POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 59

Militares marxistas ocupan la Iglesia el Rosario en la capital de El Salvador, el 3 de noviembre de 1979/ALEX BOWIE/GETTY

Sobre el choque de civilizaciones, una reconsideración

El marxismo fue una mentira sobre la historia, refutada a costa de grandes pérdidas humanas. Y ahora se busca una nueva mentira que lo sustituya. 
William Pfaff
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La historia puede, por supuesto, interpretarse, pero el intento de encontrar una explicación general para acontecimientos del pasado y del presente capaz de ofrecer una percepción científica del futuro, como pretendía el marxismo, tropieza con obstáculos conocidos, entre ellos la ampliación del conocimiento, como señaló Karl Popper hace cuarenta años: “No podemos prever hoy lo que sólo sabremos mañana”. Estos factores sitúan la historia y la política fuera del ámbito del conocimiento científico propiamente dicho.

Se pueden decir muchas cosas de la historia y de la política que aclaran tanto la realidad como las posibilidades que encierra el futuro, pero no son afirmaciones “científicas”; pertenecen al campo de los juicios documentados, basados en el conocimiento y la experiencia y, por lo general, están más estrechamente relacionadas con la percepción estética que con el razonamiento científico. Siempre se les puede añadir algo. Éste no suele ser el caso cuando se hace una afirmación científica. La ecuación E=mc2 no requiere comentarios y no deja margen para las modificaciones.

Muchos de los que han estudiado la política a lo largo de los últimos cincuenta años se han dedicado a construir una ciencia de la política. Esta rama del estudio académico sufrió una conversión al conductismo en la década de los cincuenta como resultado de un esfuerzo poco afortunado por darle la credibilidad de ciencia “pura”, y más tarde intentó renovarse basándose en la economía. Se abandonó la tradición más antigua del pensamiento político arraigada en la filosofía, el estudio de las instituciones y de la historia y la historia de las ideas, aunque entre sus figuras destacadas se encuentren Aristóteles, Grocio, Maquiavelo, Hobbes, Tocqueville, Marx, Acton y, en nuestros días, podríamos añadir a George Kennan, Hannah Arendt, Raymond Aron y John Lukacs.

 

«El alejamiento de la tradición de los estudios políticos humanísticos tuvo que ver con el relativo prestigio de la en las universidades estadounidenses durante la década de los cincuenta»

 

Este alejamiento de la tradición de los estudios políticos humanísticos, presumiblemente, tuvo que ver con el relativo prestigio de la ciencia en comparación con las humanidades en las universidades estadounidenses durante la década de los cincuenta. Para el intelectual no académico sigue siendo un episodio curioso, con consecuencias deplorables.

Durante los años cincuenta y sesenta, el conductismo y la emulación del análisis económico, junto con la adaptación a los estudios políticos y de política estratégica de técnicas de ingeniería, como el análisis de sistemas, generó no sólo modelos matemáticos que pretendían representar sistemas y comportamientos políticos, sino teorías generales de motivación política “racional” en las que los protagonistas nacionales se esforzaron por maximizar las ganancias y minimizar las pérdidas. Se suponía que, para propósitos prácticos, las motivaciones humanas podían ser reducidas a cálculos de pérdidas o ganancias y que el “hombre político” existe, al igual que el “hombre económico”. El análisis excluye, por norma general, los efectos de la emoción, los prejuicios, la perversión, el altruismo, la moral, la religión, la ideología o la valía cultural, por considerarlos literalmente incalculables.

Las conclusiones políticas derivadas de esta empresa incluían las doctrinas militares del conflicto gradual y la respuesta calculada, con una intensificación por pasos, “escenarios alternativos” y otros instrumentos analíticos aplicados en la práctica a la elaboración de una estrategia nuclear durante la guerra fría, a la dirección de la guerra en Vietnam y a otros problemas estratégicos y políticos.

Los factores culturales e históricos fueron invariablemente excluidos de estos modelos y análisis, no sólo porque normalmente no pueden ser cuantificados, sino también porque aquéllos a los que atraía más esta nueva forma de estudio político tendían a no estar interesados en la cultura o en la política. El conocimiento directo de sociedades extranjeras se consideraba por lo general prescindible, como un conocimiento “blando”, “anecdótico” y, por lo tanto, inapropiado para lo que se supone es una investigación científica. Los profesionales de la nueva ciencia política tendían a estar más interesados en el reto metodológico y en acceder a la influencia política, así como a las subvenciones gubernamentales ofrecidas por las nuevas técnicas.

Los resultados de su trabajo estaban y están a menudo presentados en tablas e informes cuantificados, aunque habitualmente las cifras no representen fenómenos medidos con objetividad, sino que siguen una asignación más o menos arbitraria de valores numéricos para aspectos de comportamiento político o fenómenos sociales. Ésta es una de las facetas más controvertidas de la nueva ciencia política. El profesor Samuel P. Huntington de la Universidad de Harvard, una eminente figura en esa moderna disciplina, ex presidente de la Asociación de Ciencia Política de EE UU y director de planificación del Consejo Nacional de Seguridad durante la administración Carter, fue rechazado en dos ocasiones como miembro de la Academia Nacional de Ciencias, en 1986 y 1987, porque más de un tercio de los miembros de esa institución criticaron su presentación realizada en términos matemáticos, como si fueran hallazgos científicos objetivos, lo que en su opinión no era más que mera hipótesis u opinión política.

Con todo, una de las razones por las que este tipo de ciencia política ha tenido éxito es que sus resultados convienen a las burocracias gubernamentales. El difunto Herman Kahn, por entonces mi jefe, me dijo en una ocasión en los años sesenta que, aunque estaba dispuesto a reconocer que mis juicios políticos habían resultado mejores que los suyos, de nada le servía como responsable del Instituto Hudson, una institución para el análisis estratégico y político, porque no podía conseguir contratos para estudios que dependieran de una especie de habilidad individual, “para oír una música que el resto de la gente no puede oír”.

Naturalmente, tenía razón. Sus clientes eran instituciones oficiales que, por lo general, estaban dirigidas por personas que, en realidad, sabían poco acerca de los asuntos que tenían que abordar. El mercado gubernamental para el análisis político, en particular el Pentágono, el principal comprador, está dominado por personas con estudios de ingeniería o de ciencias, cuyos conceptos analíticos, como es razonable, están tomados de esas disciplinas.

Han querido análisis “duros”, objetivamente comunicables y sustentados matemática y experimentalmente. Quieren conclusiones cuantificadas porque consideran que las cifras son objetivas y dignas de confianza. En 1967, Robert McNamara expulsó de las reuniones informativas del Pentágono sobre Vietnam al subdirector de operaciones secretas, Desmond Fitzgerald, porque señaló en una ocasión que, a pesar de todas las estadísticas reunidas por los analistas políticos y por los expertos en ciencia política que demostraban que la guerra estaba siendo ganada por EE UU, él tenía “tan sólo una corazonada, la sensación” de que iba mal. McNamara sólo manejaba “hechos”.

 

La inconveniencia del conocimiento

El resultado es una forma de análisis político en el que el conocimiento específico de la cuestión se puede considerar hasta un inconveniente, al tender a distorsionar la pretendida objetividad científica del análisis. Para demostrar la objetividad, la gama de posibilidades imaginables debe ser presentada como si todas fueran igualmente posibles o estuvieran limitadas exclusivamente por factores materiales. El analista estratégico no necesitaba saber nada de la Unión Soviética para decir que su gobierno “podría” hacer cualquier cosa que tuviera la posibilidad material de hacer y, en consecuencia, elaborar “hipótesis” sobre el futuro comportamiento soviético. Consideraba que era su responsabilidad considerar cada una de las posibilidades. De ahí la elaboración de extravagantes hipótesis sobre exóticas amenazas políticas y “posibles guerras”. (Un vulgar ejemplo actual es The next war, de Caspar Weinberger y Peter Schweizer). Si un estudioso de la sociedad soviética o de la historia rusa quería descartar alguna de estas suposiciones por ser inherentemente absurdas y constituir una pérdida de tiempo, es probable que le dijeran que se trataba de un prejuicio o de “teología”. Las objeciones no podían ser probadas objetivamente.

 

«El funcionario o el político estaba guiado por las crisis del momento y presiones políticas; no tiene ni la motivación profesional ni los medios económicos para plantearse cuestiones que no están en las noticias ni forman parte de la corriente general»

 

Entonces, al igual que ahora, el funcionario o el político, también estaba guiado por las crisis del momento y presiones políticas; no tiene ni la motivación profesional ni los medios económicos para plantearse cuestiones que no están en las noticias ni forman parte de la corriente general del Washington actual. Al analista que a mediados de los años setenta hubiera propuesto un estudio sobre el crecimiento del fundamentalismo islámico y la vulnerabilidad de la posición del sah de Persia, o que a mediados de los años ochenta quisiera analizar los problemas que siguieron a la caída del comunismo, le habría dicho (o le dijeron) que estaban malgastando el tiempo y el dinero del gobierno (o de una fundación política). Por otro lado, una teoría general dirigida a una cuestión de interés en boga tenía (y tiene) escasas dificultades para encontrar apoyos.

La disoluta realidad de las cuestiones humanas molesta al alto funcionario y al asesor político porque no sólo desafía el conocimiento sino que es un obstáculo para la acción. La política de una nación debe tener un razonamiento intelectual. Por consiguiente, la realidad debe ser simplificada en exceso conceptualmente para ser provechosa. Sin “descripciones simplificadas de la realidad”, escribió el profesor Huntington, citando a William James, sólo hay una “confusión creciente de murmullos”. El cientificismo de la reciente ciencia política ha estado acompañado a menudo, si bien paradójicamente, de ingenuas generalizaciones históricas dictadas por prejuicios ideológicos o culturales no reconocidos, como cuando la política estadounidense –desde los años cincuenta hasta principios de los setenta– estuvo impulsada por el convencimiento de que China tenía la intención y la capacidad de movilizar el conjunto del “mundo rural” para atacar a EE UU, capital del “mundo urbano”. Los informes de aquel entonces de Robert Mc- Namara sobre el presupuesto anual del departamento de Defensa son de lo más ilustrativo.

Ha habido una tendencia a emplear el aparato a simple vista científico de la ciencia política para apoyar vastas tesis generales, como el argumento planteado en los años setenta y ochenta según el cual la democracia era débil o estaba fracasando en su rivalidad con los sistemas totalitarios (un asunto desarrollado en 1975 por Huntington en un documento de la Comisión Trilateral), así como también la afirmación posterior a 1989 de que el capitalismo y la democracia están vinculados de forma indestructible y abarcarán el mundo, “poniendo fin” a la historia.

El profesor Huntington ha ofrecido la última de estas “descripciones simplificadas de la realidad” con su argumento de que ahora hemos superado la era de las guerras de religión y de las naciones-Estado. Hemos entrado en una nueva etapa de la historia caracterizada por el “choque de civilizaciones”. En un artículo publicado en Foreign Affairs en 1993, planteó por primera vez su tesis de que “la próxima guerra mundial, si la hay, será una guerra entre civilizaciones”.

Ahora ha explicado en detalle estos argumentos en un libro, que presenta una amplia exposición sobre los acontecimientos actuales y recientes así como un extenso conjunto de citas, estudios y gráficos. Esto ha convertido un razonamiento sencillo en uno complicado y en realidad tiende a socavar su argumentación original al demostrar cuántas excepciones deben ser razonadas o explicadas.

La tesis de Huntington proporciona una explicación general plausible para muchas de las cosas que ocurren en el mundo y expone racionalmente las angustias que los estadounidenses, entre otros, sienten ante el fundamentalismo islámico y el crecimiento no sólo del poder económico asiático sino de la vinculación de este poder con los “valores asiáticos”, enemigos de los de EE UU. Afirma que “un foco central de conflicto para el futuro inmediato” será el enfrentamiento entre Occidente y “algunos Estados islámico- confucianos” (con esto se refiere a una oportuna alianza entre los Estados islámicos, agresivos, y los asiáticos, que les proporcionarían armamento). Es una valoración del futuro, abundante en conflictos, que justifica el mantenimiento de unas robustas instituciones de defensa estadounidenses, lo que indudablemente aumenta su atractivo para algunos círculos de Washington.

Define la civilización como “la más elevada agrupación cultural de personas y el más amplio nivel de identidad cultural que tiene la gente aparte de lo que distingue a los humanos de otras especies”. Identifica las siguientes civilizaciones contemporáneas principales: la sínica (también descrita como “confuciana”, por razones no convincentes), japonesa (Japón –afirma– tiene “pocas conexiones culturales con sus vecinos”), islámica, hindú, eslavoortodoxa, “posiblemente la africana” y la occidental. Dice que la civilización occidental “en general está considerada por los estudiosos como formada por tres componentes principales, en Europa, América del Norte y Latinoamérica” y para sus objetivos las trata como civilizaciones distintas.

 

«La idea del choque de civilizaciones, guerra entre razas, la amenaza de las hordas, ha estado presente entre nosotros desde el descubrimiento de mundos más allá de nuestras fronteras»

 

Una de las razones por las que el punto de vista de Huntington ha parecido convincente es que es familiar. La idea del choque de civilizaciones, guerra entre razas, la amenaza de las hordas, ha estado presente entre nosotros desde el descubrimiento de mundos más allá de nuestras fronteras. El mundo no occidental y Europa han estado en tensión desde que las grandes exploraciones de los siglos XV y XVI pusieron en contacto directo a Europa con las civilizaciones asiáticas y comenzó la colonización de América y de África.

Por aquel entonces, las diferencias de poder entre el islam, China y los Estados indios no era muy grande. China era una sociedad más sofisticada y mejor gobernada que la Europa del siglo XVI. Pero en los siglos XVII y XVIII, Europa adquirió una ciencia y tecnología modernas, reforzando el convencimiento que ya tenía de su superioridad moral sobre las sociedades “atrasadas” y paganas, y de ahí su derecho a gobernarlas: sus consecuencias han proporcionado el asunto principal para la historia moderna. En este sentido, el choque de civilizaciones tiene cuatro siglos de antigüedad. La conquista británica de la India mongol y de los reinos indios de Asia del Sur, la obediencia de China y de Indochina a las potencias occidentales, el predominio británico en Persia, el desmantelamiento forzado por los europeos del imperio otomano, incluso la pugna en el siglo XX entre Rusia –heredera no occidentalizada completamente de Bizancio y de la Horda de Oro (ejércitos mongoles)– y Occidente, fueron choques entre civilizaciones. Lo que ha captado la atención de Huntington es que los movimientos de población, la inmigración, los transportes modernos, la tecnología y la comunicación han acercado a las sociedades mucho más que en el pasado, extendiendo e intensificando las tensiones existentes, y que las sociedades no occidentales han adquirido el poder para devolver el ataque a Occidente. El conflicto ha dejado de ser uno que Occidente gana automáticamente. La ametralladora (o su sucesora, el arma nuclear) es, en la actualidad, una propiedad común, o cabe la posibilidad de que lo sea.

Sin embargo, el esquema de Huntington resulta familiar por otra razón. En realidad no se refiere en absoluto a civilizaciones. Ha realizado una lista de las principales potencias de hoy, o grupos de poder y de intereses, y ha optado por llamarlos civilizaciones: América del Norte, Unión Europea, Rusia y algunos de sus vecinos ortodoxos, Japón, China e India. En el esquema de Huntington, el islam presenta la desventaja de no disponer de un Estado central. Por otra parte, los musulmanes de Bosnia, Turquía, India, China, Asia central, Albania, Pakistán, Bangladesh, Indonesia y Malaisia, así como las sociedades islámicas del África subsahariana, tienen pocos intereses o conflictos en común con Egipto (que Huntington parece estar convencido de que es árabe), Irán, los Estados magrebíes y los verdaderos Estados árabes. Está obligado a tratar el “islamismo” –o el fundamentalismo islámico– como el núcleo identificador de la civilización islámica, que considera que será importante en el futuro.

Latinoamérica y “posiblemente África” (que, según sugiere, tal vez tenga a Suráfrica como Estado central) están incluidas en su lista de civilizaciones independientes por integridad geográfica. Luego apunta hipótesis que proyectan actuales tensiones entre estos grupos en el futuro y las denomina choques de civilizaciones.

Separar América del Norte de la civilización europea y a Latinoamérica de ambas, al igual que identificar China y Japón como civilizaciones separadas, mientras que Persia, Indonesia y Egipto son considerados como una única civilización, resulta necesario porque América del Norte, Europa occidental y China son en la actualidad sociedades que compiten entre sí y que sin duda seguirán siendo rivales, y por lo tanto tienen que ser identificadas como civilizaciones diferentes para que su plan resulte, mientras que contemplar las diferentes sociedades islámicas como esencialmente una se adapta a sus propósitos. El esquema, despojado de las referencias a las civilizaciones, es un ejercicio banal de especulación de futurólogo sobre los centros de poder actuales.

 

«Huntington trata a las civilizaciones como entidades políticas. No lo son. Las civilizaciones no deciden ni actúan ni hacen la guerra»

 

Huntington trata a las civilizaciones como entidades políticas. No lo son. Las civilizaciones no deciden ni actúan ni hacen la guerra. En la época de los imperios, Gran Bretaña, Francia, Portugal y España eran todos miembros de la civilización cristiana occidental, pero sus imperios fueron creados por sociedades comerciales y gobiernos que actuaban bajo imperativos nacionales. La India de los mongoles formaba parte de la civilización islámica, como Irak hoy en día, pero el islam no era sólo esa India, como tampoco lo es Irak. Ambas son unidades políticas individuales dentro de una civilización.

La teoría de Huntington responde a dos importantes problemas actuales, el fundamentalismo islámico y el desafío que supone para EE UU, Japón y China. En la actualidad, esta última es, ante todo, un rival económico, pero Huntington da por hecho que en el futuro será político y estratégico. En el caso del islamismo, parte de la base de que el fundamentalismo se convertirá en la característica determinante del mundo musulmán o, al menos, de su parte mediterránea y africana.

Huntington se las arregla para abordar la hostilidad de los países árabes hacia EE UU y Occidente, simplemente mencionando el William Pfaff 163 asentamiento a la fuerza de Israel en 1948 en territorio ocupado por los palestinos. Señala que este acontecimiento y la guerra de 1948 que le siguió “sentaron las bases del actual antagonismo árabe- israelí”, como si esto fuera todo lo que trajo consigo. No tiene en cuenta el hecho de que Irán y los países árabes de Oriente Próximo y del Magreb no tienen un importante historial de hostilidad hacia Occidente, ni siquiera en el período poscolonial moderno. Irak fue aliado de Occidente en el Pacto de Bagdad en los años cincuenta. Irán fue el principal aliado regional de EE UU hasta la revolución de 1979. Egipto, hoy en día aliado de Washington, era considerado en los años cincuenta y sesenta lo que hoy llamaría un Estado “rebelde” y un cómplice de Moscú, si no un títere soviético. Por otra parte, Irán e Irak se enfrentaron recientemente en la más larga y sangrienta de las guerras contemporáneas.

 

Fundamentalismo islámico

Huntington reflexiona sobre por qué los musulmanes “están implicados en muchos más actos de violencia intergrupal que la gente de otras civilizaciones” y han sufrido una “propensión al conflicto a lo largo de la historia” y sugiere que las fuerzas demográficas tal vez hayan tenido algo que ver. Afirma que “el factor individual más importante” que causó la guerra en Yugoslavia “probablemente fuera el cambio demográfico”, al incrementar el número de musulmanes en Bosnia y en la provincia serbia de Kosovo predominantemente musulmana. Esto –sostiene– llevó a los musulmanes de Kosovo a reivindicar su condición de república autónoma dentro de la antigua Yugoslavia, provocando de este modo el temor serbio a la secesión de Kosovo y a la violencia que “los serbios afirmaban” planteaba para ellos una amenaza “con proporciones de un genocidio”. Esto –concluye Huntington– es lo que encendió la mecha del nacionalismo serbio que les llevó a atacar Croacia y Bosnia.

Señala que “un masivo reagrupamiento por civilizaciones” siguió al comienzo de la guerra, con “Alemania, Austria, el Vaticano y otros países y grupos católicos europeos” en apoyo de Croacia; “Rusia, Grecia y otros países y grupos ortodoxos detrás de los serbios; e Irán, Arabia Saudí, Turquía, Libia, la internacional islámica y los países musulmanes, por lo general a favor de los musulmanes bosnios”. El apoyo dado a Bosnia por EE UU (por la OTAN y, aunque no lo señale, por una abrumadora mayoría de la opinión pública liberal y de la prensa occidental) fue “una anomalía no relacionada con las civilizaciones en lo que es un modelo universal…”. Es probable que aquellos que estén familiarizados con la reciente historia de los Balcanes encuentren todo esto muy extraño.

El fundamentalismo islámico es la gran preocupación de Huntington, reacio a contemplarlo como un factor distinto, polémico y discutido dentro de la religión islámica y en la política actual, dirigido al interior más que al exterior. El fundamentalismo pretende volver a convertir a las poblaciones islámicas a una práctica rigurosa de su religión y crear gobiernos teocráticos que protejan la religión e impongan las leyes islámicas. Combate a los que considera musulmanes herejes. Sus atentados terroristas en Occidente y el secuestro de occidentales fueron represalias contra lo que veían como una intromisión occidental en los países islámicos o estaban encaminados a liberar a prisioneros islámicos en el extranjero (el motivo de casi todos los secuestros en Beirut y de las bombas de París en 1986).

El interés de los fundamentalistas islámicos en Occidente es expulsar de sus sociedades al occidental así como su influencia política, comercial y cultural. No tienen interés en conquistar poblaciones infieles no asimilables. Pero están dispuestos a aliarse con religiones occidentales en una lucha común contra las ideas de secularización, como ocurrió en 1994, cuando una coalición de islamistas, católicos y judíos se opuso a un borrador de recomendaciones de la conferencia de la ONU en El Cairo sobre Población y Desarrollo, y de nuevo en Pekín en 1995, en la conferencia de la ONU sobre la Mujer. Se da un verdadero choque de civilizaciones entre el laicismo y la religión conservadora tanto en los países occidentales como en los islámicos, así como también en la mayoría de los demás.

El movimiento fundamentalista es uno de los resultados del fracaso o de la corrupción de los movimientos nacionalistas y socialistas árabes laicos de los años cincuenta y sesenta. El progreso social y político prometido por el coronel Nasser en Egipto en la década de los cincuenta, por los partidos laicos Ba’ath (“Renacimiento Árabe”) en Siria e Irak y por el Frente de Liberación Nacional argelino que liberó a Argelia de Francia, no se ha materializado. En la actualidad, muchos en la región piensan que la estricta observancia religiosa puede mejorar sus vidas y sociedades. Si fracasa, buscarán otra solución.

El conflicto de la OLP con Israel e, indirectamente, con EE UU o el terrorismo de Hamas o de la Yihad Islámica (Guerra Santa Islámica) tienen una causa más sencilla aún: el establecimiento de un Estado occidental en lo que fue la Palestina árabe. Si alguna vez surge un acuerdo político del “proceso de paz” iniciado en Oslo, que hoy hace aguas, no hay ninguna razón evidente por la que las dos comunidades no puedan llevarse bien, del mismo modo que Israel se lleva bien con Jordania y Egipto desde la guerra de 1973. Huntington está convencido de que la sociedad islámica es intrínsecamente intolerante y violenta y de que, incluso en el pasado, “los países musulmanes han tenido problemas con las minorías no musulmanas comparables a los que los países no musulmanes tienen con las minorías musulmanas”. Esto sólo lo podría decir alguien que desconoce la historia de los imperios árabe y otomano.

Las tensiones actuales entre Estados islámicos de Oriente Próximo y Occidente son la consecuencia directa de la creación de Israel, de conflictos de intereses materiales, principalmente sobre el petróleo, o de los vestigios del colonialismo. Puede que otras partes del mundo islámico (la Turquía islámica, Indonesia, Pakistán, Malaisia, los musulmanes de India, China, Asia central, Filipinas, los de Albania, Bosnia, Macedonia o Bulgaria) tengan problemas con las sociedades y los gobiernos occidentales, pero no son los mismos problemas de los árabes y raras veces están relacionados con el fundamentalismo islámico o con la religión islámica como tal.

La tesis de Huntington se ve claramente influida por el aumento del multiculturalismo en las universidades estadounidenses que, como dice para responder a sus detractores en Foreign Affairs, fomentan “un choque de civilizaciones en EE UU”. El multiculturalismo (y otro aspecto del “posmodernismo” académico, una ontología estructuralista que niega la posibilidad de un conocimiento y un discurso objetivos) rechaza las ideas tradicionales de identidad histórica estadounidense. Ataca los valores políticos y culturales liberales y democráticos que EE UU ha heredado de Europa occidental, tachándolos de hipócritas, patriarcales, “genocidas”, “racistas”, etcétera. Su objetivo es la “desoccidentalización” de EE UU. Esto es alarmante para cualquiera que crea en los valores liberales occidentales y en la posibilidad de un conocimiento objetivo y de un planteamiento veraz. Sin embargo, el movimiento no tiene un gran peso intelectual y no parece tener importancia para la historia mundial. Los acontecimientos de Harvard tienen importancia en EE UU, pero uno puede razonablemente pensar que el carro de la historia mundial seguirá su camino sin tener en cuenta el multiculturalismo y el feminismo de esta universidad.

 

«Huntington sustituye con una entidad cultural, ‘la civilización’, que no tiene una existencia política responsable, a protagonistas identificables y responsables políticamente: Estados, gobiernos, líderes, individuos»

 

La verdadera importancia de la tesis de Huntington no radica en sus errores o en el hecho de que sus “civilizaciones” sean meramente centros de poder actuales disfrazados y su teoría una mera proyección en el futuro de las disputas entre Estados y de los conflictos económicos e ideológicos de hoy en día. Huntington, sin reconocer las implicaciones, hace algo más, al tratar (en palabras de Owen Harries) “de trasladar a civilizaciones y culturas desde la periferia de la política internacional hasta el mismísimo centro del escenario”. Esto es como poner una vez más a la raza en el centro del escenario histórico-mundial. Sustituye con una entidad cultural, la civilización, que no tiene una existencia política responsable, a protagonistas identificables y responsables políticamente: Estados, gobiernos, líderes, individuos. Preconiza un fatalismo histórico y político. Lo cual implica que nos encontramos bajo el dominio de un destino anónimo.

A mediados del siglo XIX, un joven diplomático francés, Arthur de Gobineau, publicó en cuatro volúmenes un Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas. Decía que la raza es el factor decisivo de la historia. La obra tuvo poca influencia en su momento, pero más tarde fue redescubierta en el contexto de las teorías de Darwin sobre la selección natural dentro de las especies animales. Los argumentos de Darwin sobre la lucha y la competitividad por la supervivencia de las especies fueron más tarde aplicados a las naciones y las razas en lo que se llegó a conocer como darwinismo social. Era corriente referirse a la historia como un proceso en evolución y a las naciones y a las razas como “jóvenes” que buscaban su lugar bajo el sol o como estáticas, en retroceso o en declive, a la espera de ser desplazadas por otra. Las conclusiones políticas se extraían de este modelo teórico.

La noción de lucha racial fue retomada por Houston Stewart Chamberlain, un inglés antisemita, originalmente interesado en la patología de las plantas. Veía “un caos de pueblos” del cual emergió la “raza” germánica como el ejemplo más elevado de ser humano, mientras que los judíos eran los más retrógrados. Su libro, The foundations of the nineteenth century (1900) fue un gran éxito internacional. También afirmaba que la raza humana podía ser mejorada a través de la reproducción selectiva, o “eugenesia”, como la llamó un primo de Darwin, Francis Galton (1822-1911). La eugenesia se convirtió en una influyente teoría en Gran Bretaña, Alemania y EEUU (donde hacia 1943, treinta Estados habían autorizado la esterilización de quienes fueran juzgados “inadecuados” genéticamente para perpetuarse).

Chamberlain era, en muchos aspectos, un hombre culto, amante de la música de Richard Wagner (Bayreuth se convirtió en el “hogar de su alma”; se casó con la hija de Wagner y vivió en Alemania durante la mayor parte de su vida). Vivió lo suficiente para que Hitler visitase su lecho de muerte en 1927 y le besase las manos. Lo que habría pensado de la posterior aplicación práctica de sus argumentos por Hitler, al intentar exterminar al pueblo judío y crear una raza superior germánica, no puede saberse. A menudo, los teóricos bienintencionados no tienen suficientemente en cuenta las implicaciones de sus teorías. Esto es lo que Tocqueville dijo a su joven amigo Gobineau en 1853. Tocqueville llamó a los argumentos de Gobineau sobre la raza, una doctrina de la predestinación. Dijo que la consecuencia lógica de la teoría “es la enorme limitación, si no la completa abolición de la libertad humana”.

Esto también se puede aplicar a lo que ha escrito Samuel Huntington. Su argumento de que en el futuro las guerras serán conflictos entre civilizaciones desplaza la responsabilidad de estas guerras del terreno de la voluntad humana y de la decisión política al de la predestinación cultural. Si aceptamos que los conflictos del futuro serán básicamente culturales, podemos concluir que no tendrán solución. La guerra cultural es intrínsecamente innegociable e irresoluble. Si el musulmán es el enemigo mortal del europeo por ser musulmán, y el japonés por ser japonés, y tiene por enemigo al estadounidense por formar parte de la civilización occidental, todos han perdido el control de su futuro. Ser miembro de la civilización islámica, de la japonesa o de la occidental no es una cuestión negociable, como tampoco es negociable ser judío.

 

«Los verdaderos conflictos en el mundo tienen que ver con intereses y expansión nacionales, poder, dinero, comercio, territorio, petróleo, historia, ideología religiosa y política, las ambiciones de los políticos y las pasiones de los pueblos»

 

La condición de miembro de una civilización, al igual que formar parte de una raza, es algo que no se puede elegir, comprometer o evitar. Si los conflictos que hoy se reconocería que tienen soluciones negociables –disputas territoriales, comerciales, por recursos, ambiciones políticas, geopolítica o ideología– deben ser reinterpretados como choques de civilizaciones, se les niega una solución. Las guerras de civilizaciones ni siquiera se pueden ganar, a menos que se extermine a otra civilización. Hitler consideraba que él era el instrumento de una necesidad histórica.

Huntington concluye su libro con un llamamiento en favor de la tolerancia, para que las civilizaciones aprendan a convivir en paz, con una cooperación por el bien común, pero su teoría pronostica un futuro diferente con implicaciones catastróficas, tanto moral como políticamente.

Por fortuna, su teoría es falsa. Los verdaderos conflictos en el mundo actual y los que deberemos afrontar en el futuro tienen que ver con intereses y expansión nacionales, poder, dinero, comercio, territorio, petróleo, historia, ideología religiosa y política, las ambiciones de los políticos y las pasiones de los pueblos. Todos ellos tienen solución. Si algunas de estas soluciones surgen como resultado de una guerra, habrá guerras por un objetivo definido y tendrán un final. Las guerras entre civilizaciones no tienen final, ni tampoco límites.