POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 87

Cartel anunciado la movilización general en Francia, el 1 de septiembre de 1939. GETTY

Entreguerras, el retorno del poder

El gran legado historiográfico de 'The twenty years’ crisis' reside en la honestidad, la coherencia y el rigor de su análisis al diseccionar el pensamiento internacional de un periodo clave en el surgimiento de la sociedad internacional contemporánea.
José Luis Neila Hernández
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El 3 de septiembre de 1939, día en que Francia y Reino Unido declararon la guerra a Alemania, el diplomático, historiador y analista político londinense Edward Hallet Carr (1892-1982) recibía las pruebas de imprenta de una obra cuya elaboración había comenzado en 1937 y que estaba destinada a convertirse en uno de los textos emblemáticos del primer gran debate de una disciplina científica en construcción: las relaciones internacionales.

En el prólogo a la primera edición confesaba su afán por promover una aproximación científica al análisis de las “causas profundas” de la crisis internacional de su tiempo, escenificando una rigurosa crítica a la situación científica de la nueva disciplina y modulando planteamientos alternativos coherentes con un tiempo de crisis, que clausuraba definitivamente el orden eurocéntrico que había primado en las relaciones internacionales decimonónicas. El primer capítulo de la obra empezaba con estas palabras: “La ciencia de la política internacional está en su infancia. Hasta 1914, la dirección de las relaciones internacionales concernía a personas profesionalmente comprometidas con ello. En los países democráticos la política exterior estuvo tradicionalmente considerada fuera del alcance de los partidos políticos; y los órganos representativos no se sentían competentes para ejercer un control exhaustivo sobre las misteriosas operaciones de los ministerios de Asuntos Exteriores”.

Términos desde los que se evocaba la emergencia de un nuevo orden intelectual asociado al amanecer del nuevo orden internacional de la posguerra mundial. Un nuevo orden en el conocimiento del medio internacional, auspiciado ya en 1919 por D.P. Heatley en su obra Diplomacy and the study of international relations y objeto mismo del subtítulo del libro de Carr An introduction to the study of international relations, que expresaba la inquietud de ciertos círculos académicos y políticos por comprender y actuar sobre una realidad social en transformación.

La irrupción de nuevos fenómenos internacionales había de llevar necesariamente a la creación de inéditos instrumentos y métodos de análisis. Pero la emergencia de las relaciones internacionales como disciplina científica no fue sino un síntoma añadido a un proceso más amplio en el conocimiento del hombre como sujeto social, la eclosión de las ciencias sociales que acompañaría al decurso del siglo XX, como alternativa y crítica a ciertos saberes tradicionales como el Derecho y la Historia.

La notoriedad de esta obra, realizada por un analista británico, confirma de algún modo el ascendiente anglosajón no sólo en la génesis y la consolidación de la nueva disciplina científica sino también en la propia concepción y el desarrollo del sistema internacional de posguerra, tanto en los prolegómenos como en el propio devenir de la Conferencia de Paz de París de 1919, en cuyo resultado se plasmó la preeminencia de las tesis anglosajonas y cuya lengua oficial fue el inglés.

El inédito panorama académico fue, en palabras de T.L. Knutsen, un “fenómeno atlántico” incubado en el seno de los ideales ilustrados de la tradición atlántica e impulsado por el espíritu wilsoniano. Las raíces anglosajonas, y más explícitamente las estadounidenses, de la nueva disciplina aflorarían a partir de la ciencia política, que ya había alcanzado cierta autonomía universitaria y que estaría estrechamente vinculada a los bastidores de la actividad política. Un horizonte académico, menos mediatizado por la Historia y el Derecho en el estudio de la realidad internacional, que determinaría los senderos por los que discurriría la disciplina.

A este respecto, Carr insiste en la convicción del presidente Wilson de que la paz estaría mejor asegurada si las cuestiones internacionales dejaran de estar exclusivamente en manos de los diplomáticos y los políticos, sirviendo a sus propios intereses, para trasladar su ejercicio a manos de los científicos sociales. En la otra orilla del Atlántico anglosajón, en Reino Unido, su liderazgo, en evidente declive, se dejaría sentir en su universo académico. Si bien es cierto que el surgimiento de las relaciones internacionales como ciencia política tenía lugar con cierto retraso respecto a Estados Unidos, a tenor de una tradición científica e intelectual propia en la que convergían la Historia, la Sociología y, en menor medida, el Derecho, los medios académicos británicos participaron de forma activa en la consolidación de la nueva ciencia.

En aquella atmósfera de renovación se suscitaron las primeras iniciativas académicas para promocionar una educación, unas corrientes de opinión y un riguroso análisis de la realidad internacional que promovieran la paz y un enfoque globalizante de las relaciones internacionales. Nueva York y Londres darían cabida en 1919 a los primeros centros de investigación en relaciones internacionales –el Council on Foreign Relations y el Royal Institute of International Affairs, respectivamente– de los que emana­rían las revistas Foreign Affairs e International Affairs.

En las universidades británicas aflorarían las primeras cátedras especializadas como la Woodrow Wilson de relaciones internacionales, dotada por el industrial galés David Davies, en Aberyswyth en 1918, en la que se sucederían eminentes historiadores como Alfred Zimmern, sir Charles Webster y el propio Carr, que también desempeñaría sus labores docentes como profesor de Política Internacional en la Universidad galesa de Cardiff. A éstas habría que añadir la cátedra de historia internacional dotada por el industrial escocés Stevenson en 1924, simultáneamente en el Royal Institute of International Affairs y en la London School of Economic and Political Sciences, asumida inicialmente por el historiador Arnold J. Toynbee, y la dotación en 1930 por Montague Burton de una cátedra de relaciones internacionales en Oxford, que recaería sucesivamente en los historiadores Alfred Zimmern y sir Llewellyn Woodward.

En la historiografía británica, como en otras de la Europa occidental, se iniciaría un paulatino proceso de renovación en los estudios históricos sobre la realidad internacional que, si bien es cierto no se consumaría hasta la década de los cincuenta al cristalizar en la historia de las relaciones internacionales, comenzaría a mostrar sus primeros síntomas de cambio en el periodo de entreguerras.

En el continente, donde también había prendido la literatura y el pensamiento pacifista tanto de signo liberal como marxista, el creciente interés por los asuntos internacionales se canalizó desde los saberes tradicionales –el Derecho, la Historia y la Sociología, amén de otras disciplinas como la Geografía–. Por ello, el primado académico del Derecho internacional y de la Historia diplomática determinó, en buena medida, el análisis e interpretación de la realidad internacional, ralentizando el desarrollo y la consolidación de las relaciones internacionales como disciplina científica, cimentada sobre la ciencia política.

A la luz de los análisis que afloraron desde la década de los veinte en torno a los problemas de la paz y el nuevo sistema internacional, el estudio de la política exterior y el debate sobre las responsabilidades y las causas de la guerra, fueron erosionando lentamente los estrechos cauces de la historia diplomática. Un proceder historiográfico implantado en el seno del historicismo y cimentado en un patrón metodológico caracterizado por una narración basada en la reconstrucción de acontecimientos políticos y diplomáticos de acuerdo con su curso cronológico, un relato más descriptivo que analítico y una fundamentación científica amparada en la objetividad del documento –diplomático–.

Una historia que, en el clima de agitación política e intelectual de la posguerra, no había hecho demasiado, en opinión de D. P. Heatley, por promover la causa de la paz perpetua. Una práctica intelectual que, enrocada en el afán objetivista, era desafiada por nuevas propuestas historiográficas. Algunas tan revolucionarias como la auspiciada por la Escuela de Annales fundada en 1929 por Marc Bloch y Lucien Febvre, éste último protagonista de una cruzada contra el historicismo que cristalizaría en Combats pour l’histoire y su particular episodio contra la “simple historia diplomática”. Otras desde planteamientos historiográficos más tolerantes con la tradición pero no menos críticos con el historicismo, como se vislumbraría en la trayectoria historiográfica de Carr, cuyas tesis sobre la constante interacción entre el historiador y el objeto de estudio y el diálogo sin fin entre el presente y el pasado, plasmadas en 1961 en su obra ¿Qué es la historia?, se encontraban ya presentes en sus reflexiones sobre la ciencia política en The twenty years’ crisis.

 

entreguerras

The Twenty Years’ Crisis, 1919-1939
Matthew C. Klein y Michael Pettis
Londres: Palgrave MacMillan, 2016

 

En el punto de mira del analista político, y gradualmente en el del historiador de las relaciones internacionales, no se justificaba la exclusión que de los fenómenos y los procesos económicos, sociales o culturales se hacía en la historia diplomática. Un discurso en el que aquellos historiadores reproducían fielmente, en opinión de René Girault, el convencimiento de los diplomáticos de que las relaciones entre los Estados estaban reguladas por negociaciones y decisiones políticas. Una valoración explicitada en la introducción de Carr, al aludir al carácter restrictivo que la gestión de los asuntos internacionales tenía en los Estados. Una noción que el propio autor desbordaba al recurrir al pasado y al presente como fuente con la que ilustrar el contenido de sus teorías, pincelando su erudición tanto con ejemplos de la antigüedad clásica grecorromana como de los tiempos modernos.

Aquel movimiento de renovación historiográfica, al cual tanto contribuyó Carr, se fue poniendo de manifiesto en el continente en el seno mismo de la historia diplomática. En la historiografía francesa, Pierre Renouvin, embarcado desde la Universidad de la Sorbona en el estudio de las responsabilidades y las causas de la guerra mundial, comenzaría su tránsito desde la historia diplomática hacia la historia de las relaciones internacionales al incorporar las “fuerzas profundas”. Esfuerzos que se institucionalizarían con la creación en 1935 del Institut d’Histoire des Relations Internationales.

En la historiografía transalpina, la Nueva Escuela de Historia Moderna y Contemporánea, fundada en Roma a finales de los años veinte, evocaba a tenor de los trabajos de G. Volpe, el convencimiento de que el estudio de la política exterior no se podía emprender como algo autónomo, sino como un aspecto entrelazado con la cultura, la economía y con toda la historia de los pueblos. Tendencias que se pondrían de manifiesto en el VII Congreso Internacional de Ciencias Históricas, celebrado en Varsovia en 1933, en el curso del cual algunas intervenciones abogaban por la superación de la historia diplomática. Todo ello no hacía sino reflejar la emergencia de una nueva sensibilidad intelectual hacia el estudio de una sociedad y un mundo en transformación.

La obra de Carr, junto a otros trabajos como International relations since the peace treaties (1937), Britain: A study of foreign policy from the Versailles treaty to the outbreak of war (1939), Conditions of peace (1942) o Nationalism and after (1945), fue un producto intelectual representativo de su tiempo. Sus análisis políticos traducen su compromiso social con el mundo y el tiempo que le tocó vivir, a partir del convencimiento del utilitarismo social de la ciencia, tan en boga entre los intelectuales y científicos del periodo de entreguerras. Pero Carr, a diferencia de otros intelectuales de su época, también comprometidos con el conocimiento y con la acción en la escena internacional, acompañaría su perfil de analista teórico con la práctica profesional de la diplomacia en el Foreign Office desde 1916.

Protagonista directo en la articulación del nuevo sistema internacional de posguerra, a tenor de su participación en la delegación británica en la Conferencia de Paz de París en 1919 junto a diplomáticos como Harold Nicolson y Toynbee, dedicaba su obra The twenty years’ crisis a los futuros responsables en la construcción de la nueva paz, instándoles a aprender del pasado para evitar el fiasco de 1919. En este sentido, la obra de Carr en los años treinta enraizó con una tradición literaria muy crítica con el orden internacional de Versalles, tanto desde medios diplomáticos, por la frustración sentida por Nicolson, como desde medios académicos a raíz de la influyente obra Las consecuencias económicas de la paz, del economista John Maynard Keynes, miembro también de la delegación británica en París, publicada en 1919. A mediados de la década de los veinte Carr fue destinado a Riga (Letonia), desde donde se asomaría a la historia, la cultura y la política rusas, que tan decisivamente impregnarían su posterior quehacer historiográfico como estudioso de la revolución. En 1930 sería nombrado asesor en la Sociedad de Naciones. A lo largo de los años treinta ejercitó su actividad académica en algunos de los centros mencionados y emprendió una activa labor publicista como analista internacional e historiador.

En el prólogo a su segunda edición de noviembre de 1945, Carr precisaba que su deliberado objetivo era dar respuesta a unas convicciones intelectuales, arraigadas en el mundo anglosajón del periodo de entreguerras, que postergaban casi hasta la omisión al poder como factor en las relaciones internacionales.

El “retorno al poder político” a partir de 1931 retrata el punto de inflexión que determinó el cambio de orientación de las relaciones internacionales entre ambas décadas, atendiendo a su doble dimensión: como segmento de la realidad y como disciplina científica. Su reflexión teórica sobre esta constatación empírica, el poder como un ingrediente fundamental del orden político y de las relaciones internacionales, se embarca en un encomiable análisis epistemológico sobre la naturaleza de la nueva disciplina científica y en la reformulación de los contenidos de la misma, todo ello a la luz del curso de las relaciones internacionales en la década de los treinta.

La reflexión epistemológica sobre las relaciones internacionales, desde un prisma crítico y realista, alimentará una de las mejores escenificaciones del primer debate en el seno de la joven ciencia, realismo versus idealismo. La obra que plantea, no lo olvidemos, un análisis de las causas profundas de la crisis del sistema internacional de Versalles y del orden intelectual que lo sustentó, se fundamenta en una aproximación realista en la misma línea de la ya esbozada desde principios de la década por C. Hodges, D. Davies y R. Niebuhr, hacia cuya obra, Moral man, inmoral society (1932), Carr confesaba su deuda intelectual.

Las relaciones internacionales como disciplina científica, o la “ciencia de la política internacional” como él mismo la denominó, surgió como una respuesta a una demanda popular en el contexto de la guerra y la posguerra mundial. Fue en este entorno, especialmente en el mundo anglosajón, donde se fraguó y popularizó un movimiento de opinión en pro de la apertura y democratización de la política internacional para sustraerla del monopolio de los profesionales –los políticos y los diplomáticos–. La nueva ciencia surgió con la vocación de “curar el cuerpo político” –la prevención de la guerra y la salvaguardia de la paz– mediante la ingeniería social, cuyos fundamentos intelectuales forjaron una utopía internacionalista cimentada en su núcleo duro en los ideales ilustrados de la tradición atlántica liberal, el movimiento y la literatura pacifista, el sentimiento antibélico de las sociedades y la quiebra de un mundo moldeado a la medida de la civilización europea.

El nacimiento de la nueva ciencia, en el amanecer del nuevo orden internacional, sobrevendría en un marco de exaltación idealista o utópica que se prolongaría durante toda la década. A lo largo de aquella fase utópica predominaría el sentido teleológico en la “ciencia de la política internacional”, acogida a proyectos visionarios universalistas inspirados en la dialéctica de la “paz perpetua”. Una fase en la que el autor polariza con habilidad los términos del debate idealismo-realismo a partir de la utopía y la realidad como dos métodos y estrategias de conocimiento: el primero, inclinado a ignorar qué fue y qué es en la contemplación de lo que debería ser; y el segundo, comprometido en deducir qué debería ser a partir de lo que es y de lo que fue.

La utopía se presentaría como una fórmula determinista y confiada en el voluntarismo de una teoría que se impondría sobre la realidad, aún a costa de rechazarla, inspirando la propia práctica política. Fruto del trabajo de los “intelectuales”, cuyo modelo más carismático en el ámbito de la política sería el propio Wilson, su proyecto visionario se cimentaría sobre principios universales –la autodeterminación de los pueblos, el libre comercio o la seguridad colectiva–, a la luz de los cuales se examinaría y se actuaría ante las realidades concretas.

El curso de los acontecimientos a partir de 1931, que devendría en la quiebra del sueño wilsoniano y su soporte institucional, la Sociedad de Naciones, pondría en evidencia la lógica idealista en la que se había incubado la nueva ciencia y la necesidad de embarcarse en un “crítica seria y analítica” de los problemas internacionales. La fase realista sería, en suma, una reacción frente al idealismo reinante en la década anterior, toda vez que la realidad internacional de los años treinta no se atenía ni se contenía dentro de aquellos moldes visionarios.

El rigor crítico del realismo, en el pensamiento y la acción política, insistiría en la aceptación de los hechos, así como en el análisis de las causas y las consecuencias, y tendería a enfatizar la irresistible contingencia de las fuerzas y las tendencias existentes. En este sentido, el realismo abunda más en la relación presente-pasado y considera la teoría no en su dimensión normativa sino como un tipo de codificación de la práctica política, enfatizando la interdependencia entre la teoría y la práctica. El realismo se mostraría necesariamente más conservador, pragmático y relativista respecto a la vocación universalista de los valores y principios esgrimidos por el internacionalismo –liberal–.

La reflexión sobre los contenidos de la nueva ciencia, en la tercera parte del libro, se teje desde la reincorporación de nociones, procesos y factores internacionales subestimados, y en ocasiones postergados, desde el idealismo. El “retorno del poder” emplaza desde el realismo a un análisis científico de la realidad internacional reinsertando procesos y fenómenos preexistentes y desmitificando ciertos supuestos universalistas, en aras a una mejor comprensión de la crisis internacional.

El poder y la moralidad se revelan como categorías fundamentales en el análisis de las relaciones internacionales, en un contexto histórico e intelectual donde el Estado, amén del fracaso de la Sociedad de Naciones, resurge, si es que alguna vez había desaparecido bajo las estructuras de la organización internacional, como auténtica “unidad de la sociedad internacional”.

La dialéctica Estado-nación versus supranacionalidad es uno de los asuntos clave en la reflexión teórica e historiográfica sobre la Sociedad de Naciones y el sistema internacional de Versalles. Curiosamente tanto Salvador de Madariaga, que en su obra Theo­ry and practice in international relations, publicada en 1937, situaba este problema en el centro de gravedad de la vida internacional, como Carr recurrían a expresiones idénticas en su sentido (“vinos viejos en botellas nuevas”, “vinos nuevos en botellas viejas”, respectivamente) para expresar la inercia de la tradición frente a la voluntad renovadora del nuevo orden.

En un mundo, en el que más allá de la desigualdad entre los individuos y entre las clases, la gran amenaza devenía de la desigualdad entre Estados bajo diferentes formas –grandes y pequeñas potencias, defensores del statu quo y revisionistas o Estados frente a minorías nacionales– el interés de Carr por este asunto central ya se había canalizado a partir de 1936 con la creación de un grupo de estudio en el Royal Institute of International Affairs para investigar sobre el problema del nacionalismo. El Estado, afirmaba, se había convertido en la suprema unidad sobre la que giraban las demandas de igualdad de la humanidad y las ambiciones humanas de predominio.

El Estado aparecía, en la mejor tradición del pensamiento y la práctica política modernas, como el auténtico depositario del poder internacional, hasta el punto de que la “dictadura de las grandes potencias”, a menudo denunciado por los pensadores utópicos como una política perversa y conscientemente auspiciada por ciertos Estados, era un hecho que constituía una especie de “ley natural” de la política internacional. Depositario del poder en sus tres categorías: económico, militar y sobre la opinión pública, a través de la propaganda, la moralidad del Estado, que ha ido cristalizando como un proceso de personificación del mismo, se ha convertido a lo largo de los tiempos modernos en una categoría de pensamiento necesaria para comprender las relaciones internacionales. Desde la óptica realista, la moralidad internacional era la de los Estados.

El sistema internacional, en consecuencia, seguía determinado por la lógica del equilibrio de poder, un sistema en esencia interestatal cuyos orígenes se remontan al sistema de Estados moderno. Su esencia no se había alterado a pesar de la emergente tendencia hacia la articulación de unidades políticas y económicas más amplias desde el siglo XIX, que en el periodo de entreguerras se había formulado desde la dialéctica de las panregiones, y del propio nacimiento de la organización internacional.

El realismo criticó la ingenuidad de los pensadores y políticos idealistas que, percibiendo el poder como un residuo de los malos tiempos que condujeron a la guerra, se mostraban convencidos de que con la creación de la Sociedad de Naciones se postergaba el poder en las relaciones internacionales. La crisis de los años treinta no sólo diluyó aquella utópica suposición, sino que despejó el camino a las críticas realistas sobre la política de poder subyacente a la abstracción con que habían sido presentados y formulados los principios del sistema internacional de Versalles.

La armonía de intereses a que real­mente respondía el internacionalismo de posguerra no era sino un discurso legitimador del monopolio de poder ejercido por las potencias vencedoras en la contienda, comprometidas con la defensa del statu quo. La crisis de los años treinta quebró aquel monopolio de poder. “La revelación –en palabras de Carr– de la base real de aquellos principios habitualmente profesados de manera abstracta en la política internacional es el aspecto más concluyente y más convincente de la denuncia de los realistas contra el utopismo”.

Asimismo, a la moralidad de los Estados los idealistas opusieron la moralidad de los individuos como moralidad internacional. En la declaración de guerra del presidente Wilson en 1917 el advenimiento de una “nueva era”, como profetizaba, debía suponer en consonancia con los principios de la república la aplicación de un código de moralidad uniforme para los Estados y los individuos.

Sobre esta base, y a la estela del extraordinario desarrollo de los estudios y la codificación del Derecho internacional, se entabló el debate entre los estudiosos: los monistas, defensores de una lógica del Derecho que derivaba jerárquicamente desde la comunidad internacional hacia los Estados; y los dualistas, entendiendo la duplicidad de ámbitos y defensores de la distinta naturaleza del Derecho internacional y del Derecho interno de los Estados. Debate que tendería a diluirse en medio de la crisis de los años treinta y que en su perspectiva idealista (monista) desaparecería de la práctica de los Estados tras el último canto de cisne escenificado en el internacionalismo de la Constitución republicana española de 1931.

El capítulo final de la obra en el que avanza algunas especulaciones sobre el futuro nuevo orden internacional nos suscita el siguiente interrogante ¿cuál es la validez de los planteamientos de Carr en perspectiva histórica? No es, desde luego, el propósito de estas páginas desvelar el sentido profético del analista londinense, sino destacar su intuición y su clarividencia para pulsar y anticipar tendencias y fenómenos que tras la Segunda Guerra mundial se revelarían fundamentales en la sociedad internacional contemporánea.

En este sentido, su hincapié sobre el lugar central del Estado en las relaciones internacionales, al hilo de su plena universalización como forma de articular la comunidad política en el amanecer del siglo XXI, su convencimiento acerca de la progresiva difuminación de los contornos de la soberanía nacional, anticipando de algún modo la noción de “soberanías perforadas”, la tendencia ya observada desde el siglo XIX hacia la conformación de grandes unidades políticas y económicas tan decisiva en la configuración de la sociedad internacional contemporánea, sus elucubraciones sobre las tendencias hacia un sistema de poder fundamentado en un poder hegemónico o su convicción en que la nueva paz sólo sería duradera si contemplaba un verdadero programa de reconstrucción económica ilustran la lucidez y la agudeza de su sentido analítico. Pero con todo ello, el gran legado historiográfico de The twenty years’ crisis reside en la honestidad, la coherencia y el rigor de su análisis al diseccionar el pensamiento internacional de un periodo clave en el surgimiento de la sociedad internacional contemporánea y la configuración, en palabras de Celestino del Arenal, de la “ciencia de la sociedad internacional”.