POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 186

Campaña del referéndum de la Constitución de 1978 (Barcelona, 30 de noviembre de 1978). EFE

Secesión y unidad en democracias avanzadas

Uno de los desarrollos más interesantes de la crisis catalana será en el ámbito de las ideas, sobre la legitimidad o no de la independencia en las democracias contemporáneas.
Ignacio Molina
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Aunque lo que se conoce como proceso soberanista finalizó en sentido estricto el 27 de octubre de 2017, al fracasar la independencia declarada unilateralmente por una exigua mayoría del Parlamento de Cataluña, parece obvio que todavía no se ha cerrado la crisis territorial más profunda que ha sufrido España en su historia reciente y que el actual momento, iniciado la pasada primavera, tendrá también una dimensión externa relevante.

Hasta la fecha, y usando los conceptos con rigor, el conflicto catalán no se ha llegado nunca a internacionalizar ya que –salvo aspectos relativamente accesorios– su gestión ha correspondido en todo momento a las instituciones españolas. Pero eso no quita que alcanzase gran notoriedad europea e incluso mundial, en especial durante el otoño de 2017, y que muchos de sus ingredientes estén conectados con el exterior. Una conexión observable tanto en varios factores que explican el giro independentista de la Generalitat a partir de septiembre de 2012 –el impacto de la crisis en la zona euro, el ejemplo del referéndum en Escocia o la ola populista que recorre Occidente–, como en muchos de los elementos que determinaron la evolución y el desenlace del procés. Es verdad que consistió en un fenómeno de naturaleza principalmente doméstica, pero los actores catalanes y españoles que lo protagonizaron nunca dejaron de poner la mirada en el escenario internacional para buscar complicidades o erosionar la posición de sus contrincantes.

Cuatro han sido los elementos externos que han influido en el desarrollo de los acontecimientos durante estos seis años: (a) el debate sobre si un territorio que se ha separado de un Estado miembro puede continuar participando en el proceso de integración europea; (b) la diplomacia de contra-secesión llevada a cabo por Madrid; (c) el intento del nacionalismo catalán por ganarse el favor de autoridades y opiniones públicas extranjeras; y (d), más en general, las continuas referencias comparadas a cómo se gestionan otros movimientos independentistas en los países del entorno. El resultado en este terreno de juego exterior puede considerarse por ahora favorable al gobierno de España en lo que respecta a los dos primeros puntos, siendo el balance algo más ambiguo en los dos últimos.

Hoy no existen dudas de que es imposible una “ampliación interna” automática de la UE, ni que la hipotética readhesión de un nuevo Estado requiere la unanimidad de los miembros, ni que ninguna capital reconocería siquiera la estatalidad de quien pretende ignorar el orden constitucional de un socio. También ha quedado claro que la comunidad internacional prefiere una España unida y que, en ausencia de causa alguna que justifique una secesión remedial, no se aceptan procesos ilegales de ruptura de la integridad territorial. De hecho, cuando se mencionan las causas del fiasco de la estrategia procesista, siempre se destaca (junto a la falta de control efectivo del territorio y la ausencia de una mayoría efectiva en la sociedad catalana) el hecho de no haber conseguido ni un solo aliado internacional digno de mención. En el terreno oficial, la diplomacia española ha sido exitosa.

El independentismo ha obtenido, en cambio, varios premios de consolación fuera de las fronteras españolas, beneficiándose de algunos de los errores de acción y, sobre todo, de omisión cometidos por el Estado. Ha conseguido recabar un número nada despreciable de simpatías en ambientes académicos y políticos ideológicamente cercanos a otros nacionalismos periféricos, a la izquierda crítica o a la derecha populista, e incluso en ciertos sectores minoritarios del pensamiento y los partidos mainstream. La mayor parte de estos apoyos no implican sumarse al objetivo de la independencia, mucho menos si se trata de alcanzarla de forma unilateral, pero sí se han producido críticas serias a cómo los poderes públicos españoles han gestionado la crisis. Las autoridades regionales de Quebec, Escocia y Flandes, e incluso el primer ministro belga, condenaron en público la actuación policial del 1 de octubre (que fue criticada casi unánimemente por la prensa internacional), mientras varapalos judiciales en cuatro países europeos han impedido la entrega a España del expresidente Carles Puigdemont y otros políticos huidos a los que el Tribunal Supremo imputa un discutido delito de rebelión.

 

¿Variaciones con respecto al pasado?

Tras el restablecimiento de la autonomía suspendida en aplicación del artículo 155 de la Constitución y la elección de un nuevo gobierno catalán con otro programa nítidamente rupturista, se abre un periodo en el que los aspectos externos seguirán teniendo cierta importancia, aunque habrá variaciones con respecto al pasado reciente. El soberanismo dejará de esgrimir algunos de los argumentos más simplistas antes utilizados, pues ya no podrá ilusionar, o engañar, a propósito de la respuesta por parte de las instituciones europeas o los gobiernos extranjeros. Otros indicios apuntan, en cambio, a una profundización de la dinámica previa y ni siquiera es descartable una apuesta renovada del núcleo más radical de los dirigentes nacionalistas, para forzar la internacionalización del conflicto que no se logró hace un año; un plan que consistiría en aprovechar las futuras sentencias a los políticos ahora en la cárcel para provocar una suerte de insurrección popular que lleve al Estado a reaccionar con violencia, confiando en que esta vez la represión resultante sí propiciase una intervención exterior.

Se trata de un desarrollo inverosímil –especialmente a la luz de la experiencia acumulada y lo aprendido por todas las partes desde el otoño de 2017– pero, incluso en el improbable caso de producirse algo parecido, en absoluto estaría garantizado que la mediación internacional fuese a favorecer al independentismo. No solo porque una actuación así, que juega abiertamente con la paz social, conlleva el gran riesgo de que la causa quede desacreditada sino, sobre todo, por la pertinaz y profunda división de los catalanes en torno a la cuestión.

 

«El Estado intentará ahora jugar mejor la partida de la comunicación y usará plataformas como España Global, mientras que la Generalitat insistirá en su campaña de denigrar al Estado»

 

Al margen de la hipótesis anterior –audaz, inquietante y, por encima de todo, poco realista–, lo más previsible es que el contexto post-procés se caracterice por una dimensión internacional casi rutinaria y seguramente poco trascendental en el terreno de las actuaciones políticas, aunque más sofisticada y quizá más influyente en el del debate de las ideas. En efecto, por lo que hace al primero de los planos, lo esperable a corto plazo es que la retórica continúe inflamada, con apelaciones por ambas partes a términos cargados de connotaciones negativas como “golpistas” y “presos políticos”. En el exterior, y aun con alguna posible escaramuza impactante por parte del independentismo, los distintos actores perseverarán en sus conocidas posturas, haciendo declaraciones de rigor y usando herramientas formales o de para-diplomacia para confrontarse en un escenario que seguramente tenga pocos espectadores extranjeros interesados y donde los mensajes que se emiten están pensados para sus respectivas audiencias en el interior.

El Estado intentará ahora jugar mejor, o simplemente jugar, la partida de la comunicación y usará plataformas como la de España Global (nueva denominación de la antigua Marca España), mientras que la Generalitat insistirá en su campaña de denigrar al Estado, presentándolo como un régimen con rasgos autoritarios y represivos que merece el rechazo de Europa. Es posible que cada parte obtenga réditos: el constitucionalismo aspira a difundir un conocimiento menos superficial del conflicto catalán y que se mantenga o mejore la imagen y la confianza en el país como un sistema democrático de altos estándares, mostrándose severo si una autoridad externa lo ataca; tal como ha ocurrido recientemente con la retirada del estatus diplomático al representante de Flandes en España por las duras declaraciones del presidente de su Parlamento regional.

Por su parte, el independentismo puede conseguir algunos logros en el terreno de los derechos humanos, ya sea por parte de ONG, medios de comunicación, algunos parlamentos o incluso tribunales internacionales. No obstante, eso difícilmente servirá para cambiar el equilibrio de fuerzas interno y mucho menos externo, de forma que ni variará el cierre de filas oficial de todas las capitales mundiales con Madrid ni se agotará la corriente de relativa simpatía hacia un movimiento que desde fuera se tiende a asociar con Cataluña en su conjunto y a considerar como la parte débil en el conflicto.

 

Avanzar en el debate de ideas

En un futuro inmediato, sin embargo, los desarrollos más interesantes de la crisis catalana no se producirán en el terreno operativo, sino en el del pensamiento y el poder de convicción que puedan tener los razonamientos sobre la legitimidad o no de la independencia en las democracias contemporáneas. Se trata de un debate político e intelectual que se librará también en el interior, pero que es genuinamente internacional por dos razones. En primer lugar, porque no existe una teoría universalmente aceptada sobre las secesiones: la casuística comparada disponible ofrece ejemplos y contraejemplos que las partes tendrán que saber usar para convencer. En segundo lugar, porque Cataluña es hoy el principal referente mundial de los territorios que aspiran a convertirse en nuevos Estados y el desenlace de su apuesta soberanista puede marcar un precedente en tres sentidos muy distintos: o bien precipitar una especie de ola global de intentos de ruptura, o bien desincentivarlos en caso de fracaso total, o bien (si se alcanza un nuevo arreglo de acomodación entre Cataluña y el resto de España) servir como modelo para otros procesos de descentralización territorial y encaje de la pluralidad.

Durante los años del procés, el soberanismo catalán tuvo el triple acierto de presentarse como progresista, colocar el “derecho a decidir” como marco cognitivo potente y propio de las democracias más desarrolladas, y poder alegar ingenuidad o ignorancia en los puntos más débiles de su argumentación. El constitucionalismo, en cambio, desde la comodidad de su sólida posición en el terreno jurídico, prefirió no dar demasiada batalla intelectual y se conformó con descalificaciones generales de la estrategia separatista por su falta de respeto hacia el Estado de Derecho o por ser una expresión de populismo reaccionario que emparentaría con el Brexit y otros nacionalismos subestatales con fama de egoístas, como el flamenco y el padano.

Ahora mismo, y al margen de que en ambos bandos se va definiendo con creciente nitidez una línea más pragmática y otra maximalista, resulta muy prematuro que los representantes políticos salgan de sus enroques y se atrevan a gestionar el conflicto de otra forma. Pero la parálisis actual aún refuerza más el momento para avanzar en un debate previo de ideas que abone el terreno para un momento político posterior más fértil. A pesar de las profundas diferencias de fondo y los desacuerdos de diagnóstico, hay una serie de premisas mentales y cuestiones fácticas que ambas partes pueden llegar a aceptar. Es posible incluso identificar, rayando en un optimismo quizá injustificado por la hostilidad de los tiempos recientes, un espacio de aprendizaje mutuo en estos años, de pedagogía sobre el valor relativo de los argumentos de cada uno y, muy importante, sobre la terquedad de la realidad catalana y española.

¿Cuáles son esos elementos teóricos y empíricos acerca de este conflicto territorial sobre los que construir una conversación intelectual compartida por pensadores y políticos dentro o fuera de España? Una primera forma para identificarlos es acercarse a las formulaciones que el independentismo y el constitucionalismo se esmeran en construir cuando se presentan ante observadores terceros. Allí donde es inservible e incluso contraproducente apelar a las emociones o a las amenazas y donde más exigente resulta el conocimiento de otros casos de gestión del secesionismo en el panorama internacional.

El soberanismo más inteligente, pasando de puntillas sobre la unilateralidad, insiste en que una amplia mayoría de la sociedad catalana –cuya cifra oscila entre el 70% que desea aumentar el autogobierno y el 45/50% que opta por la secesión– reclama un referéndum para decidir su futuro. A esa demanda se le debe permitir un cauce similar al de un caso tan prestigioso como el de Escocia, y si la mitad más uno de los catalanes desea la ruptura, la solución más democrática pasa por hacerla efectiva, con independencia de lo que opine el conjunto de los españoles. Por lo demás, se confía en que la división política y el pluralismo identitario y lingüístico de Cataluña –con algo más de la mitad de la sociedad que se opone a la independencia y, al menos, un tercio abiertamente contrario a los planes de ruptura, que correlaciona mucho con el castellano como lengua materna– puede ser gestionado con la regla de la mayoría. Quienes se oponen son un obstáculo a superar contando votos y su discrepancia debe ser tratada del mismo modo que el disenso habitual hacia cualquier decisión legislativa ordinaria. En todo caso, si el resultado de esa votación confirmase lo que han dicho de forma reiterada tantas elecciones (y triunfase por poco margen la opción de permanecer en España), eso no evitaría futuros nuevos referendos, ya que Cataluña habría alcanzado el derecho a la autodeterminación.

El constitucionalismo, por su parte, señala que el demos a considerar aquí es el de toda la comunidad política que conforma el Estado, pues las consecuencias de la separación de Cataluña serían trascendentales para el conjunto de España. La Constitución de 1978 considera la unidad como indisoluble e indivisible pero, a diferencia de lo que hacen federaciones tan avanzadas como EEUU (unión perpetua) o Alemania (cláusula de eternidad), esa definición no es irreformable siempre que se respeten los procedimientos existentes. Como la secesión altera profundamente el pacto original, solo puede ser considerada democrática si se tramita de acuerdo a las reglas sobre las que se asienta el régimen democrático. Es decir, solo podrá haber una secesión cuando una mayoría cualificada de españoles se haya convencido de que esa es la opción mejor, o menos mala, de resolver el conflicto territorial. Para gestionar el actual momento catalán, el constitucionalismo apunta a una combinación de firmeza en la defensa del Derecho y búsqueda de una mejora del autogobierno que pueda ser aceptada por un 70%. Es decir, por la misma cifra mítica –y, a la luz de los últimos sondeos, exagerada– que el independentismo dice que desea un referéndum de autodeterminación. A quienes reclaman el referéndum de autodeterminación se les dice que esa pretensión es inasumible por los efectos desestabilizadores que crearía tanto en el seno de Cataluña como en el conjunto de España.

 

Hacia un empate fructífero

Llegado este punto, pareciera que ambas posiciones son completamente antitéticas. Pero rascando un poco y con la ayuda de una metodología comparativa honesta es posible esbozar puntos de acuerdo. El primero es que resulta prácticamente imposible (y el resquicio que queda debería ser descartado por perverso) conseguir la independencia en el seno de una democracia avanzada y europea si no es a través de un proceso legal y aceptado por el Estado matriz. Simplemente no hay precedentes, sin que sean aplicables los parecidos remotos que puedan existir con otros casos europeos donde las secesiones exitosas (países bálticos o Eslovenia), o que se quedaron a medias (Kosovo, Chipre del Norte) no tuvieron lugar en contextos democráticos consolidados. La unilateralidad simplemente no tiene recorrido.

El segundo –conectado con la celebrada jurisprudencia del Tribunal Supremo canadiense de 1998– es que, por mucho que no exista derecho a la autodeterminación, una democracia que se dice plural y federal tiene muy difícil ignorar una mayoría realmente clara y estable en una región que quiere romper. Y, en caso de que tal mayoría existiera y no hubiera visos de que fuera reversible, el resto del Estado debería aceptar que la situación requiere una solución distinta a la de impedir la separación. Tal situación no sería sostenible.

Admitidas estas dos premisas, el independentismo defiende que, para conocer si existe esa mayoría, regular un referéndum es la solución óptima. El problema es que entre los aproximadamente 100 casos de poliarquías liberales que existen en el mundo solo hay uno que admite tal posibilidad (un minúsculo país caribeño formado por dos islas, San Cristóbal y Nieves, donde se exigen dos tercios de los votantes de una isla para poderse separar) y luego dos más donde no existe regulación pero aceptan la posibilidad de celebrarlos: Reino Unido y Canadá.

 

«La comparación internacional lleva a concluir que impedir un referéndum de secesión resulta tan democrático o más que permitirlo»

 

 

Por tanto, parece que la comparación internacional lleva a concluir que impedir un referéndum de secesión resulta tan democrático o más que permitirlo. De hecho, es claro que en el caso de Quebec su celebración no tiene efectos jurídicos vinculantes y que en Escocia el referéndum de 2014 se basó en circunstancias excepcionales de tipo histórico, jurídico, político y coyuntural: una monarquía británica compuesta, una Constitución flexible, la ausencia de conflicto identitario (muy diferente al caso norirlandés) y la ilusa pretensión del primer ministro David Cameron de zanjar así las demandas escocesas de más competencias.

El caso es que las instituciones españolas tienen sus legítimas razones para negar una votación que pregunte por la secesión y es casi imposible que ninguna presión interna o internacional altere esa preferencia. Desde el punto de vista del conjunto de España esas razones entroncan con el deseo muy mayoritario de no ver cuestionada la unidad, ya sea porque se cree que la autodefinición de un Estado como indivisible le concede mayor fortaleza constitucional, ya sea porque admitir los referendos abre la puerta a una competición territorial desestabilizadora por un uso táctico del instrumento para ganar ventajas de poder. Desde el punto de vista de la realidad catalana, las tensiones sobre identidades nacionales y lingüísticas aconsejan evitar una votación que podría convertiste en un conteo agónico y sectario. Como pasa en tantos otros contextos europeos donde existe también ese tipo de divisiones (Bélgica, Chipre, Tirol del Sur, Irlanda del Norte), se puede aducir que el referéndum realmente democrático es el que pregunta por nuevos acuerdos de convivencia.

¿Cómo podría entonces articularse la independencia si una mayoría clara y sólida de los catalanes la desea? Pues definiendo esa mayoría en clave no identitaria y, por tanto, con los criterios más exigentes que se exigen en las sociedades plurales, donde la democracia solo puede ser “consociacional” y no basta la mitad más uno de los votos, sobre todo en cuestiones de alcance constitucional. Si un porcentaje cualificadísimo de la población catalana votase de manera sostenida en el tiempo por opciones secesionistas y si eso supusiera que la Cataluña castellanoparlante también apoya la ruptura, el resto de España debería tomar nota y propiciar los cambios constitucionales que dieran cauce a tal pretensión.

A la luz de todos esos referentes internacionales comparados, el independentismo tiene, entonces, tres posibilidades ante sí. La primera es volver a chocar con la frustración de la vía unilateral. La segunda, renunciar a los atajos e intentar ensanchar su base social, siendo indiferente a estos efectos si obtiene el 50,1% de apoyos en unas elecciones concretas, pues el umbral necesario para convencer a España estaría situado en mayorías bastante más exigentes y duraderas. La tercera posibilidad es asumir la compleja, plural y tozuda realidad sociopolítica de Cataluña, no engañarse sobre la fortaleza o las credenciales democráticas del Estado y optar por vías alternativas en las que se negocie una mejora del autogobierno. Unas mejoras que, por cierto, no habría que enfocar a ampliar las competencias ejercidas por el Parlament (que en el caso catalán ya son muy amplias) sino más bien a mejorar el reparto del poder con las minorías “nacionales” tanto en el Estado como en la propia Generalitat.

Sería, es cierto, un empate, aunque un empate fructífero desde una lógica democrática. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión. ●