POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 22

Boris Yeltsin se sube a un tanque para hacer frente al intento de golpe (Moscú, 21 de agosto de 1991). WOJTEK LASKI. GETTY

URSS: cuando ocurre lo improbable

Tras la caída de la URSS, se deberían tratar ante todo tres cuestiones básicas: ¿qué va a pasar? ¿qué nos interesa que suceda? ¿qué podemos hacer para influir en los acontecimientos?
Carlos Alonso Zaldívar
 | 

Cuenta la anécdota que en las celebraciones del bicentenario de la toma de la Bastilla, un historiador chino fue preguntado si consideraba que la Revolución Francesa había sido un éxito. “Todavía es muy pronto para decirlo”, fue al parecer su respuesta. Tanta parsimonia puede parecemos exagerada pero, en sentido contrario, no lo es menos la pretensión de contestar con rapidez a las preguntas clave que plantea el proceso de transformaciones que está teniendo lugar en la ex Unión Soviética. No quiero insinuar con esto que esté fuera de lugar interrogarse sobre qué puede pasar en la ex URSS, qué nos interesa que pase y no pase, y qué podemos hacer para influir en lo que pasa. Todo lo contrario. De hecho, este artículo se propone encarar esas tres preguntas. Pero, precisamente por ello, me parece recomendable abrirlo con una admonición a la modestia intelectual.

Como he dicho, las tres grandes preguntas a que nos enfrenta el proceso de cambios en la URSS son: cómo puede evolucionar la situación; qué tipo de evolución resulta más favorable para nosotros y qué podemos hacer para influir sobre la evolución de los acontecimientos. Cualquier intento de respuesta requiere partir de un esquema conceptual que facilite la interpretación de los acontecimientos y ofrezca pautas sobre su posible evolución futura. Pues bien, a manera de elemental primera aproximación, sugiero el siguiente encuadre. En la URSS se encuentran en marcha simultáneamente tres procesos básicos: sobre la redistribución del Poder entre las repúblicas y el centro; sobre el cambio a una economía de mercado y sobre la creación de un sistema formalizado de fuerzas políticas.

En lenguaje coloquial podríamos decir que estamos ante tres Problemas: uno territorial, otro económico y el tercero político. Por supuesto, los tres problemas se interrelacionan profundamente. La no resolución del problema territorial dificulta abordar el problema económico que, en todo caso, se verá simplificado o complicado según la solución que se termine imponiendo en materia territorial. Cualquier plan de ayuda requiere previamente una clara distribución de competencias. No se construye igual un mercado único para diez o quince repúblicas, que diez o quince mercados separados. Ahora bien, la formación territorial que se adopte no va a ser ajena al mapa de fuerzas políticas que vaya decantándose en cada una de las repúblicas y en su conjunto; mapa que también verá su configuración muy influida por la manera de abordar y resolver los problemas económicos.

La evolución de cada uno de estos problemas depende, pues, de la de los otros dos, pero no sólo de eso. En cada caso parece responder también a una tensión o dinámica propia. Así, el problema territorial, es decir, la distribución de poder entre el centro y las repúblicas, refleja la tensión existente entre la fuerte voluntad de independencia política que manifiestan las repúblicas y la no menos fuerte realidad de interdependencia económica que existe entre las mismas. El problema económico, es decir, el paso a una economía de mercado, plantea la compaginación de la rapidez y profundidad del paso al mercado con los costes sociales del ajuste necesario para ello. Cuanto más rápido y profundo el cambio, más duro y más difícil. La ayuda y cooperación exterior puede modular algo este contraste. Finalmente, está el surgimiento de un sistema de partidos políticos en las repúblicas y en la unión que será fruto del tira y afloja entre las políticas “anti” y de “confrontación”, que hoy dominan y parecen muy rentables, y las políticas “pro” y de “cooperación”, que escasean de momento pero se harán cada día más necesarias si se quiere evitar ir a peor.

A este encuadre analítico del tema hay que añadirle un elemento esencial: el nivel de violencia. Hasta ahora uno de los rasgos característicos del proceso de cambios que está teniendo lugar en la URSS es el bajo nivel de violencia con que se están produciendo. Esta afirmación se aplica al conjunto del proceso que se inició en 1985 y no desconoce que en estos años se han producido del orden de mil muertos y movimientos de refugiados por centenares de miles. Pese a ello, y teniendo en cuenta la población de la URSS y, sobre todo, la profundidad y el alcance político, social, económico y cultural de los cambios en marcha, el nivel de violencia con que estos cambios se vienen produciendo es extraordinariamente bajo en relación a cualquier precedente histórico susceptible de comparación.

Pues bien, parece muy probable que el grado de violencia con que se produzcan los cambios futuros resulte ser la variable que más condicione sus resultados finales. Sin duda esta idea tiene bastante de conjetura, peto encuentra cierto fundamento, tanto en lo ocurrido hasta el momento, como en la naturaleza de los problemas centrales del cambio a los que se ha hecho referencia en párrafos anteriores.

Es interesante mirar atrás y apreciar que uno de los aspectos sorprendentes del proceso de la perestroika, reside en que, en diversas ocasiones en las que parecía probable la entrada en juego de la fuerza (militar o policial), ocurrió lo improbable y la fuerza no se hizo valer, es decir, ni se esgrimió la amenaza de utilizarla, ni se utilizó. Con todos los matices y variantes que se quiera, esto se puede aplicar a una variedad de hechos que incluyen desde la unificación alemana hasta el fallido golpe de Estado del mes de agosto. Realmente muy bien se puede caracterizar la perestroika como un proceso a través del cual Gorbachov ha ido desligitimando la fuerza como fundamento de la posición internacional de la URSS y de la convivencia ordenada en la sociedad soviética. Esto ha sido así mientras en los cambios ha prevalecido una dinámica de “arriba a abajo”. Ahora parece dominante la dinámica inversa y, en el futuro, las cosas pueden ser de otra manera.

Si se tiene presente lo anterior y se hace el ejercicio de simular la previsible evolución de los problemas territorial, económico y político, en contextos de baja y alta violencia, se obtienen resultados claramente divergentes. Cabe pensar que en un contexto de evolución pacífica, con baja violencia, se termine asentando alguna forma de asociación entre las repúblicas suficientemente consistente para facilitar el proceso de cambio económico y atemperar sus costes sociales atrayendo ayuda exterior, aunque todo esto reclama un alto grado de sobriedad y de consenso entre líderes y movimientos políticos que no parece fácil en estos momentos. Por el contrario, si se interrumpe la pauta de estos últimos años y el grado de violencia va en aumento, es de temer que cada vez resulte más difícil contenerla pues en circunstancias de penuria económica y con abundantes conflictos potenciales en materia de fronteras y minorías, se generarán condiciones idóneas para que la violencia se reproduzca y extienda. De ocurrir esto no cabe descartar movimientos militares para restablecer el orden aunque, más bien, puedan tener el efecto contrario. Existe finalmente la posibilidad de una evolución ordenada y pacífica hasta que se consume la desaparición de toda unión, posibilidad Que suena muy remota.

Esta idea de que el grado de violencia será el gran condicionante del resultado final del proceso de cambio en la ex URSS, encierra muchas implicaciones. No es la menor de ellas trasladar la respuesta a la pregunta “qué nos interesa que ocurra y qué no ocurra en la URSS”, de la distanciada evaluación entre diversos Modelos posibles de organización y composición territorial, económica y política, a la comprometida opción entre contribuir o no a evitar que la violencia irrumpa, lo que puede conllevar compromisos costosos y delicados. Finalmente, identificar la violencia como variable crítica de todo el proceso, si bien no aumenta nuestras capacidades de intervención sobre él, permite apreciar mejor dónde y cómo se pueden aplicar con mayor efectividad.

 

Las Repúblicas

Parece claro que la distribución del poder entre las repúblicas y el centro es uno de los profundos y complejos procesos que están en curso en la URSS. A primera vista se diría –y así se ha escrito abundantemente– que la antigua Unión se ha desmembrado y ya no existe unión de ningún tipo. En efecto, algo que podríamos llamar “ruptura psicológica de la URSS” fue una de las consecuencias inmediatas del fracasado golpe de agosto. Este fenómeno encontró apoyo además en hechos muy materiales como la paralización de las actividades del PCUS y el prolongado proceso de erosión de las instituciones de la Unión que venía produciéndose con anterioridad al golpe. Botón de muestra de esto último son los más de cincuenta “tratados” que se habían firmado ya entre las repúblicas. De todas formas, asumir que la ulterior evolución de los acontecimientos se limitará a traducir institucional y materialmente esta “ruptura psicológica”, probablemente es una deducción demasiado lineal y superficial.

Equiparar el significado de todas las declaraciones de independencia de las repúblicas dista mucho de ser correcto. Cuando las repúblicas bálticas se pronuncian por la independencia, manifiestan su negativa a coexistir en una misma unidad política con Rusia y con las restantes repúblicas, su voluntad de crear Estados nacionales propios, y también, su deseo de mantener, como entidades separadas, relaciones económicas positivas con la nueva Unión que pueda formarse. En caso de conflicto entre esa voluntad política y esos deseos económicos, dejan claro que prevalecerá la primera. Ahora bien, cuando es Yeltsin quien, desde Rusia, habla de “independencia respecto al centro”, nos encontramos ante algo muy distinto, algo que básicamente consiste en reclamar una transferencia de poder desde el viejo centro –el PCUS– al nuevo centro –la propia Rusia– y que nada tiene que ver con secesiones.

Entre estos dos casos hay que preguntarse sobre el significado específico de las manifestaciones de independencia de cada una de las restantes repúblicas. Como hipótesis de trabajo se puede suponer que encierran una mezcla de voluntad de secesión y de voluntad de redistribución de los poderes en una nueva Unión: La pregunta relevante es entonces qué declaraciones de independencia se han hecho para “separarse” y cuáles para volver a “reunirse”, es decir, para negociar en mejores condiciones un nuevo reparto de poder entre cada república, y no sólo el centro, sino también las restantes repúblicas, en particular, la más poderosa de ellas –Rusia– y las repúblicas vecinas de cada una.

Aunque un ejercicio de clasificación de las repúblicas según su supuesta voluntad de “separación” o de “reunión” puede resultar tentador, dada su naturaleza altamente especulativa probablemente produciría más polémica que esclarecimiento. Parece más productivo preguntarse sobre qué grupo mínimo de repúblicas –llamémosles “grupo crítico”– deberían manifestar disposición a la “reunión” para que no resultara dominante o generalizada la tendencia a la secesión y terminara consumándose la desaparición de todo tipo de Unión.

Probablemente el “grupo crítico” debe incluir tres repúblicas: Rusia, Ucrania y Kazajstán. Si estas repúblicas acuerdan un nuevo modelo de Unión, esta Unión probablemente tenga muchas posibilidades de resultar válida también para Bielorrusia y las repúblicas asiáticas, salvo Azerbaiyán. En Azerbaiyán y en Armenia, su conflicto bilateral condiciona toda la situación pero, por eso mismo, cabe pensar que ninguna querrá perder capacidad de influencia sobre Rusia y la Unión. Georgia y Moldavia son casos específicos cuya evolución parece pendiente de resolver agudos problemas políticos internos.

¿Es fácil o difícil que las tres citadas repúblicas lleguen a un acuerdo de nueva Unión? La respuesta que me atrevo a dar es que tienen muy buenas razones para hacerlo. De otra forma, es decir, si siguen el camino de la secesión hasta el final, tendrán que afrontar problemas de fronteras, de minorías, de reparto de activos, de reconstrucción económica y de reorganización militar, de una complejidad y sensibilidad que resulta muy difícil pensar Que puedan hacerlo ordenada y pacíficamente. Esto es, desde luego, una buena razón para entenderse, pero no se puede dar Por descontado que resulte suficiente.

En Ucrania existe un fuerte movimiento nacionalista –Ruj–, muy influyente en la zona occidental del país y el conjunto de la vida política de la república parece discurrir, por el momento, en una búsqueda de independencia. Desde mucho antes del golpe en Ucrania se han tomado medidas dirigidas a orientar sus exportaciones hacia mercados fuera de la URSS; incluso se ha previsto la misión de una moneda propia, el Grivna. Todo esto puede quedar en puro desahogo de tensiones políticas o puede terminar en algo mucho más serio. Las elecciones directas a la presidencia de la república y el referéndum sobre la independencia, serán muy importantes a este respecto. Estas consultas populares van a tener lugar en un ambiente en el que el discurso nacionalista tiene un fuerte gancho electoral y lo contrario pasa con los llamamientos a unirse ante la inevitable etapa de sacrificios y estrecheces que conllevará el paso a la economía de mercado.

Resumiendo lo dicho hasta ahora, cabe pensar que el proceso de distribución de poder entre repúblicas y centro puede evolucionar hacia la “desintegración” o hacia la “reunificación” y que dominará una tendencia u otra según que Rusia, Ucrania y Kazajstán, consigan llegar a un acuerdo sobre lo que debería ser una nueva Unión. En lo inmediato, un punto crítico de este proceso serán las elecciones presidenciales de Ucrania.

Tras esto surgen dos preguntas: si se acuerda constituir una nueva Unión ¿cómo puede ser ésta? y, si los intentos de constituirla fracasan, ¿qué puede pasar?

Por lo que se refiere a la segunda pregunta, la respuesta no puede ser optimista. Hoy en la URSS se habla mucho de independencias y soberanías, pero poco o nada de fronteras. Esta paradoja es fácil de explicar. Existe una conciencia generalizada de que tratar de mover fronteras tiene muchas probabilidades de provocar guerras. Ahora bien, si se consuman secesiones siguiendo las fronteras actuales, prácticamente todas las repúblicas tendrán en su seno importantísimas minorías rusas, y a veces también de otras repúblicas, lo que, igualmente, amenaza con originar tensiones violentas. Hay 60 millones de rusos que viven fuera de las fronteras de Rusia cuya última alteración administrativa tuvo lugar bajo Krushov en 1954 y supuso cosas tan serias como, por ejemplo, que Crimea dejara de ser parte de Rusia y pasara a serlo de Ucrania. En la URSS se han cambiado noventa fronteras desde que existe y a veces por decisiones de órganos administrativos locales. Es fácil, pues, que un proceso de secesiones efectivas genere conflictos de fronteras y de minorías, conflictos que tenderán a ser violentos.

Igualmente fácil es que genere disrupciones económicas, de transportes y de suministros energéticos, que se traduzcan en hambre y frío, lo que, en muchas zonas de la ex URSS y en invierno, puede significar muchas muertes. Más allá de lo que pueda ocurrir este invierno, para unas repúblicas que comercian unas con otras entre el 40 y el 60 por cien de su producción (Rusia es la excepción con sólo un 18 por cien), mantener estos flujos es vital pero no parece fácil si se opta por la secesión.

En resumen, si prevalece el sentido común no tendría porqué haber secesiones con alteración de fronteras y las cosas podrían continuar discurriendo pacíficamente. Por otra parte, conservar una tónica pacífica en un proceso de secesiones efectivas, requerirá un sentido muy poco común, un sentido verdaderamente extraordinario en la historia. Dicho esto, no conviene olvidar que en los períodos de cambio profundo el sentido común suele ser el menos común de los sentidos y que son períodos de cambio, precisamente, porque ocurren cosas que no son ordinarias.

 

La nueva Unión

Tras este comentario, un tanto deifico, abordemos ahora la cuestión relativa a las características que podría presentar una nueva Unión en el caso de que el “grupo crítico” de repúblicas llegaran a un entendimiento para formarla. Digamos por delante que basta detenerse a contemplar un mapa del mundo para ver en qué limitada medida se ha dejado notar en la historia la razón a la hora de organizar territorialmente los países. Pese a ello, cabe pensar en las formas que puede adoptar la voluntad de afirmación propia de las repúblicas soviéticas, si asumen como limitaciones las que reclame el mantenimiento de la paz entre ellas y en su seno, el deseo de mejorar sus economías y la acomodación a las pautas de comportamiento civilizadas entre Estados.

Un primer hecho manifiesto es que las instituciones republicanas pasarán a tener un peso y protagonismo desconocido hasta la fecha. Esto concede importancia a su organización interna, es decir, a las constituciones de que se doten estas repúblicas. El proceso de su elaboración en algunos casos está bastante avanzado y todas presentan como rasgo común –salvo en los países bálticos– la tendencia a consagrar sistemas presidencialistas. Este hecho puede facilitar la consecución de un acuerdo sobre la nueva Unión si los procesos electorales pendientes producen presidentes con fuerte apoyo popular y voluntad negociadora. Por la misma razón, en este momento, los presidentes que no han pasado por las urnas se mueven con notables ambigüedades a la hora de relacionarse con el centro y con otras repúblicas.

En segundo lugar, crear una nueva Unión que evite un proceso generalizado de redefinición de fronteras reclama que éstas no posean mucha relevancia a efectos económicos. Como mínimo, que no introduzcan trabas serias al comercio interrepublicano, es decir, que la nueva Unión se configure como un área de libre comercio. Ahora bien, asumido esto entran en juego poderosos intereses para que la libertad de movimiento de las mercancías se vea acompañado de las del capital y la mano de obra y también se vea reforzada la posición favorable a mantener una única moneda para todo él y, tanto más, cuanto esta moneda deberá pasar en breve la dura prueba de la convertibilidad. Esto no va a resultar fácil para el rublo y lo será menos todavía para cualquier otra moneda que pudiera crearse. Una moneda única reclama una política monetaria única y una institución encargada de hacerlo.

Aceptado un mercado único y una unión monetaria, las repúblicas con economías más débiles van a reclamar la existencia de mecanismos de redistribución que compensen la tendencia del mercado a favorecer a quien parte en mejores condiciones, es decir a Rusia. Estos mecanismos necesitan algún tipo de institución que reciba y distribuya fondos, es decir, que elabore y gestione un presupuesto.

Con esto queda establecida la base económica de una posible nueva Unión. ¿A qué se parecería? Tal y como la hemos descrito recuerda el modelo de mercado interior único y unión económica y monetaria que se está construyendo en la Comunidad Europea. En realidad todo depende del peso, en términos del PIB, del presupuesto de la nueva Unión, de la composición y elección de los órganos que lo redacten, de las instituciones que lo gestionen y de la entidad que sea responsable de la moneda. El gran peso de Rusia y el alto grado de interdependencia entre repúblicas, puede hacer que instituciones débiles en teoría resulten fuertes en la práctica.

La fuerte interdependencia económica existente entre las repúblicas de la ex URSS hace que sea en este terreno donde puedan asentarse los fundamentos de una nueva Unión. De no ocurrir así, quienes más padecerían serían la mayoría de las repúblicas, en especial las asiáticas donde existen situaciones de auténtica miseria que constituyen un terrible foco potencial de violencia. Quien estaría en mejores condiciones para hacer frente a una dislocación económica sería Rusia, sin que esto quiera decir que ello no fuera a resultar dramático.

Establecer las bases económicas de nueva Unión, o la creación de un espacio económico común como comienzan a llamarle, está pues en el interés común pero más, si cabe hablar así, de las otras repúblicas que de Rusia. Este diferencial de intereses –esta asimetría de dependencias– en buena lógica empujará a Rusia a reclamar un papel preponderante para aceptar órganos económicos comunes. Esta inclinación encontrará sin duda la resistencia de las restantes repúblicas que buscarán instrumentos de presión para moderar las pretensiones rusas. Estos instrumentos existen, pues, si desde el punto de vista económico Rusia necesita la nueva Unión menos que las restantes repúblicas, desde otros puntos de vista le interesa mucho más.

Rusia tiene mucho que temer por su propia integridad si no se establece algún tipo de nueva Unión. Nada garantiza que el proceso de secesiones y desmembramientos vaya a detenerse en las fronteras de la república federativa de Rusia, cuya cohesión interna está sometida a agudas tensiones. Por otra parte Rusia tiene la gran responsabilidad de atender a sesenta millones de rusos fuera de sus fronteras y, por supuesto, será tanto más fácil hacerlo cuanto más permeables sean estas fronteras. Rusia no va a relegarse resignadamente a un papel de segunda fila en la vida internacional y para mantener su peso está interesada en una nueva Unión que en materia de política exterior y de defensa pueda actuar con voz única o, al menos, sin grandes contradicciones internas. Finalmente, Rusia no quiere verse privada de accesos al mar, separada de Europa occidental y, mucho menos, flanqueada por dos o tres potencias nucleares.

Existen pues razones de peso para que Rusia se interese en establecer una nueva Unión que abarque cuestiones relativas a los derechos de los ciudadanos, la política exterior y la defensa. Para ello puede pagar cierto precio en materia económica, así como reconocer representación y derechos relativamente igualitarios a las restantes repúblicas. Esto llevaría a una nueva Unión en la que, además de un espacio económico común con ciertas autoridades también comunes, se desarrollaran reglas e instituciones dirigidas a impedir que las fronteras internas discriminaran ciudadanos y privaran de eficacia a la acción internacional del conjunto. En otras palabras, cabe pensar que la nueva Unión asumiría una carta común de derechos y libertades, probablemente algún tipo de código dedicado específicamente a garantizar los derechos de las minorías, y mantendría la existencia de un sujeto de derecho internacional y de un aparato militar unificado, eso sí, con ambas cosas sometidas a detalladas regulaciones de derecho interior. Finalmente, algún órgano con capacidad legal para entender y resolver conflictos entre repúblicas o entre alguna de éstas y las instituciones de la nueva Unión, resultaría imprescindible para que el conjunto funcione.

¿Es todo lo anterior una perspectiva realista o un puro castillo de naipes incapaz de resistir los vientos independentistas que corren? Nadie lo sabe. Cuando esto se escribe aparece como algo poco probable. Pero quizá una vez más termine ocurriendo lo improbable. El Consejo de Estado, que es quien tiene entre manos la tarea de concebir y proponer una nueva Unión, ha comenzado a actuar con prudencia en materia económica. Es lógico y es algo imprescindible para poder hacer frente a los problemas inmediatos de abastecimiento, introducción del mercado y obtención de ayuda exterior. El resultado de estos primeros pasos en materia económica influirá poderosamente sobre ulteriores desarrollos políticos.

 

La economía

Si los problemas territoriales de la ex URSS están complicados, los económicos no lo están menos. La prensa canaliza a diario un abundante flujo de información al respecto. Pero es un flujo turbulento que dificulta la percepción de algunos hechos básicos. Para abordar los problemas de la economía soviética, antes que nada, hacen falta interlocutores efectivos por parte de los poderes públicos, republicanos y central, así como por parte de los agentes de la producción, directivos de empresas y trabajadores. Pues bien, en estos momentos, en la mayor parte de los casos, estos interlocutores simplemente no existen.

Lo que hay que hacer con la economía se ha descrito numerosas veces: estabilizarla, liberalizarla, privatizarla y, en buena medida, reconvertirla. Lo primero requiere medidas firmes de política fiscal y monetaria, lo segundo un proceso de sustitución de los precios regulados por precios libres, lo tercero una precisa regulación legal y lo cuarto, abundantes inversiones y drásticos ajustes de empleo. Una vez hechas las opciones de fondo –se puede pensar que el fallido golpe las hizo–, la traducción de estos criterios generales en programas operativos plantea la necesidad de alcanzar tres pactos: uno, entre las repúblicas y el centro para definir, aunque sea transitoriamente, las competencias de cada uno; otro, entre los dirigentes políticos y los agentes sociales, trabajadores, funcionarios y gerentes, para acordar costes y contrapartidas sociales, así como plazos del proceso del cambio; y el tercero, entre los responsables de los poderes públicos y los Estados e instituciones extranjeros susceptibles de ofrecer ayuda y cooperación, para establecer los términos económicos y políticos de ésta.

Cuando esto se escribe, de estos tres pactos sólo el primero parece estar encarrilado, aunque dista todavía de estar resuelto. Cuando lo esté, su resultado se limitará a producir interlocutores válidos por parte de los poderes públicos que deberán acometer los otros dos pactos. De éstos, el más importante es el segundo, el pacto social, y el gran problema es que, por el momento, ni los agentes sociales cuentan con portavoces claros, ni los grupos políticos ofrecen propuestas económicas y sociales concretas y operativas. Ninguno de los planes que, con diversos apellidos, se comentan en los periódicos, constituye un programa susceptible de aplicación. En cuanto al estado de la opinión pública, existe temor popular al paro y a los costes sociales del cambio, mezclado con cierta idealización del mercado que han introducido los intelectuales. En conjunto, no parece haber una conciencia suficientemente clara de que el futuro inmediato encierra estrecheces y apreturas. De todas formas, la experiencia del fallido golpe ha aumentado la credibilidad de los políticos favorables al paso rápido al mercado. En conjunto, la coyuntura ofrece una oportunidad favorable para comenzar a hablar claramente sobre medidas concretas de cambio económico y social. Pero esto, como ya se dijo antes, no resulta lo más recomendable para ganar elecciones.

La distribución de competencias entre repúblicas y centro así como el diálogo y acuerdo entre poderes públicos y ciudadanos, constituyen el núcleo duro del problema del cambio económico en la ex URSS, pese a que la rapidez o lentitud de las transformaciones y el alcance de la ayuda exterior, suelen dominar el debate. Desde un punto de vista estrictamente económico no hay razones para abogar en favor de un cambio más rápido o de un cambio más lento. Si no se quiere fracasar y provocar una tragedia, la velocidad del cambio tendrá que tener en cuenta la capacidad de la sociedad para asumirlo, es decir, una variable de naturaleza política. En cuanto a la ayuda exterior, su virtualidad reside en que puede aliviar en parte la dureza del cambio y, de esta forma, hacer posible que sea más rápido y profundo.

Si no hay un pacto entre repúblicas que evite el colapso de sus tradicionales relaciones económicas, sus economías no recuperarán en décadas los niveles anteriores. Este hecho rotundo explica que incluso los países bálticos se incorporen a las negociaciones sobre el espacio económico común. Cómo no hacerlo, cuando Estonia, por ejemplo, recibe el 82 por cien de sus importaciones de la ex URSS, incluyendo toda la energía, y el 92 por cien de sus exportaciones tienen ese mismo destino. Así pues, la naturaleza del pacto económico interrepublicano puede condicionar, quizá más que ninguna otra cosa, las perspectivas económicas. Si las repúblicas deciden establecer barreras arancelarias, Monedas propias no coordinadas y competir entre ellas por la ayuda occidental, se verán ante una perspectiva económica acusadamente más dura y más prolongada que en caso de que opten Por respetar sus interdependencias económicas. Parece lógico Que lo hagan, pero también era lógico que Polonia, Hungría, y Checoslovaquia hubiesen creado algún tipo de mercado común y no lo hicieron. Cada una aspiraba a alcanzar por su cuenta la ayuda y los mercados de los países más ricos y no parecían interesadas en comerciar entre “pobres”.

En cuanto a lo que hemos llamado pacto social o acuerdo para el cambio económico entre poderes públicos y administrados, estamos hablando sobre los niveles de escasez, carestía y desempleo que puede encajar el tejido político y social de la ex URSS sin desgarrarse y durante cuanto tiempo. Ello depende del grado en que se pueda garantizar un abastecimiento básico a precios asequibles y ofrecer garantías de subsistencia para los parados, jubilados y enfermos. Todo esto, mientras se transforma el marco institucional, se reconvierte la estructura productiva, se abre la economía al exterior y se relanza la actividad.

¿Cómo se traduce esto en tiempo y en dinero? Cuando empezaron a hacerlo en Alemania oriental se decía que la transformación podía llevarse a cabo en cinco años con un apoyo financiero de 30.000 millones de dólares por año. En un año han gastado ya 100.000 millones de dólares, los niveles de paro son del 40 por cien, la inversión privada sigue reticente y piensan que seguirán necesitando todavía cinco años más para que el cambio se complete y estabilice. ¿Por cuánto hay que multiplicar las cifras y los plazos de Alemania oriental para el caso de la ex URSS? No hay respuesta a esta pregunta. Pero la reflexión anterior puede servir para hacer ver el orden de magnitud del problema. Desde luego, no se trata de una cuestión de quinientos días, ni de mil y una noches.

El llamado plan Yavlinsky cuantificaba las necesidades de ayuda exterior de la ex URSS en 150.000 millones de dólares a distribuir en cinco años. Como es sabido, este plan no encontró una acogida favorable en Occidente. Luego volveré sobre esto. Pues bien, a tenor de las cifras manejadas para el caso alemán, el plan Yavlinsky contempla un proceso de cambio mucho menos asistido del que está teniendo lugar en la ex-RDA. Así pues, sin menospreciar en modo alguno la importancia de la ayuda exterior, lo que debe de quedar claro es que la magnitud del problema es tal que por intensa que sea esa ayuda exterior, el grueso de la carga recaerá sobre la capacidad de encaje y reacción de los pueblos de la ex URSS. Por eso, el pacto social al que me vengo refiriendo, es decir, el diálogo franco entre poderes públicos y administrados para lograr un entendimiento en materia económica, es la clave de bóveda de los cambios en curso.

 

Ayuda

Tras el fallido golpe Occidente está dando muestras de una mejor disposición de ayudar económicamente a la ex URSS. Mejor disposición no quiere decir generosidad desinteresada. Tal cosa no existe en las relaciones internacionales. Quiere decir una nueva evaluación de la situación que aconseja practicar una generosidad interesada. Poco a poco van tomando forma tangible unas directrices para llevar a la práctica esta ayuda. La prioridad número uno es garantizar el abastecimiento básico para el invierno. Esto requiere ayuda alimentaria y. sanitaria directa y créditos para importar productos de consumo. Requiere además un sistema de distribución que haga llegar los productos al consumidor sin que se deterioren o sean robados por el camino. Algo básico, pero que no parece estar garantizado en estos momentos en la ex URSS. A este tipo de ayuda deberá seguir pronto otra destinada a facilitar la convertibilidad del rublo, lo que constituye un paso obligado y decisivo en el proceso de cambio. En cuanto a las posibilidades de inversión extranjera hay algunos sectores como los del petróleo, gas y minería que la requieren agudamente y que son buenos candidatos para obtenerla pues, una vez modernizados, su producción resultará competitiva en el mercado internacional.

Todo esto no suena a grandiosos planes Marshall, pero son medidas concretas cuya importancia sería un grave error minimizar. Entre otras cosas, porque cualquier plan más ambicioso tendría que empezar por lo mismo y no seguiría adelante si estos primeros pasos no se saldaran con éxito. Para ello parece imprescindible que exista voluntad de cooperación y una buena coordinación entre las autoridades de las repúblicas y del centro. Algo que están reclamando los Gobiernos occidentales y que, recuérdese, también fue la primera condición para poner en marcha el plan Marshall y dio origen a lo que hoy es la OCDE.

¿De dónde pueden salir los abundantes recursos que un programa de ayuda sostenido irá demandando? El panorama mundial de fondos públicos no está muy boyante. En el grupo de los siete “más ricos”, Estados Unidos se mueve con cifras “record” de déficit público del orden del 300.000 millones de dólares; Alemania además de lo requerido para su unificación, ha desembolsado y comprometido ya más de 35.000 millones de dólares con la URSS y dice claramente que se siente sola en este esfuerzo y que así no Puede ir más adelante; el Reino Unido atraviesa una seria recesión y Francia tampoco tiene la economía en su mejor momento; Italia se proclama generosa, pero sus cifras de déficit pueden terminar creándole serios problemas con la Unión Económica y Monetaria. La Comunidad Europea ha agotado ya los recursos que tenía previstos para todo tipo de ayudas y sólo puede ir más lejos en detrimento de otros compromisos externos e internos o mediante nuevas aportaciones de los Estados miembros. Con este Panorama todos los ojos se vuelven hacia Japón. No es de extrañar pues, que el tema de las Kuriles vuelva a ganar actualidad.

De todas formas, manejando las grandes cifras, también se puede presentar un panorama muy distinto. Así, se ha dicho que si la comunidad internacional fue capaz de financiar la guerra del Golfo que costó más de 100.000 millones de dólares, también puede destinar una cifra semejante a financiar el cambio económico en la ex-URSS. Se recuerda además que los países miembros de la OTAN han estado gastando durante la guerra fría del orden de 300.000 millones de dólares anuales para defenderse de la URSS. Siendo esto así –se concluye– bien puede destinar ahora una fracción de esta cifra a asegurar que desaparezca la raíz de esa amenaza. Ninguno de estos argumentos es definitivo pero tampoco son despreciables.

A la hora de la verdad el tema de la ayuda a la ex URSS probablemente no se va a resolver con solemnes compromisos sobre cifras agregadas, sino añadiendo cifras compromiso parcial tras compromiso parcial. Para que esto ocurra, desde luego hace falta que los donantes potenciales asuman la conveniencia de ofrecer ayuda, pero hace falta además que esté garantizada la autoridad y responsabilidad de quien va a recibirla. Si el desorden reinante se traduce en incumplimientos del pago de la deuda se entenderá lo contrario y se cerrará la vía de hacer rápidamente a la ex-URSS miembro del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, y poder así acceder a importantes fuentes crediticias públicas multilaterales, algo sin lo cual será difícil que logre inversiones privadas.

 

Política

Tras este repaso a los principales problemas que encara la ex-URSS hay que preguntarse quién posee la influencia y la habilidad política necesarias para, paso a paso, ir avanzando en su solución. La respuesta está a la vista y no resulta tranquilizadora.

En estos momentos en Rusia existe un enorme vacío de fuerzas e instituciones organizadas que sólo llena la popularidad de Yeltsin. Esta popularidad se ha ido desarrollando a lo largo de los años pasados en base a la denuncia y al enfrentamiento con el PCUS. Una fuente de legitimidad que probablemente ya ha alcanzado sus límites. La otra influencia aglutinante que maneja Yeltsin es la revitalización de la identidad rusa. En este terreno las cosas también se encuentran en un punto crítico. Bajo la simbología histórica de Rusia se amparan actitudes muy diversas. Existen sectores que manifiestan desinterés por las posibilidades de una nueva Unión y quieren concentrarse en la reconstrucción de Rusia. Otros consideran que la desaparición total de la Unión conllevaría un grave perjuicio y deterioro de la propia república federativa de Rusia. No todos hablan además de la misma Rusia. Algunos aceptan que en estos momentos, como en el Brest-Litovsk, Rusia vea reducida su dimensión territorial. Otros creen que, al desaparecer la Unión, Rusia debe recuperar territorios cedidos a otras repúblicas y que, de no ser así, muchos de los millones de rusos que viven en ellos tratarán de volver a la patria.

En las restantes repúblicas hay mapas políticos más o menos diversificados pero, en general, está siendo también el nacionalismo la ideología de recambio del viejo discurso oficial, vacío desde hace ya decenios. Salvo excepciones, estos nacionalismos no son corrientes políticas con referencias programáticas claras. Son movimientos de recuperación de identidad; unos movimientos tan fuertes como confusos. Los políticos locales intuyen que si se marginan de estos movimientos quedarán desvalidos y se lanzan a sus aguas tratando de dirigirlos aun a riesgo de ser engullidos. Hoy ya se puede apreciar un panorama de resultados variopintos, que dejan ver contradicciones entre nacionalismos y democracia y casos en que ésta lleva las de perder (Georgia, Azerbaiyán). Pero lo que todavía domina la situación es la fluidez e inestabilidad.

Tras el golpe fallido, ya no conserva mucha validez la clasificación tradicional entre radicales, centristas y conservadores. En cuanto a las denominaciones ideológicas que asumen los incipientes partidos –liberales, socialdemócratas, democristianos, etcétera– resultan poco significativas y no son homologables con su versión occidental. No está claro siquiera si los partidos que lleguen a formarse se acoplarán más a los patrones europeos o estadounidenses. Tampoco si organizar partidos es lo más conveniente o si puede resultar más eficaz sostener movimientos escasamente estructurados y con amplia pluralidad ideológica en su seno. De aquí las dudas de Shevardnadze y Yakolev respecto al futuro del Movimiento para las Reformas Democráticas. Esta es una de las pocas fuerzas con voluntad de no circunscribirse a una república y actuar en el ámbito de la Unión. La otra presencia política extendida en todas partes, no lo olvidemos, son los militantes del PCUS, hoy más o menos confundidos y desorganizados, pero llamados a influir sobre los acontecimientos, aunque no todos en el mismo sentido.

En este marco de confusión, lo que a tenor de las encuestas disponibles permanece, es el cuadro de preocupaciones de los ciudadanos. Los acontecimientos de agosto no las han cambiado sino confirmado y agravado. La preocupación dominante se centra en los problemas económicos; le acompaña, a la par, el miedo a que surjan conflictos armados en o entre las repúblicas; sigue el temor a que continúe deteriorándose el orden público; y, muy atrás, aparecen las amenazas de represiones políticas y agresiones exteriores. ¿Cómo actuar en una situación tan difícil? Democráticamente, es la respuesta que en estos momentos da la mayoría de los moscovitas; sin que falte de todas formas una importante minoría favorable a concentrar el poder en un líder fuerte.

Estos datos, procedentes de una encuesta llevada a cabo en Moscú y San Petersburgo la primera semana de septiembre (Times Mirrow Center for the People and the Press), revelan que aunque los rusos proclaman orgullosamente la independencia de su república también apoyan decididamente la idea de una autoridad central de la Unión y no conciben una nueva organización del país que no incluya a Ucrania y Bielorrusia. Consideran que el ejército debe permanecer bajo un poder central y lo mismo las armas nucleares. El apoyo al régimen en que han vivido es muy bajo, y sus preferencias de sociedad se reparten entre Suecia, un nuevo socialismo democrático y un modelo más tipo EE.UU. El apoyo a Yeltsin se ha visto muy reforzado tras el fracasado golpe y con él Sobchak, Shevardnadze y Popov, también son percibidos muy positivamente por la mayoría de la gente. Aunque por detrás de los citados en las preferencias populares, Gorbachov ha visto duplicarse el apoyo con que cuenta. Ahora bien, como se dice estos días por Moscú, “un invierno de hambre puede acabar con la popularidad de Yeltsin”.

 

 

Conclusiones

Hasta aquí el análisis. Es hora ya de extraer conclusiones prácticas. ¿Qué nos reserva el futuro, una nueva Unión o una docena de repúblicas independientes? En mi opinión, todavía, ninguno de esos futuros está escrito. Estamos ante un cambio profundo y complejo que todavía no está decantado. Es difícil, por insospechado, pensar que la URSS desaparezca dejando en su lugar un puñado de nuevos Estados. También es difícil ver como se puede recomponer una unidad política tan deteriorada y en unas circunstancias económicas tan adversas. Pero ambas cosas pueden terminar pasando, esa alternativa está sin resolver y abierta a todo tipo de influencias. Los conflictos étnicos y el deterioro económico pueden llevar a la ex-URSS por el camino de Yugoslavia y provocar un golpe de Estado militar “de verdad”. No es difícil. Parece más difícil la construcción, paso a paso, de una nueva Unión que abarque del orden del 80 por cien del territorio y de la población de la URSS. Difícil, sí, pero posible. Lo que parece más difícil de todo, es un proceso ordenado y pacífico de secesión efectiva de Ucrania, Kazajstán, etcétera.

Hace muchos meses que el coronel Alksnis, dirigente del grupo Soyuz, viene explicando abiertamente que la combinación de libertad y mercado, en un contexto de penuria económica y tensiones nacionalistas, está produciendo una disgregación caótica que terminará en guerra civil. Según él, para evitarlo se deberían aplicar “medidas excepcionales” que suspendan los partidos y movimientos políticos, garanticen el mantenimiento de la Unión e introduzcan el mercado ordenadamente, al tiempo que se recompone la posición internacional del país. Resonancias de este pensamiento eran reconocibles en el decreto de los golpistas. Pero esto es lo de menos. Lo de más es si, tras el golpe frustrado, esa combinación caótica de penuria económica y tensiones nacionalistas, se ordena o se desboca. Los días transcurren y todavía la tendencia no está clara.

¿Qué nos interesa que ocurra? La evolución de la ex-URSS no está zanjada y sus manifestaciones y resultados no nos son indiferentes. Nos interesa que sea un proceso de cambio pacífico, que produzca instituciones democráticas, mercados cuanto más amplios y abiertos mejor, y ulteriores reducciones de armamentos. Las cuatro cosas se complementan perfectamente. Por el contrario, si la violencia gana terreno, amenaza una desestabilización de la situación internacional, el descontrol de las armas nucleares y la reaparición de tendencias al rearme, así como la irrupción de masas de refugiados e. inmigrantes. En materia de instituciones democráticas y mercados abiertos, si la violencia va ganando terreno, más que avances en el Este son de temer retrocesos en el Oeste. La xenofobia, el racismo y también los proteccionismos comerciales, encontrarán terreno abonado. Los proyectos de compartir soberanía entre países europeos se verán dificultados.

¿Qué podemos hacer? De la experiencia yugoslava debemos aprender que para influir hay que saber lo que se quiere y no dudar en dejarlo sentir claramente. En este caso queremos evitar una implosión violenta de la ex URSS. Para ello queremos favorecer su transformación económica, ayudar a que se respeten los derechos de las minorías, evitar que se alteren fronteras por la fuerza y ver respetado el cumplimiento de los compromisos internacionales (militares, económicos, etcétera) adquiridos por la URSS. A tal fin, podemos ayudar a quienes favorezcan este curso de los acontecimientos y negar ayuda y reconocimiento a quienes, a nuestro juicio, hagan lo contrario.