, mientras que los arraigados principios del odio y el poderoso motivo de la venganza, en vez de volverse el uno contra el otro, se dirigieron exclusivamente contra la nación británica”. Pero “este estado de sentimientos –advirtió– debe desvanecerse, está desvaneciéndose, se ha desvanecido, junto con las circunstancias que lo produjeron”. Hablaba, por supuesto, mientras la nación comenzaba a desintegrarse. Al desvanecerse la herencia de la Segunda Guerra mundial y de la guerra fría, Estados Unidos puede enfrentarse a una dinámica comparable.

La guerra fría fomentó una identidad común entre el pueblo y el gobierno de Estados Unidos. Su fin es probable que debilite o por lo menos altere esa identidad. Una posible consecuencia es el crecimiento de la oposición al gobierno federal, que es, después de todo, la principal manifestación institucional de la identidad nacional y de la unidad de Estados Unidos. ¿Pondrían unos fanáticos nacionalistas bombas en edificios federales y atacarían a sus funcionarios si el gobierno federal estuviera aún defendiendo al país contra una seria amenaza exterior? ¿Sería el movimiento de las milicias tan firme como es hoy? En el pasado, los ataques con bombas eran por lo común obra de extranjeros que veían en Estados Unidos a su enemigo, y la primera respuesta de muchos a la bomba en la ciudad de Oklahoma fue suponer que era obra de un “nuevo enemigo”: los terroristas musulmanes. Esa respuesta podría reflejar la necesidad psicológica de creer que semejante acto tenía que haber sido ejecutado por un enemigo exterior. Paradójicamente, la bomba puede haber sido en parte el resultado de la ausencia de tal enemigo.

Georg Simmel, Lewis A. Coser y otros estudiosos han demostrado que en ciertas circunstancias la existencia de un enemigo puede tener consecuencias positivas para la cohesión, la moral y las actividades de un grupo. La Segunda Guerra mundial y la guerra fría fueron responsables de buena parte del progreso económico, tecnológico y social de Estados Unidos, y lo que se consideraba un desafío económico de Japón en los años ochenta produjo esfuerzos públicos y privados para aumentar su productividad y su competitividad. En el momento actual, gracias a la amplitud con que la democracia y la economía de mercado han sido acogidas en todo el mundo, Estados Unidos carece de un país o amenaza única contra el cual pueda contraponerse convincentemente. Sadam Husein sencillamente no es suficiente como contrincante. El fundamentalismo islámico es demasiado difuso y excesivamente remoto geográficamente. China es demasiado problemática y su peligrosidad potencial está muy lejana en el futuro.

Dadas, sin embargo, las fuerzas nacionales que impulsan hacia la heterogeneidad, la diversidad, el multiculturalismo y la división étnica y racial, Estados Unidos, quizá más que la mayoría de los países, puede necesitar el enfrentamiento con otro para mantener su unidad. Hace dos milenios, en el año 84 a.C. tras haber completado los romanos su conquista del mundo conocido con la derrota de los ejércitos de Mitrídates, Sila planteó la siguiente pregunta: “Ahora que el universo no nos ofrece más enemigos ¿cuál puede ser el destino de la república?”. La respuesta llegó con rapidez: la república se derrumbó unos pocos años más tarde. Es improbable que un destino semejante aguarde a Estados Unidos, pero ¿hasta qué punto retendrá el credo norteamericano su atracción, conseguirá apoyo y se mantendrá activo en ausencia de ideologías competidoras? El fin de la historia, la victoria total de la democracia, si es que ocurre, puede ser un acontecimiento sumamente traumático y perturbador para Estados Unidos.

 

Ideologías de la diversidad

Los efectos desintegradores del final de la guerra fría se han visto reforzados por la interacción de dos tendencias de la sociedad norteamericana: cambios en las dimensiones y origen de la inmigración, y el creciente culto del multiculturalismo. La inmigración, legal e ilegal, ha aumentado espectacularmente desde que se modificaron las leyes de inmigración en 1965.

La inmigración reciente procede sobre todo de Latinoamérica y Asia que, unida a las elevadas tasas de natalidad de algunos grupos de inmigrantes, está modificando la composición racial, religiosa y étnica de Estados Unidos. Para mediados del siglo que viene los blancos no hispánicos habrán descendido desde más de las tres cuartas partes de la población a sólo un poco más de la mitad, y una cuarta parte de los estadounidenses será hispánica, el catorce por cien, negra, y el ocho por cien de ascendencia asiática. El equilibrio religioso se está desplazando también, y los musulmanes superan ya en número a los episcopalianos.

En tiempos pasados, la asimilación del estilo norteamericano representaba un contrato implícito en el que los inmigrantes eran bienvenidos como miembros iguales de la comunidad nacional y se les urgía a que se convirtieran en ciudadanos, con tal de que aceptaran el inglés como idioma nacional y se comprometieran con los principios del credo norteamericano y la ética del trabajo protestante. A cambio, los inmigrantes podían ser tan étnicos como quisieran dentro de su casa y en sus comunidades locales. En ocasiones, especialmente durante las grandes oleadas de inmigración irlandesa en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, y de inmigración europea meridional y oriental a principios de éste, se discriminaba a los inmigrantes y simultáneamente se les sometía a importantes programas de “americanización” para incorporarlos a la cultura y a la sociedad del país. En general, sin embargo, la asimilación del estilo norteamericano funcionó bien. La inmigración renovó la sociedad; la asimilación conservó su cultura.

Las inquietudes sobre la asimilación de inmigrantes han demostrado ser infundadas. Hasta hace poco, los grupos de inmigrantes llegaban a Estados Unidos porque veían en la inmigración una oportunidad de hacerse estadounidenses. ¿Hasta qué punto, sin embargo, llegan ahora porque ven en ello una oportunidad de seguir siendo ellos mismos? Los inmigrantes anteriores se sentían discriminados si no se les permitía unirse a la corriente principal del país. Ahora parece como si ciertos grupos se sintieran discriminados si no se les permite permanecer apartados de esa corriente.

Las ideologías del multiculturalismo y la diversidad refuerzan y legitiman estas tendencias. Niegan la existencia de una cultura común en Estados Unidos, denuncian la asimilación y promueven la primacía de lo racial, lo étnico y otras identidades y agrupaciones culturales subnacionales. También ponen en duda un elemento básico del credo norteamericano, anteponiendo los derechos individuales a los derechos del grupo, definidos en gran parte en función de la raza, la etnia, el sexo y la preferencia sexual. Estos objetivos se manifestaron a partir de las leyes de derechos cívicos en los años sesenta, y en los noventa la administración Clinton hizo del estímulo de la diversidad uno de sus objetivos principales.

El contraste con el pasado es llamativo. Los padres fundadores consideraban la diversidad como una realidad y un problema: de ahí el lema nacional e pluribus unum. Posteriores dirigentes políticos, temerosos también de los peligros de la diversidad racial, territorial, étnica, económica y cultural respondieron a la necesidad de mantenernos unidos e hicieron del fomento de la unidad nacional su principal responsabilidad. “La única forma absolutamente segura de llevar a la ruina a esta nación, de evitar toda posibilidad de continuar como nación –advertía Theodore Roosevelt– sería permitir que se convirtiera en una maraña de nacionalidades pendencieras”. Bill Clinton, por el contrario, es casi con seguridad el primer presidente que promueve la diversidad en vez de la unidad del país que dirige. Su fomento de las identidades étnicas y raciales significa que los nuevos inmigrantes no se ven sujetos a las mismas presiones y estímulos que los inmigrantes de otras épocas para que se integren en la cultura norteamericana. El resultado es que las identidades étnicas se están haciendo más significativas y parecen crecer en importancia comparadas con la identidad nacional.

Si Estados Unidos se hace verdaderamente multicultural, su identidad y unidad dependerán de un consenso continuo sobre ideología política. Los estadounidenses han considerado que su devoción a valores universales como la libertad y la igualdad es una gran fuente de fortaleza nacional. Esa ideología, observó Myrdal, ha sido “el vínculo de unión de la estructura de esta grande y dispar nación”. Sin una cultura común subyacente, empero, estos principios son una base frágil para la unidad nacional.

Para la mayoría de los países, la ideología tiene poca relación con la identidad nacional. China ha sobrevivido al hundimiento de muchas dinastías y sobrevivirá al del comunismo. Una vez que haya desaparecido este último, China seguirá siendo China. Gran Bretaña, Francia, Japón, Alemania y otros países han sobrevivido a varias ideologías dominantes en su historia. ¿Pero podría Estados Unidos sobrevivir al final de su ideología política? El destino de la Unión Soviética ofrece un ejemplo aleccionador para los norteamericanos. Estados Unidos y la Unión Soviética eran muy diferentes, pero también se parecían el uno al otro en que ninguno de ellos era un Estado-nación en el sentido clásico del término. En buena parte, se definían en función de una ideología que, como sugiere el ejemplo soviético, es probable que sea una base mucho más frágil para la unidad que una cultura nacional asentada en la historia. Si prevalece el multiculturalismo y si se desintegra la democracia liberal, EE UU podría unirse a la Unión Soviética en el basurero de la historia.

 

En busca de los intereses nacionales

Un interés nacional es un bien público que concierne a todos o a la mayoría de los norteamericanos; un interés nacional vital es aquel por cuya defensa están deseosos de entregar su sangre y sus bienes. Los intereses nacionales normalmente combinan asuntos y materiales de seguridad, por una parte, y morales y éticos por otra. La acción militar contra Sadam Husein se consideró un interés nacional vital porque amenazaba el acceso seguro y barato al petróleo del golfo Pérsico y porque se trataba de un dictador que había invadido y se había anexionado otro país. Durante la guerra fría, la Unión Soviética y el comunismo se percibían como amenazas a la seguridad y a los valores norteamericanos; existía una feliz coincidencia entre las exigencias de la política de poder y las de la moralidad. De ahí que un amplio apoyo público reforzara los esfuerzos del gobierno por derrotar al comunismo y de esta forma, en palabras de Walter Lippmann, mantener un equilibrio entre capacidad y compromisos. Ese equilibrio era a menudo tenue y podría decirse que se torció en los años setenta. Con el fin de la guerra fría, sin embargo, el peligro de un “déficit Lippmann” se desvaneció, y en su lugar EE UU parece tener un “excedente Lippmann”. Ahora la necesidad no consiste en encontrar el poder preciso para servir los propósitos norteamericanos, sino, más bien, en encontrar objetivos para la utilización de ese poder. Esta necesidad ha conducido a los responsables de la política exterior de EE UU a buscar un nuevo paradigma que justifique la continuación de su papel en los asuntos mundiales comparable al que tuvo en la guerra fría.

La Comisión de Intereses Nacionales Norteamericanos expresó el problema en estos términos en 1996: “Después de cuatro decenios de insólita perseverancia en la contención de la expansión del comunismo soviético, hemos visto cinco años de esporádicos arranques y parones. Si continúa, esta deriva amenazará nuestros valores, nuestras fortunas y hasta nuestras vidas”. La comisión identificaba cuatro intereses nacionales vitales: evitar cualquier ataque contra EE UU con armas de destrucción masiva; evitar el nacimiento de hegemonías hostiles en Europa o Asia y de potencias hostiles en las fronteras de EE UU o que controlen los mares; evitar el derrumbamiento de los sistemas globales de comercio, mercados financieros, suministro de energía y medio ambiente; y asegurar la supervivencia de los aliados de Estados Unidos.

¿Pero cuáles son las amenazas contra estos intereses? El terrorismo nuclear contra EE UU podría ser una a corto plazo, y la emergencia de China como hegemonía asiática oriental podría serlo a largo. Aparte de éstas, sin embargo, es difícil ver que se perfile alguna amenaza importante contra los intereses vitales citados por la comisión. Surgirán, sin duda, nuevas amenazas, pero, dada la escasez de las actuales, las campañas para despertar el interés por los asuntos exteriores y el apoyo hacia las iniciativas de política exterior más destacadas caen ahora en saco roto. El llamamiento de la administración para que se “extienda” la democracia no convence a la gente y es desmentido por las propias acciones del gobierno. Los argumentos de los neoconservadores en favor de grandes aumentos de los gastos de defensa tienen el mismo aire de irrealidad que los argumentos en favor de la abolición de las armas nucleares durante la guerra fría.

Con frecuencia se dice que el “liderazgo” norteamericano necesita enfrentarse con problemas mundiales. A menudo es así. Sin embargo, la petición de liderazgo plantea la pregunta de ¿liderazgo para hacer qué? y descansa sobre la suposición de que los problemas del mundo son problemas de EE UU. Pero muchas veces no lo son. El hecho de que las cosas vayan mal en muchos lugares del planeta es desafortunado, pero no quiere decir que EE UU tenga interés o responsabilidad en su solución. En cierta medida existe ya el consenso de que los intereses nacionales no justifican una amplia participación norteamericana en la mayoría de los problemas de gran parte del mundo.

 

Comercialismo y etnicidad

La ausencia de intereses nacionales que cuenten con un apoyo amplio no supone una vuelta al aislacionismo. EE UU sigue implicado en el mundo, pero su compromiso se dirige ahora a intereses comerciales y étnicos más que a intereses nacionales. La economía y el particularismo étnico definen el actual papel de EE UU en el mundo. Las instituciones y aptitudes –políticas, militares, económicas– creadas para servir a un gran propósito nacional en la guerra fría se subordinan ahora y se redirigen para servir estrechos propósitos subnacionales, transnacionales e incluso no nacionales. Cada vez más se mantiene que éstos son precisamente los intereses que la política exterior debe atender.

La administración Clinton ha dado prioridad a la “diplomacia comercial”, haciendo del fomento de sus exportaciones un objetivo prioritario de la política exterior. Los éxitos comerciales se han convertido en criterio primordial para juzgar la actuación de los embajadores de EE UU. El presidente Clinton puede que esté invirtiendo mucho más tiempo en la promoción de las ventas norteamericanas en el extranjero que en cualquier otro asunto internacional. Si es así, constituiría una señal espectacular del cambio de dirección de su política exterior. En un caso tras otro, en un país después de otro, los dictados del comercialismo han prevalecido sobre otros objetivos, incluidos los derechos humanos, la democracia, las relaciones con los aliados, el mantenimiento del equilibrio del poder, los controles de exportación de tecnología y otras consideraciones estratégicas y políticas descritas por un funcionario de la administración como “estratobasura y globocharla”. “Muchos miembros de la administración, el Congreso y la comunidad de la política exterior –argumentaba en esas páginas un antiguo funcionario del departamento de Comercio– creen todavía que la política comercial es un instrumento de la política exterior, cuando debería ser a la inversa: EE UU tendría que usar todas las palancas de su política exterior para conseguir fines comerciales”. Conseguir contratos es la clave del juego de la política exterior.

O por lo menos es el nombre de un juego. El otro juego es la promoción de los intereses étnicos. Mientras los intereses económicos son normalmente subnacionales, los étnicos son generalmente transnacionales o no nacionales. El fomento de determinados negocios o industrias puede que no implique un bien público extenso, como lo hace una reducción general de las barreras comerciales, pero sí que promueve los intereses de algunos norteamericanos. Los grupos étnicos promueven los intereses de personas y entidades exteriores a EE UU. Boeing tiene interés en las ventas de aviones y el Congreso polaco-norteamericano lo tiene en la ayuda a Polonia, pero lo primero beneficia a residentes de Seattle, y lo último a los de Europa oriental.

El papel creciente de los grupos étnicos en la formación de la política exterior norteamericana se ve reforzado por las últimas oleadas de inmigración y por los argumentos en favor de la diversidad y el multiculturalismo. Además, el aumento de la riqueza de las comunidades étnicas y la espectacular mejora de las comunicaciones y el transporte hace mucho más fácil a esos grupos mantenerse en contacto con sus países de origen. El resultado es que se están transformando de comunidades culturales dentro de los límites de un Estado en diásporas que sobrepasan estas fronteras. “La plena asimilación dentro de sus sociedades de acogida –observaba en Survival un destacado experto, Gabriel Sheffer– se ha pasado de moda entre las diásporas basadas en el Estado, tanto entre las ya arraigadas como en las incipientes (…). Muchas comunidades de la diáspora no tienen que hacer frente a abrumadoras presiones en favor de la asimilación ni sienten ninguna ventaja importante en integrarse dentro de las sociedades que las han acogido y ni siquiera en obtener la nacionalización”. Puesto que EE UU es el primer país de inmigración del mundo, es también el más afectado por los cambios de la asimilación a la diversidad y del grupo étnico a la diáspora.

Durante la guerra fría, los inmigrantes y refugiados procedentes de los países comunistas se oponían por lo general vigorosamente, por razones políticas e ideológicas, a los gobiernos de sus países de procedencia y apoyaban activamente la política anticomunista de EE UU contra ellos. Ahora, las diásporas en EE UU apoyan a sus gobiernos de origen. Debido a la guerra fría, los cubano-norteamericanos apoyaban con fervor la política anticastrista de EE UU. Por el contrario, los chino-norteamericanos presionaban abrumadoramente en favor de una política ventajosa para la República Popular. La cultura ha suplantado la ideología en la conformación de actitudes en estas poblaciones en diáspora.

Las diásporas proporcionan muchos beneficios a sus países de origen. Las de economía próspera suministran apoyo financiero: los judíos norteamericanos, por ejemplo, entregan hasta mil millones de dólares anuales a Israel. Los armenios envían lo suficiente para que su país se haya ganado el apelativo de “Israel del Cáucaso”. Las diásporas proporcionan expertos, personal militar y, en ocasiones, dirigentes políticos a sus naciones. Con frecuencia ejercen presión sobre los gobiernos de éstas para que adopten una política más nacionalista hacia los países vecinos.

Pero más importante aún es que las diásporas pueden influir sobre la política de su país anfitrión e inducir a que sus recursos e influencia sirvan a los intereses de sus naciones. Los grupos étnicos han desempeñado papeles activos en la política de toda la historia de EE UU. En la actualidad, proliferan los grupos étnicos en la diáspora; son más activos y tienen mayor conciencia propia, legitimidad y poder político. En años recientes, las diásporas han tenido un gran impacto en la política de EE UU hacia Grecia y Turquía, el Cáucaso, el reconocimiento de Macedonia, el apoyo a Croacia, las sanciones contra Suráfrica, la intervención en Haití, la ampliación de la OTAN, las sanciones contra Cuba, la controversia de Irlanda del Norte y las relaciones entre Israel y sus vecinos. La política basada en minorías puede en ocasiones coincidir con intereses nacionales más amplios, como puede que sea el caso de la ampliación de la OTAN, pero a veces también se consigue a expensas de intereses más considerables y de las relaciones de EEUU con sus aliados más antiguos. Como observó James R. Schlesinger en una conferencia pronunciada en 1997 en el Centro de Estudios Estratégicos e Internacionales, EE UU tiene “menos una política exterior en el sentido tradicional de una gran potencia que un refrito de una serie de objetivos propuestos por grupos de votantes nacionales (…). El resultado es que la política exterior de EE UU es incoherente. Apenas es lo que uno esperaría de la potencia mundial líder”.

Schlesinger tendrá que reconocer, sin embargo, que el multiculturalismo y la exacerbación de la conciencia étnica han hecho que muchos dirigentes políticos crean que ésta es “la forma apropiada de hacer política exterior”. En la comunidad académica, algunos mantienen que las diásporas pueden contribuir a fomentar los valores estadounidenses en sus países de origen, y de aquí que “la participación de las diásporas étnicas en la conformación de la política exterior de EE UU sea un fenómeno verdaderamente positivo”.6 La validez de los intereses de las diásporas fue el asunto central en una conferencia celebrada en mayo de 1996 sobre la “Definición de los intereses nacionales: las minorías y la política exterior de EE UU en el siglo XXI”. Los participantes en la conferencia atacaron la definición del interés nacional propia de la guerra fría y lo que se describía como “la aparente animosidad de la comunidad política tradicional hacia la mera idea de participación de las minorías en los asuntos internacionales”. Los participantes exploraron “las experiencias de los judío-norteamericanos y de los cubano-norteamericanos e intentaron extraer lecciones de la forma en que estos dos grupos consiguieron influir sobre la política exterior, mientras que otros fracasaron”. El patrocinio de esta conferencia por el Consejo de Relaciones Exteriores de Nueva York, que en tiempos fue la institución más prestigiosa del mundo en política exterior, fue el símbolo definitivo del triunfo de los intereses de las minorías en la política exterior de EE UU.

El desplazamiento de los intereses nacionales por otros de carácter comercial y étnico reflejan la internalización de la política exterior. Las políticas y los intereses internos siempre han influido sobre la política exterior. Ahora, sin embargo, ya no se mantienen las suposiciones anteriores de que los procesos de formulación de la política nacional e internacional difieran el uno del otro. Para la comprensión de la política exterior de EE UU es necesario estudiar no los intereses del Estado en un mundo de Estados en competencia, sino más bien el juego de intereses económicos y étnicos en la política interior del país. La política exterior, en el sentido de acciones conscientemente designadas para fomentar los intereses de EE UU como una entidad colectiva en relación con entidades colectivas semejantes, está lenta pero inexorablemente desapareciendo.

 

Atracción de la potencia norteamericana

Una década después del fin de la guerra fría, existe una paradoja respecto a la potencia norteamericana. Por una parte, EE UU es la única superpotencia del mundo. Posee la mayor economía y los más elevados niveles de prosperidad. Sus principios políticos y económicos reciben cada vez más respaldo en todo el mundo. Gasta más en defensa que todas las demás potencias importantes juntas y tiene la única fuerza militar capaz de actuar eficazmente en casi todas las partes del mundo. Está muy por delante de cualquier otro país en tecnología y parece seguro que mantendrá esa ventaja en el futuro previsible. Su cultura popular y sus productos de consumo han barrido el mundo, penetrando en las sociedades más lejanas y resistentes. La primacía económica, ideológica, militar, tecnológica y cultural norteamericana, en una palabra, es abrumadora.

La influencia de EE UU, por otra parte, queda muy por detrás de esa realidad. Países grandes y pequeños, ricos y pobres, amistosos y antagónicos, democráticos y autoritarios, todos ellos parecen capaces de resistir las seducciones y las amenazas de los responsables de la política de EE UU. En cuestiones de proteccionismo, sanciones, intervención, derechos humanos, proliferación de armas de destrucción masiva, mantenimiento de la paz y otras, los funcionarios de los gobiernos extranjeros escuchan cortésmente las peticiones y ruegos norteamericanos, expresan quizá un acuerdo general con las ideas expuestas y luego continúan silenciosamente su camino. Esta tendencia “a seguir las decisiones propias –observaba Jonathan Clarke en Foreign Policy en 1996– es propia de naciones tanto grandes como pequeñas. Desafiando la intensa presión norteamericana ejercida en 1994, el diminuto Singapur aplicó una pena de azotes a un joven estadounidense. La arruinada y aislada Cuba ha conseguido cambiar la política inmigratoria de EE UU. Polonia ha desafiado sus peticiones de que no siguiera adelante con la venta de armas a Irán. Jordania ha resistido las presiones para que rompiera sus lazos comerciales con Irak. China ha desairado las peticiones norteamericanas sobre derechos humanos”. EE UU ha sido incapaz de alcanzar sus fines sobre política comercial con China y Japón; de inducir a Rusia a restringir sus transferencias de armas y tecnología a China y a Irán; incapaz de librarse de Sadam Husein, Castro y Gaddafi; de presionar a israelíes y palestinos para que sean más acomodaticios los unos con los otros; de convencer a serbios, croatas y musulmanes para que cooperen en Bosnia; de conseguir una reforma económica importante en Japón. EE UU es evidentemente capaz aún de vetar cualquier acción internacional importante, pero su capacidad para inducir a otros países para que actúen de la forma que piensa que deben hacerlo apenas es conmensurable con su imagen de “única superpotencia del mundo”.

¿Qué explica este aparente desfase entre la amplitud del poder de EE UU y la ineficacia de su influencia? En parte, el desfase es el resultado de comparar los recursos de un país con la fortaleza de su gobierno. Históricamente, EE UU ha sido un país fuerte con un gobierno débil. Aparte de lo militar, la mayoría de los recursos citados como prueba de la potencia norteamericana no se someten fácilmente al control del gobierno. Aunque su economía es la mayor del mundo, los ingresos del gobierno nacional son menores en proporción al PIB (19,7 por cien en 1993) que en todos los países de la OCDE –salvo dos (Japón y Suiza)–. Del mismo modo, las demandas del gobierno estadounidense no se ven fortalecidas por la popularidad de “Los vigilantes de la playa” ni la música rap. Durante la guerra fría, los adelantos tecnológicos fueron en gran parte un producto del departamento de Defensa y sus exigencias. Ahora el estamento militar es cada vez más dependiente del desarrollo tecnológico del sector privado. El antigubernamentalismo es un elemento característico del credo norteamericano y no se supera con facilidad cuando no existe un enemigo exterior. El impulso hacia el equilibrio del presupuesto induce a elevadas reducciones del gasto en asuntos exteriores.

Una segunda explicación relacionada con la anterior sobre el desfase entre recursos e influencia se deriva de la cambiante naturaleza de la potencia norteamericana. EE UU es y seguirá siendo una hegemonía global. Sin embargo, la naturaleza de ese papel dominante está cambiando, como ocurrió en otros Estados hegemónicos. En su primera fase, la influencia de los Estados hegemónicos se deriva del poder de gastar recursos. Despliegan fuerzas militares, inversiones económicas, préstamos, sobornos, diplomáticos y burócratas en otros países y a menudo colocan esos territorios y poblaciones bajo su administración directa o indirecta. La expansión norteamericana en los años cincuenta y sesenta no amplió la gobernación norteamericana, pero sí produjo una presencia norteamericana militar, política y económica en grandes áreas del mundo. En la segunda fase de la hegemonía, el poder de gastar quedó sustituido por el de atraer. Durante los años setenta, la hegemonía norteamericana había comenzado a entrar en esta etapa y el empuje hacia el exterior de la primera fase de la potencia hegemónica cedía el paso al movimiento hacia adentro característico del segundo período, proceso que también ocurrió en la evolución de Roma, Bizancio, Gran Bretaña y otras potencias hegemónicas.

En los años noventa, EE UU todavía exporta alimentos, tecnología, ideas, cultura y poder militar. Pero está importando personas, capitales y bienes. Se ha convertido en el mayor deudor del mundo. Recibe más inmigrantes que todos los demás países del mundo juntos. Tanto los operarios agrícolas como los premios Nobel quieren ir a EE UU. Las elites de todas partes quieren enviar a sus hijos a las universidades norteamericanas. Y, más que nadie, las empresas quieren tener acceso a sus mercados. Su cultura popular, como ha indicado Josef Joffe, “es excepcional; su poder viene de la atracción, no del empuje”. Resumiendo, la potencia norteamericana se ha convertido, en palabras de Joseph S. Nye, en el “poder blando” que atrae, en vez del poder duro que obliga.

El poder de atracción depende de la disposición de los extranjeros a encontrar que es de su interés enviar su dinero, bienes e hijos a EE UU. Es, con todo, un poder, y la típica forma de poder para un Estado hegemónico en su segunda fase. Esto se hizo evidente en la crisis del golfo Pérsico. El hecho de que el secretario de Estado norteamericano tuviera que ir por el mundo en una misión de “diplomacia mendicante” recogiendo dinero para la guerra se ha citado a menudo como prueba convincente de la decadencia norteamericana. En realidad, era una forma clásica de comportamiento imperial: la recaudación por la potencia imperial de tributos de sus satélites y subordinados. La capacidad de imponer y recoger una recaudación de más de 50.000 millones de dólares de otros países en unos pocos meses fue un extraordinario ejercicio de potencia hegemónica de segunda fase. A finales de los años cuarenta, EE UU ejerció su poder con el Plan Marshall dando grandes sumas de dinero a sus aliados. En los noventa, EE UU ejerció su poder recogiendo cantidades comparables de dinero de sus aliados.

En el pasado, el flujo de dinero y personas que salían de EE UU sobrepasaba con mucho la afluencia hacia EE UU. Sin embargo, el desfase se ha ido haciendo cada vez menor, a medida que otros países han ido desarrollando sus recursos y encontrando conveniente enviar dinero y personas a EE UU. Mientras EE UU era anteriormente el mayor acreedor del mundo, en 1997 su deuda exterior neta era de más de un billón de dólares y aumentaba a un ritmo anual del quince al veinte por cien, frente a Japón que poseía casi 300.000 millones de dólares y China, más de 50.000 millones de dólares en bonos del Tesoro de EE UU.

Entre 1963 y 1967, las inversiones directas de EE UU en el extranjero fueron diez veces más que las inversiones del exterior en su territorio (24.500 millones de dólares frente a 2.100 millones). Durante los últimos años de la década de los setenta y los años ochenta, sin embargo, las inversiones extranjeras en EE UU aumentaron notablemente y a principios de los años noventa excedieron sus inversiones en el exterior (198.300 millones de dólares frente a 168.900 millones en el período 1989-93). A principios de los años sesenta, el número de norteamericanos que iban al extranjero excedía con creces el número de extranjeros que visitaba EE UU: una media de seis millones anualmente entre 1960 y 1964. Entre 1990-94 ambas cifras se habían aproximado, con una media de 44,2 millones de norteamericanos viajando al extranjero anualmente, frente a 44,1 millones de extranjeros visitando EE UU.

Durante su primera fase de potencia hegemónica, EE UU gastaba miles de millones de dólares al año intentando influir sobre las decisiones de los gobiernos, las elecciones y los acontecimientos políticos de otros países. Estos esfuerzos, evidentemente, superaban los de cualquier otro gobierno, excepto quizá la Unión Soviética, y casi con seguridad superaban los recursos totales invertidos por los dirigentes extranjeros para influir en la política norteamericana. Ahora, este equilibrio ha cambiado espectacularmente, y las tornas se han invertido. Las actividades norteamericanas destinadas a influir sobre los gobiernos extranjeros o se han detenido o se han reducido en gran medida. La ayuda exterior es pequeña y está concentrada en unos pocos países. La intervención subrepticia es rara, y el dinero gastado intentando influir sobre las elecciones y otros procesos en los países extranjeros es sólo un vestigio de lo que fue en otros tiempos. Los esfuerzos de instituciones extranjeras por influir en la toma de decisiones norteamericana por el contrario, han aumentado considerablemente.

Los gobiernos y las compañías extranjeras gastan ahora enormes cantidades en relaciones públicas y en campañas de presión en EE UU, como por ejemplo, las de Japón, donde se dice que llegan a los 150 millones de dólares al año. Entre los gobiernos de otros países que han gastado enormes cantidades para influir sobre las decisiones de EE UU figuran, según se afirma, el de Arabia Saudí, Canadá, Corea del Sur, Taiwan, México, Israel, Alemania, Filipinas y, más recientemente, China. Los gobiernos extranjeros se esfuerzan en contratar a antiguos funcionarios estadounidenses para que les ayuden en su empresa. También han ido aprendiendo paulatinamente que el lugar en el que deben concentrar su atención no es el relativamente impotente departamento de Estado, sino en el extraordinariamente poderoso legislativo de EE UU.

Con el paso de los años, la influencia extranjera sobre las elecciones norteamericanas ha aumentado. Agentes extranjeros hacen contribuciones individuales a los candidatos, y el senador John Kerry (demócrata, Massachusetts), por ejemplo, recibió 44.200 dólares en su campaña de 1996, aunque rechazó fondos de los grupos de acción política nacionales. La influencia extranjera ha contribuido a la derrota en la reelección de varios representantes cuya política iba en contra de los intereses de aquellos gobiernos. La elección senatorial de 1996 en Dakota del Sur fue una competición entre indios y paquistaníes. En los próximos años, a medida que su número, riqueza y habilidad política aumenten, es probable que los árabes se enfrenten con los judíos en las elecciones de todo el país. Las relaciones con China de John Huang y sus asociados, y los millones de dólares que donaron al Partido Demócrata es sólo el último y más notorio ejemplo de gastos de recursos extranjeros para influir sobre la política norteamericana que atrae el dinero extranjero porque las decisiones de su gobierno tienen impacto sobre las personas y los intereses de todos los demás países.

 

Particularismo frente a moderación

La política exterior de EE UU se está convirtiendo en una política exterior particularista cada vez más dedicada a la promoción en el extranjero de intereses comerciales y étnicos. Las instituciones, recursos e influencia generados para servir a los intereses nacionales durante la guerra fría se están redirigiendo para servir a esos intereses. Esa evolución puede que haya recibido más fuerza de la casi exclusiva preocupación que siente la administración Clinton por la política interior, pero sus raíces se encuentran en unos cambios más amplios producidos en el contexto externo e interno de EE UU y en la cambiante identidad nacional del país.

La probabilidad de que esos factores vayan a cambiar en un futuro próximo parece remota. Es posible que China se convierta en un nuevo enemigo. Sin embargo, no es inminente una amenaza china suficiente como para crear un nuevo sentido de identidad nacional en EE UU, y la seriedad con que vaya a juzgarse esa amenaza dependerá de hasta qué punto consideren los norteamericanos dañina para sus intereses la hegemonía china en Asia oriental. La resurrección de un sentido más fuerte de identidad nacional requeriría también oponerse al culto de la diversidad y el multiculturalismo. Probablemente, ello implicaría limitar la inmigración y desarrollar nuevos programas de americanización públicos y privados para contrarrestar los factores que potencian las lealtades de las minorías y fomentar la asimilación de inmigrantes. Puede que ocurra esa evolución, pero dada la extensión en la que, según la frase de Nathan Glazer, “todos somos hoy multiculturalistas”, tendrá que pasar algún tiempo antes de que se inviertan las tendencias desnacionalizadoras recientes.

La sustitución del particularismo requerirá que el pueblo norteamericano se comprometa con nuevos intereses nacionales que adquirirían prioridad y llevarían a la subordinación de entidades comerciales y étnicas. En la actualidad, como demuestran las encuestas, la mayoría de la población no desea apoyar la dedicación de importantes recursos a la defensa de los aliados de EE UU, la protección de naciones pequeñas contra la agresión, la promoción de los derechos humanos y la democracia o el desarrollo económico y social en el Tercer Mundo.9 El resultado es que la articulación de éstos y otros amplios objetivos por los funcionarios de la administración produce escasa continuidad, y con raras excepciones los llamamientos de personajes destacados en favor del liderazgo norteamericano no producen acción efectiva alguna. Incapaz de cumplir sus extensas promesas, su política exterior se convierte en política de retórica y retirada, y las energías activas de la administración se concentran en el favorecimiento de intereses particularistas. Los países extranjeros han aprendido a no tomar en serio las declaraciones de la administración sobre los objetivos de su política general y a tomar muy en serio las acciones dedicadas a los intereses comerciales y étnicos.

La alternativa al particularismo no es la promulgación de un “gran designio”, “estrategia coherente” o “visión de política exterior”; es una política de comedimiento y reconstitución apuntada hacia la limitación de la diversión de los recursos norteamericanos al servicio de intereses particularistas, subnacionales, transnacionales y no nacionales. El interés nacional es la moderación nacional, y ése parece ser el único interés nacional que el pueblo está deseoso de apoyar en este momento de su historia. De ahí que, en vez de formular planes no realistas de grandes empresas en el extranjero, los responsables de la política exterior pueden dedicar sus energías a idear planes para reducir la implicación norteamericana en el mundo de forma que salvaguardara posibles intereses nacionales futuros.

En cierto momento del porvenir, la combinación de amenazas contra la seguridad y el reto moral exigirá una vez más a los norteamericanos que dediquen importantes recursos a la defensa de los intereses nacionales. La movilización de nuevo de esos recursos según sugiere la experiencia, es probable que sea más fácil que la reexpedición de recursos que se han comprometido en favor de intereses particularistas arraigados. Un papel más restringido ahora facilitaría la asunción por EE UU de un papel más positivo en el futuro, cuando llegue el momento de que renueve su identidad nacional y persiga propósitos nacionales para los que los norteamericanos están deseosos de dedicar sus vidas, sus fortunas y su honor nacional.