Editorial: Allen Lane
Fecha: 2013
Páginas: 432
Lugar: Londres

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Evgeny Morozov
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“Sin la técnica el hombre no existiría ni habría existido nunca.”  Ortega y Gasset sintetizaba así la forma en que la innovación es intrínseca a nuestro ADN. Al mismo tiempo establecía una relación entre la primera y el ser humano: las transformaciones tecnológicas más revolucionarias –desde la imprenta a la fisión nuclear, pasando por la Revolución Industrial– no ocurren en compartimentos estancos ni se pueden entender únicamente en referencia a sí mismas, sino que originan en contextos históricos específicos y son inseparables de su trasfondo social, político, y económico. No son inevitables ni inamovibles. Pretender lo contrario es caer una forma de ingenuidad bastante peligrosa. La que promovió la industrialización en su faceta más desgarradora; la que justifica el desmantelamiento del Estado del bienestar porque no hay alternativa a la globalización; o, en el caso que nos concierne, la que define el pensamiento de Silicon Valley. Los gurús del mundo de la informática ven en Internet el Bálsamo de Fierabrás y un dogma de fe: la red es una panacea que no admite corección ni requiere contextualización.

Este discurso ha despertado la ira de Evgeny Morozov. A sus veintinueve años y tras escribir El desengaño de Internet, este autor bielorruso se ha convertido en uno de los principales referentes del pensamiento crítico sobre nuevas tecnologías. Crítico y mordaz, porque Morozov masacra a sus antagonistas sin concesiones. Su último libro es Para salvar todo, haga clic aquí. Morozov despliega en él su artillería intelectual, para reducir a cenizas dos conceptos que encuentra especialmente irritantes y peligrosos. El primero lo bautiza como “solucionismo”. Es la noción, cada vez más extendida, de que un sinfín de situaciones complejas deben ser entendidas como problemas y resueltas mediante procesos de gamificación. Sirva como ejemplo BinCam, una papelera armada con una microcámara que le permite identificar los diferentes tipos de residuos que genera un individuo. El poseedor de una BinCam puede competir con otros dueños (¿usuarios?) para reciclar mejor, y recibe premios virtuales que se publican en su perfil de Facebook.

El peligro del invento radica en su premisa. La recogida y tratamiento de residuos en una sociedad de consumo es un proceso social complejo, en el que intervienen múltiples variables y sobre el que es necesario adquirir un criterio mínimamente sólido. Al plantearse como un problema para el que existe una solución, el reciclaje pasa de ser un deber cívico a una actividad competitiva. Ello conlleva un empobrecimiento de nuestra capacidad moral –sin entrar siquiera a valorar las implicaciones de exponer algo tan personal como la basura a un Gran Hermano virtual, compuesto por trabajadores precarios.

El segundo concepto es el Internet-centrismo. Consiste en olivdarse de Ortega y entender “Internet” como un todo coherente que atiende únicamente a sus propias premisas. Poco importa que “Internet” englobe programas tan dispares como Twitter –140 caracteres que atrofian nuestra capacidad de atención– e Instapaper, diseñado para favorecer la concentración. “Una vez que es parte de “Internet””, observa Morozov, “toda tecnología pierde su historia y autonomía intelectual”. Este tipo de pensamiento platónico y a-histórico no es novedad. Autores como James Scott, Michael Oakeshott, o incluso Friedrich Hayek  lo han documentado y criticado en el ámbito de la planificación central y el racionalismo. Pero su resurrección resulta interesante en una posmodernidad en la que, como apunta Morozov, las metanarrativas supuestamente han dejado de existir.

Morozov explora las implicaciones y límites de los dos conceptos en siete casos diferentes, desde la actual obsesión por la transparencia a los programas de prevención de crimen, pasando por los peligros que plantea Big Data. Destaca el capítulo dedicado a activistas que ven en “Internet” un modelo organizativo, como el Partido Pirata alemán, Anonymous o el 15M. Morozov demuestra de forma convincente que las plataformas interactivas como Liquid feedback no constituyen una revolución en el funcionamiento de la democracia directa. Su función no es muy diferente a la que proporcionan los sondeos y encuestas en los partidos de masas, y a menudo evidencia la ausencia de un programa coherente por parte de los piratas, que se limitan a seguir los caprichos de los internautas o robar propuestas a otros partidos antes que a elaborar un programa con coherencia ideológica. Ocurre además que el activismo de clic, al igual que los proyectos de crowdfunding, suelen tener un sesgo simplista. Kony 2012 moviliza mejor que un documental de Agnès Varda, y es más fácil reunir firmas para deportar a Justin Bieber o presupuestar la Estrella de la Muerte que para reformar la financiación electoral en Estados Unidos.

El tono despiadado de Morozov proporciona una lectura tan enriquecedora como entretenida. Tras los comentarios mordaces late la preocupación de un humanista que observa cómo la filosofía y la ética han quedado marginadas en el debate actual sobre tecnología. Las reflexiones Morozov son atrevidas, pero sólidas. Independientemente de que se coincida con ellas o no, Para salvar todo plantea un debate urgente y necesario.