POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 14

¿Libertad, para qué?

Jaime Pérez-Llorca
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Como Fernando de los Ríos, yo nunca me había hecho esa pregunta. Para mí, la libertad había sido siempre en sí misma un fin. La lucha por la libertad me había parecido siempre tan consustancial con la condición humana como la lucha por el aire para respirar: un imperativo biológico de la especie.

Esa pregunta brutal, aparentemente cínica y posiblemente espontánea, con que Lenin respondió al “¿y cuándo la libertad?”, de De los Ríos mostraba, quizá, cómo la entrega abnegada y religiosa a su tarea –y a su”mística revolucionaria”–, actuando sobre el predispuesto sustrato mesiánico de la Santa Rusia –la tercera Roma–, tan, parecido al español tradicional, habían deshumanizado a un hombre sensible e inteligente convirtiéndolo en un iluminado.

Esa pregunta, que sacudió como una descarga eléctrica a Fernando de los Ríos, definió claramente la incompatibilidad entre el socialismo democrático y el comunismo leninista, dogmático.

Si hoy Lenin levantara la cabeza vería cómo todo a su alrededor respondía, pragmática y contundentemente, a su pregunta. Vería las consecuencias de setenta y dos años de Santa Inquisición sobre la ciencia, la tecnología, la economía y la sociedad soviéticas. Vería a sus devotos sin otra solución que redescubrir la libertad de pensamiento, con todas sus inevitables consecuencias, para tratar simplemente de evitar el colapso y la incapacidad de mantener el ritmo de desarrollo del Japón, Europa o los Estados Unidos.

Los hechos, que ciertamente son testarudos, obligan hoy a los comunistas en el Este de Europa, en China y en la propia Unión Soviética a retornar a los orígenes. Los socialistas democráticos, Plejhanov, los mencheviques de 1917, “el renegado Kautsky”… tenían razón.

La Academia Soviética de Ciencias invitó en febrero pasado a la Comisión de Ciencia y Tecnología de la Asamblea del Atlántico Norte a visitarla durante diez días en septiembre. La Comisión…

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