POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 71

Imagen tomada durante la Primera Guerra Mundial, en torno a 1915/GETTY

Las guerras deben llegar a su fin

Las pacificaciones impuestas desvían la lógica de la guerra y no hacen desaparecer las raíces de los conflictos. Las actividades de las ONG tampoco ayudan a superar los problemas de fondo.
Edward N. Luttwak
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Una desagradable verdad, a menudo olvidada, es que aunque la guerra es un gran mal, tiene una poderosa virtud: puede resolver conflictos políticos y lograr la paz. Esto puede ocurrir cuando las fuerzas beligerantes se agotan o cuando una vence de manera contundente. En ambos casos, la clave es que la contienda continúe hasta que se llegue a una resolución. La guerra trae la paz solamente después de pasar por una fase culminante de violencia. Las esperanzas de éxito militar deben desvanecerse dando paso al entendimiento, para ser más atractivas que la continuación de los combates.

Sin embargo, desde la creación de las Naciones Unidas y la consagración en su Consejo de Seguridad de la política de grandes potencias, no se ha permitido que las guerras entre países menores sigan su curso natural; han sido interrumpidas de manera prematura antes de que pudieran extinguirse por sí solas y establecerse las condiciones previas para un acuerdo duradero. El alto el fuego y los armisticios han sido impuestos con frecuencia bajo la tutela del Consejo de Seguridad a fin de detener las hostilidades. La intervención de la OTAN en la crisis de Kosovo ha seguido esta pauta.

Pero un alto el fuego tiende a detener el agotamiento provocado por la guerra y permite a las fuerzas beligerantes recomponerse y rearmarse; intensifica y prolonga la lucha una vez que la tregua termina. Esto fue lo que ocurrió en la guerra entre árabes e israelíes de 1948-49, que podría haber finalizado en escasas semanas si los dos “alto el fuego” ordenados por el Consejo de Seguridad no hubieran permitido recuperarse a los combatientes. Y se ha repetido recientemente, en los Balcanes. Los “alto el fuego” impuestos interrumpieron los combates entre serbios y croatas en la Krajina, entre las fuerzas de lo que queda de la Federación de Yugoslavia y el ejército croata y entre los serbios, croatas y musulmanes en Bosnia. En cada uno de ellos, los contrincantes aprovechaban la interrupción para reclutar, entrenar y equipar a fuerzas adicionales para futuros combates, prolongando la guerra y creando más muerte y destrucción. Los armisticios impuestos, mientras tanto –a menos que les sigan acuerdos de paz negociados–, congelan artificialmente el conflicto y perpetúan, de forma indefinida, el estado de guerra protegiendo al lado más débil de las consecuencias derivadas de su negativa a hacer concesiones para lograr la paz.

La guerra fría proporcionó una justificación convincente para tal comportamiento por parte de las dos superpotencias, que a menudo colaboraron a la hora de coaccionar a fuerzas beligerantes menos poderosas para evitar así ser atraídas a sus conflictos e impedir el enfrentamiento directo. Aunque los “alto el fuego” impuestos, en último término, incrementaron cuantitativamente las guerras entre las potencias menores, y los armisticios perpetuaron los estados de guerra, ambos resultados fueron claramente un mal menor (desde un punto de vista global) comparados con la posibilidad de una guerra nuclear. Pero hoy en día, ni los estadounidenses ni los rusos se sienten inclinados a intervenir de forma competitiva en las guerras de las potencias menores; por lo que las desafortunadas consecuencias de interrumpir la guerra persisten, mientras que no se evita ningún peligro mayor. Puede que fuera mejor para todos dejar que las guerras menores concluyeran por sí solas.

Los armisticios son impuestos hoy a las potencias menores por la vía del acuerdo multilateral, no para evitar la competencia entre las grandes potencias sino por motivos esencialmente desinteresados y, ciertamente, frívolos, como el rechazo de las audiencias televisivas hacia las horrendas escenas de guerra. Pero este hecho puede impedir sistemáticamente la transformación de la guerra en paz. Los acuerdos de Dayton son, en este sentido, paradigmáticos: han condenado a Bosnia a permanecer dividida en tres sectores rivales armados, en los que los combates están momentáneamente suspendidos, pero existe un estado de hostilidad que se prolonga indefinidamente. Puesto que ninguna de las partes se ve amenazada por la derrota, no tienen el incentivo suficiente para negociar un acuerdo duradero. Como tampoco se vislumbra un camino hacia la paz, lo fundamental es prepararse para la futura guerra en vez de reconstruir las economías devastadas y las sociedades destrozadas. Una guerra ininterrumpida habría causado más sufrimiento y habría conducido a un resultado injusto desde una perspectiva u otra, pero también habría llevado a una situación más estable que permitiría empezar la verdadera posguerra. La paz se asienta sólo cuando la guerra termina de verdad.

 

El potencial pacificador de la guerra

Varias organizaciones multilaterales se arrogan el derecho de intervenir en las guerras de otros. La característica que define a estas entidades es que entran en situaciones de guerra a la vez que se niegan a hacerlo en combate. A la larga, esto sólo incrementa el daño. Si las Naciones Unidas ayudaran a los fuertes a derrotar a los débiles más deprisa y de manera más decisiva, acrecentaría el potencial pacificador de la guerra. Pero la prioridad de los contingentes de paz de la ONU es evitar las bajas entre su propio personal. Por lo tanto, los cuerpos de la ONU apaciguan a la fuerza local más fuerte, aceptando sus dictados y tolerando sus abusos. Este apaciguamiento, desde una óptica estratégica, no es útil, como lo sería ponerse del lado del más fuerte; por otra parte, sólo refleja la determinación de cada unidad de la ONU para evitar la confrontación. El resultado final es impedir que haya un desenlace coherente, que requiere un desequilibrio de fuerzas suficiente para acabar con los combates.

Los pacificadores reticentes a usar la violencia tampoco son capaces de proteger debidamente a los civiles que quedan atrapados en medio de los combates o que son atacados de forma deliberada. En el mejor de los casos, las fuerzas de pacificación de la ONU se han comportado como espectadores pasivos ante las masacres (como en Bosnia o Ruanda); en el peor de los casos, contribuyen a ellas, como hicieron las tropas holandesas de la ONU en la caída de Srbrenica al ayudar a los serbobosnios a separar a los hombres en edad militar del resto de la población.

Mientras tanto, la sola presencia de las fuerzas de la ONU obstaculiza el recurso normal de los ciudadanos en peligro, que es escapar de la zona de combates. En la falsa creencia de que serán protegidos, los civiles amenazados permanecen en el lugar hasta que es demasiado tarde. Durante el cerco a Sarajevo en el período 1992- 94, el apaciguamiento coincidía con la ficción de protección de manera especialmente perversa: el personal de la ONU inspeccionó los vuelos que salían para impedir la huida de civiles de Sarajevo en cumplimiento de un acuerdo de alto el fuego negociado con los serbobosnios dominantes en la zona, quienes –dicho sea de paso– violaban regularmente ese pacto. La respuesta más sensata y realista de los musulmanes ante una guerra atroz habría sido o bien abandonar la ciudad o expulsar a los serbios.

Instituciones como la Unión Europea, la Unión Europea Occidental y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa carecen incluso de la rudimentaria estructura de mando y del personal de la ONU; con todo, también pretenden ahora intervenir en situaciones de guerra, con consecuencias predecibles. Desprovistos de fuerzas incluso teóricamente capaces de entrar en combate, satisfacen el prurito intervencionista de los Estados miembros (o sus propias ambiciones institucionales) enviando misiones de “observadores” no armadas o ligeramente armadas, que tienen los mismos problemas que las misiones de pacificación de la ONU, si no más.

Las organizaciones como la OTAN o la Fuerza Africana Occidental de Interposición (Ecomog) –que ha operado recientemente en Sierra Leona– son capaces de detener la guerra. Sus intervenciones aún tienen la consecuencia destructiva de prolongar el estado de guerra, pero al menos pueden proteger a los civiles. Sin embargo, con frecuencia esto no llega a suceder, porque los mandos militares multinacionales implicados en intervenciones desinteresadas tienden a evitar cualquier riesgo de combate, limitando, por consiguiente, su efectividad. Las tropas de Estados Unidos en Bosnia, por ejemplo, fallaban repetidamente a la hora de arrestar a conocidos criminales de guerra que pasaban por sus puntos de control por temor a provocar un enfrentamiento.

Además, a los mandos multinacionales les resulta difícil controlar la calidad y la conducta de las tropas de los países miembros, que pueden reducir al mínimo el cumplimiento de las tareas de todas las fuerzas implicadas. Así ocurrió con los soldados británicos en Bosnia y con los marines nigerianos en Sierra Leona. El fenómeno de la degradación de las fuerzas no suele ser detectado por los observadores internacionales, aunque sus consecuencias son visibles en las víctimas. Este estado de cosas presenta raras excepciones, como la del batallón de tanques danés en Bosnia, que respondía a cualquier ataque sobre él disparando a discreción, deteniendo así rápidamente los combates.

Sin embargo, todos los ejemplos precedentes de guerras desinteresadas y sus graves limitaciones han sido relegados a un segundo plano por la intervención de la OTAN contra Serbia a favor de Kosovo. La Alianza se ha apoyado únicamente en el potencial aéreo para evitar bajas entre sus fuerzas, bombardeando durante semanas objetivos en Serbia, Montenegro y Kosovo sin perder un solo piloto. Esta aparente inmunidad “milagrosa” a las baterías y misiles antiaéreos yugoslavos se logró por múltiples niveles de precaución. En primer lugar, a pesar de todo el ruido y la imaginería propias de una operación masiva, se llevaron a cabo muy pocos ataques durante las primeras semanas, lo que redujo los riesgos para los pilotos y los aviones, pero también limitó el alcance de los bombardeos de la OTAN. En segundo lugar, la campaña aérea tuvo como principal objetivo, los sistemas de defensa, minimizando las bajas aliadas presentes y futuras, aunque al precio de una destrucción muy limitada y perdiendo la capacidad de cualquier efecto de choque. En tercer lugar, la OTAN evitó la mayoría de las baterías antiaéreas lanzando sus misiles desde la seguridad que dan más de 4.500 metros de altitud. En cuarto lugar, la Alianza restringió sus operaciones cuando la climatología no era la adecuada. Responsables de la OTAN se quejaron de que las nubes impedían los bombardeos, a menudo limitando las operaciones nocturnas al lanzamiento de algunos misiles de crucero contra los objetivos fijos de posición conocida. Lo cierto es que las nubes no impedían el bombardeo –se podían haber realizado ataques a baja altura– sino uno seguro y perfecto.

Pero sobre el terreno, a mucha distancia del vuelo de los aviones, pequeños grupos de soldados y policías serbios en vehículos blindados aterrorizaban a cientos de miles de albanokosovares. La OTAN tiene aviones diseñados para encontrar y destruir tales vehículos. Todas sus principales potencias disponen de helicópteros antitanque, algunos de los cuales están equipados para operar de forma autónoma. Pero ningún país se ofreció para enviarlos a Kosovo cuando comenzó la limpieza étnica, ya que podrían haber sido derribados. Cuando finalmente se enviaron a Albania los helicópteros Apache con base en Alemania, a pesar del inmenso gasto dedicado a su “disponibilidad” inmediata durante años, requirieron más de tres semanas de “preparativos de predespliegue” para su desplazamiento. Transcurridas seis semanas desde el inicio de la guerra, los Apaches aún tenían que realizar su primera misión, si bien dos de ellos ya se habían estrellado durante las maniobras. No sólo la lentitud de la burocracia era responsable de este retraso: el ejército de Estados Unidos insistía en que los Apaches no podían operar por sí solos, sino que necesitarían el apoyo de cohetes pesados para anular las baterías antiaéreas de los serbios. Esto suponía una carga logística mucho mayor que los propios Apaches y un retraso adicional, evidentemente bien recibido.

Incluso antes de que comenzara la llegada de los Apache, la OTAN ya tenía aviones desplegados en bases italianas que podrían haber hecho el trabajo igualmente: los Warthogs A-10, construidos alrededor de sus poderosas baterías antitanque de treinta milímetros y los Harriers de la Fuerza Aérea Real británica, ideales para bombardeos a baja altura y a corta distancia. Ninguno fue utilizado una vez más porque no se podía hacer con total seguridad. En los cálculos de la OTAN, la posibilidad inmediata de salvar a miles de albaneses de la masacre y a cientos de miles de la deportación no tenía tanto valor, evidentemente, como las vidas de unos pocos pilotos. Puede que eso refleje una realidad política inevitable, pero muestra cómo incluso una intervención desinteresada a gran escala puede fracasar a la hora de lograr un objetivo en apariencia humanitario. Hay que preguntarse si no hubiera sido mejor para los kosovares que la OTAN simplemente no hubiera hecho nada.

Las intervenciones más desinteresadas en tiempo de guerra –y las más destructivas– son las de las organizaciones de ayuda humanitaria. La mayor es el Organismo de Obras Públicas y Socorro de las Naciones Unidas (UNRWA). Fue constituido siguiendo el modelo de su predecesora, la Administración de las Naciones Unidas para el Socorro y la Rehabilitación (UNRRA), que organizaba campos de personas desplazadas en Europa después de la Segunda Guerra mundial. La UNRWA fue establecida inmediatamente después de la guerra árabe-israelí de 1948-49 para alimentar, acoger, educar y proporcionar servicios de salud a los refugiados árabes en el antiguo territorio de Palestina.

 

«Las intervenciones más desinteresadas en tiempo de guerra –y las más destructivas– son las de las organizaciones de ayuda humanitaria»

 

Los campos de la UNRRA en Europa habían contribuido a dispersar las concentraciones revanchistas de los grupos nacionales. Pero los campos de la UNRWA en Líbano, Siria, Jordania, Cisjordania y la franja de Gaza proporcionaban, en general, un nivel de vida más alto del que la mayoría de los árabes habían disfrutado previamente, con una dieta más variada, escolarización organizada y unos cuidados médicos . Tuvieron, por tanto, el efecto contrario, convirtiéndose en atractivos hogares en lugar de campos de tránsito para abandonarlos lo antes posible.

Durante su medio siglo de existencia, la UNRWA ha perpetuado así una nación palestina de refugiados, preservando sus resentimientos y manteniendo intacto el deseo de venganza. La propia existencia de la UNRWA retrae la integración en la sociedad local e inhibe la emigración. La concentración de los palestinos en los campos ha facilitado además el reclutamiento, voluntario o forzado, de los refugiados más jóvenes por parte de organizaciones armadas que luchan contra Israel y entre sí. La UNRWA ha contribuido a medio siglo de violencia entre árabes e israelíes y todavía hoy retrasa el advenimiento de la paz.

Si cada guerra europea hubiese contado con su propia UNRWA, la Europa de hoy estaría llena de campos gigantes para los millones de descendientes de los galo-romanos desarraigados, de los vándalos abandonados, de los borgoñones derrotados y de los visigodos desplazados, por no hablar de naciones de refugiados más recientes como la de los germano-sudetanos, posterior a 1945, de los cuales tres millones fueron expulsados de Checoslovaquia ese mismo año. Esta Europa habría permanecido como un mosaico de tribus en guerra, no asimiladas e irreconciliables en sus respectivos campos de refugiados. Ayudar a cada uno en cada desplazamiento podría haber tranquilizado las conciencias, pero habría conducido a una inestabilidad y violencia permanentes.

 

El papel de las ONG

La UNRWA tiene equivalentes en otros lugares, como los campos camboyanos a lo largo de la frontera tailandesa que, incidentalmente, proporcionaron refugios seguros para los jemeres rojos. Puesto que las Naciones Unidas están limitadas por las contribuciones nacionales, el sabotaje que efectúan estos campos a la paz está por lo menos localizado. Pero no es así en el caso de las organizaciones no gubernamentales (ONG), que ahora ayudan a los refugiados de guerra. Como cualquier otra institución, las ONG están interesadas en perpetuarse, lo que significa que su prioridad es atraer contribuciones caritativas mostrándose activas en situaciones de alta visibilidad. Solamente los desastres naturales más dramáticos atraen una atención significativa de los medios de comunicación. Pocos días después de un terremoto o de unas inundaciones, dejan de ser actualidad.

Los refugiados de guerra, por el contrario, pueden obtener un seguimiento continuado de la prensa si permanecen concentrados en campos razonablemente accesibles. Una guerra entre países desarrollados no es frecuente y ofrece pocas oportunidades para estas ONG, que centran sus esfuerzos en ayudar a los refugiados de las zonas más pobres del mundo. Esto garantiza que el alimento, el refugio y la ayuda sanitaria ofrecida –aunque a una distancia abismal de los modelos occidentales– supere lo que está al alcance de los que no son refugiados. Las consecuencias son claramente predecibles. Entre los muchos ejemplos, destacan los enormes campos de refugiados a lo largo de la frontera de la República Democrática del Congo con Ruanda, que sostienen a una nación hutu que de otra manera estaría dispersa, haciendo imposible la consolidación de Ruanda y proporcionando una base para que los radicales hagan más incursiones de exterminio tutsi a través de la frontera. La intervención humanitaria ha empeorado las posibilidades de una solución estable y a largo plazo a las tensiones en Ruanda.

Mantener intactas las naciones de refugiados y preservar sus resentimientos para siempre ya es de por sí malo, pero introducir ayuda material en conflictos permanentes es aún peor. Muchas ONG que operan bajo un velo de santidad proporcionan rutinariamente combatientes activos. Sin defensa alguna, no pueden excluir a los soldados armados de sus centros de alimento, clínicas y refugios. Puesto que los refugiados presuntamente pertenecen al bando de los perdedores, los soldados que hay entre ellos están normalmente en retirada. Al intervenir para ayudar, las ONG sistemáticamente impiden que sus enemigos logren una victoria decisiva que podría acabar con la guerra. Algunas veces, excesivamente imparciales, ayudan incluso a ambos bandos, imposibilitando así el agotamiento mutuo y el acuerdo. Y en algunos casos extremos, como en Somalia, las organizaciones incluso dan dinero para proteger a las facciones en guerra, que usan dichos fondos para comprar armas.

Esas ONG están, por consiguiente, ayudando a prolongar una guerra cuyas consecuencias aparentemente intentan mitigar. Demasiadas guerras se convierten en conflictos endémicos que nunca acaban porque los efectos transformadores de una victoria decisiva y del agotamiento son bloqueados por la intervención externa. Sin embargo, a diferencia del antiguo problema de la guerra, la combinación de sus males propiciada por las intervenciones desinteresadas es un nuevo tipo de mala conducta que podría ser atajado. Los políticos deberían resistir el impulso emocional de intervenir en las guerras de otros: no porque sean indiferentes al sufrimiento humano sino, precisamente, porque les importa y quieren facilitar la paz.

Estados Unidos debería disuadir las intervenciones multilaterales en lugar de liderarlas. Se deberían establecer nuevas reglas para las actividades de ayuda a los refugiados de la ONU y asegurar que al auxilio inmediato le siguen rápidamente la repatriación, la absorción local o la emigración, descartando el establecimiento de campos de refugiados permanentes. Y aunque tal vez no sea posible poner restricciones a las ONG, al menos no deberían ser ni alentadas ni financiadas oficialmente. Bajo estas medidas, en apariencia perversas, habría una apreciación verdadera de la lógica paradójica de la guerra y un compromiso para que cumpla su única función útil: lograr la paz.