Los visitantes miran las cámaras de seguridad de con tecnología de reconocimiento facial en la 1Exposición Internacional de Seguridad y Protección Pública de China, en Beijing en octubre de 2018/GETTY

Autoritarismo 3.0: las ‘tecnodictaduras’

Luis Esteban G. Manrique
 |  10 de marzo de 2020

En diciembre de 2019, mientras las protestas contra una nueva Ley de Ciudadanía que discrimina a los no hindúes corrían como un reguero de pólvora de un extremo a otro de India, tres incidentes revelaron la creciente capacidad de vigilancia electrónica del Estado. La policía de Nueva Delhi usó dispositivos de reconocimiento facial (RF) para autorizar o no el paso a una plaza que iba a acoger una manifestación. En Chennai, enjambres de drones con cámaras de alta resolución filmaron las marchas convocadas. En Hyderabad, la policía detuvo aleatoriamente a transeúntes para tomar sus huellas digitales y cotejarlas con las de sus bases de datos de criminales.

En India, como en casi todas partes, la legislación ha ido por detrás de los avances tecnológicos, permitiendo al gobierno del primer ministro, Narendra Modi, del hinduista BJP, aprovechar los vacíos legales para violar la privacidad de sus ciudadanos sin tener que preocuparse de supervisiones parlamentarias o autorizaciones judiciales.

FaceTagr, una compañía de software, se precia de que su tecnología deja a la policía fotografiar a sospechosos y saber casi de inmediato si tienen antecedentes penales. En ese sistema, todos están bajo sospecha permanente.

 

Totalitarismos del siglo XX

En el siglo XX, los totalitarismos de la Alemania nazi, la China de Mao y la Unión Soviética se basó en el control de las fuerzas de seguridad, la policía secreta y su guardia pretoriana y red de espías e informantes. Y aún así, pretendían que esa coerción era consentida. En How to be a dictator (2019), Frank Dikötter sostiene que la propaganda política creaba una ilusión de apoyo popular y uniformidad que ocultaba, sin embargo, un amplio espectro de fanáticos, oportunistas, indiferentes, apáticos, cínicos y enemigos. La gente común debía inclinarse a su paso, recitar sus obras y alabar su genio y supuesta sabiduría.

La radio y la televisión hicieron ubicuas las imágenes de los dictadores, llevando el culto a la personalidad a extremos inimaginables en épocas anteriores. Hagiógrafos, dramaturgos, intelectuales, compositores, poetas, editores y coreógrafos crearon una liturgia laudatoria en torno a políticos mesianismos, un método de dominio social mucho más efectivo que filosofías políticas abstractas. Al final, la extrema personalización del poder hizo de la ideología un acto de fe. Según escribió en sus memorias Li Zhisui, médico de cabecera Mao, en una dictadura la política empieza siempre en la personalidad del dictador.

Según las investigaciones del periodista chino Yang Jisheng, la hambruna del Gran Salto Adelante (1958-62) provocó la muerte de unas 36 millones de personas. No es casual que Amartya Sen, premio Nobel de Economía de 1998, creyera que libertades como las de criticar, publicar y votar están directamente vinculadas a libertades como las de escapar a las hambrunas.

 

¿Una era irrepetible?

Los totalitarismos del siglo XX quizá sean irrepetibles, aunque en política no se puede decir nunca jamás. Según Freedom House, desde 2000 las restricciones a las libertades públicas han aumentado porque Estados de todo tipo están usando las herramientas digitales e innovaciones tecnológicas para neutralizar disidencias y desarticular movilizaciones populares.

China y Rusia, a las que en How dictatorships work (2019) Joseph Wright y Erica Frantz llaman “dictaduras digitales”, están cruzando el umbral del mundo de vigilancia perpetua y angustiante que anticipó George Orwell en 1984.

En septiembre de 1917, Lenin urgió a los bolcheviques para que se apoderaran de las centrales telefónicas y telegráficas para llevar la insurrección al centro neurálgico del zarismo: su sistema de comunicaciones. En los años veinte del siglo pasado, la sede del Centro Telegráfico en la calle Tverskaya –donde Genrikh Yagoda, jefe de la policía secreta de Stalin, tenía una espaciosa oficina–, estaba a un tiro de piedra del Kremlin. Hoy su edificio alberga al ministerio de Comunicaciones ruso.

Hacia 1989, la policía secreta de la RDA, la Stasi, tenía unos 100.000 agentes y entre medio millón y dos millones de informantes en un país de 16 millones de habitantes, un espía por cada 66 personas (ese ratio es de 1-40 en Corea del Norte), lo que permitió al régimen infiltrarse hasta en el último recodo de las vidas privadas de “los otros”, una pesadilla orwelliana que Florian Henckel describió en su película de 2006.

 

Represión digital

Tras la caída del muro de Berlín, muchos creyeron que el siniestro legado de los Estados policiales haría imposible su resurrección, una impresión optimista que reforzó la aparición de internet como un medio para evitar la censura y los monopolios mediáticos.

En 2011, cuando las manifestaciones se generalizaron en Moscú en contra del regreso a la presidencia –tras un breve interludio como primer ministro– de Vladímir Putin, el Kremlin culpó a Washington de utilizar Facebook y Twitter para organizar las protestas, que carecían de líderes o de organizaciones que se pudieran infiltrar. En marzo de 2019, Putin firmó una ley que criminaliza la publicación en las redes sociales de “noticias falsas o que falten el respeto a las autoridades”. Otra propuesta de ley de “soberanía digital” autoriza al Kremlin a aislar a Rusia o cualquiera de sus regiones de la red global.

La represión digital reduce la probabilidad de que se organicen protestas como las de los “camisas rojas” en Tailandia en 2010 o las de la plaza cairota de Tahrir en Egipto en 2011. En Camboya, en diciembre de 2013 el régimen de Hun Sen bloqueó Facebook y cerró los locutorios de internet para frenar las protestas contra las fraudulentas elecciones que lo reeligieron en julio.

En 2017 solo se produjo una manifestación en Rusia, frente a las 36 de 2014. Las dos mayores compañías rusas de internet –Yandex (una versión rusa de Google) y Mail.ru, propietaria de VKontakte y Odnoklassniki, las redes sociales más populares– han apoyado la “soberanía digital” de Putin.

 

El ‘big data’ y el Gran Hermano

Las cámaras de vigilancia capturan muchas de las cosas que suceden en las calles de todo el mundo. Las chinas Hangzhou Hikvision Digital Technology y Zhejiang Dahua Technology controlan un tercio del mercado global, incluidas las cámaras de los metros de Londres y París.

Las redes sociales, motores de búsqueda y plataformas de e-commerce proporcionan a los servicios de inteligencia información útil si saben procesar los datos, una capacidad que ya tienen países como Irán o Corea del Norte. Italia e Israel han vendido sofisticados programas espía a Angola, Baréin, Kazajistán, Mozambique y Nicaragua, entre otros. Los resultados están a la vista.

Según Freedom House, mientras entre 2013 y 2018 solo tres países pasaron de ser “parcialmente libres” a “libres” (Túnez, Timor Oriental y las islas Salomón), siete fueron en rumbo contrario: República Dominicana, Hungría, Indonesia, Lesoto, Montenegro, Serbia y Sierra Leona.

Dado que tiene uno de los promedios más bajos del mundo de policías en relación a su población (1,4 agentes por cada 1.000 habitantes), China compensa esa carencia con su capacidad en inteligencia artificial, programas espía, procesadores de big data, reconocimiento facial y biométrica. La China Electronics Technology Group Corporation, su mayor compañía de equipos militares, ha creado un laboratorio para desarrollar tecnologías de vigilancia policial. Los documentos de identidad chinos, imprescindibles para trámites administrativos, permiten a la policía centralizar y relacionar información para determinar puntajes de “crédito social”.

Los algoritmos automatizan mecanismos de rastreo menos intrusivos que los que utilizó Nixon en el caso Watergate. Las antenas que barren el espectro electromagnético pueden hackear una conversación privada incriminatoria sin necesidad de pinchar teléfonos ni violar domicilios. Y una vez que la gente interioriza esas amenazas, modifica su comportamiento para evitarse riesgos innecesarios.

 

El virus democrático

Las revueltas de la primavera árabe de 2011, que lograron derribar algunas de las más antiguas dictaduras del mundo árabe en Egipto, Libia, Túnez y Yemen, hubiesen sido imposibles sin las redes sociales. Los autócratas aprendieron la lección. Ahora se mueven como un pez en el agua en el mundo digital.

China ha usado la macrodata (números telefónicos, datos genéticos, historial médico, financiero y penal…) de su población uigur, la etnia musulmana mayoritaria en Xinjiang, para internar a un millón de sus miembros en campos de reeducación. India, China y Rusia han bloqueado en algunas ocasiones el acceso a internet en ciertas regiones. Una vez Irán lo hizo en todo el país.

Según los datos de Wright y Frantz, entre 1946 y 2000 las dictaduras duraban unos 10 años de media. Desde principios de siglo, esa cifra se ha más que duplicado, hasta los 25 años. Entre 2000 y 2017, 37 de las 91 dictaduras que habían durado más de un año se derrumbaron. Las que no cayeron tenían un aparato de represión digital más sofisticado.

Sin embargo, las tecnodictaduras no son inmunes al virus democrático. El Partido Comunista de China (PCCh) ha respetado su parte del contrato social: prosperidad y seguridad a cambio de sumisión. Pero si la incipiente sociedad civil empieza a creer que el PCCh no cumple el pacto, su lealtad podría desvanecerse.

En Etiopía, las protestas que comenzaron en 2016 contra la marginación de la etnia oromo se convirtieron pronto en un movimiento de demanda de derechos políticos. En 2018, el régimen se desplomó y el nuevo primer ministro, Abiy Ahmed, premio Nobel de la Paz de 2019, liberalizó el régimen. En Sudán, las protestas por el aumento del precio del pan y los combustibles de 2018 terminaron derrocando a Omar al Bashir, que gobernaba con mano de hierro desde 1989 y que ahora espera su entrega a la Corte Penal Internacional. En Argelia sucedió algo similar con Abdelaziz Buteflika y en Zimbabaue con Robert Mugabe. En Armenia, las protestas forzaron la renuncia del presidente Serzh Sargsyan y el desmantelamiento del sistema de “autoritarismo blando” postsoviético.

Según los datos del Mass Mobilization Project, entre 2000 y 2017 el 60% de las dictaduras mundiales afrontaron algún tipo de protesta social. En ese periodo cayeron 10 autocracias, el 23% de 44 regímenes autoritarios. Otros 19 perdieron el poder en elecciones convocadas tras masivas campañas de protesta.

Históricamente, los golpes militares han representado la mayor amenaza a las dictaduras. Entre 1946 y 2000 derrocaron casi a una tercera parte de las 198 regímenes que cayeron en ese periodo. Las protestas solo al 16%. En el siglo XXI, la relación es casi la inversa: los golpes hicieron caer al 9% de las dictaduras y los movimientos sociales ,al 18%, incluidas las de Burkina Faso, Georgia y Kirgistán y las de la primavera árabe.

 

Cisnes negros

La serie de HBO sobre la catástrofe de 1986 en la central nuclear de Chernóbil fue un éxito mundial, entre otras cosas, por el asunto medular sobre el que giraba la trama: la mentira como instrumento político. La institucionalización de la mentira terminó destruyó la confianza pública en el Estado soviético. Pocos años después, cayó el muro de Berlín y la propia Unión Soviética desapareció por la densa capa de mentiras y falsedades con las que el comité central del PCUS envolvió el accidente.

La propaganda política sirve de poco cuando se enfrenta a fuerzas ciegas de la naturaleza como las partículas atómicas, las reacciones químicas o epidemias como las del coronavirus covid-19. Según escribe David Ignatius en The Washington Post, el régimen chino está viviendo hoy su propio “momento Chernóbil”, librando una guerra en dos frentes: contra el virus mismo y contra la verdad. Frente a todas las evidencias en sentido contrario, Zhong Nanshan, experto y portavoz oficioso de Pekín sobre la epidemia, ha negado que el virus haya tenido origen en China.

 

 

Pero la verdad es obstinada. Las draconianas cuarentenas han frenado el avance de la enfermedad pero pagando un precio –social y económico– que puede resultar prohibitivo. El propio presidente chino, Xi Jinping, se ha referido al “virus demoníaco” como un “cisne negro”. En una entrevista en Der Spiegel, el economista Nouriel Roubini, que predijo la crisis financiera de 2008, anticipa que la crisis hará que China crezca este año solo entre un 2,5% y un 4%, lo que provocará una recesión global y una caída del 30-40% de las bolsas mundiales.

Solo el tiempo dirá si el daño es irreparable o no. Antes de la caída del muro de Berlín, muchos creían que el totalitarismo era un hechizo malévolo imbatible. Pero nunca hubo un embrujo real. Todo el andamiaje se basaba en el miedo.

En 2017, el Congreso del PCCh concedió a Xi siete títulos, entre ellos los de “servidor de la felicidad del pueblo” y “arquitecto de la modernización de la nueva era”. Pero al basarse en una extrema centralización del poder, el menor error de cálculo puede tener consecuencias devastadoras para el sistema. “Cada mentira que contamos incurre en una deuda con la verdad. Y tarde o temprano esa deuda se paga”, dice en la serie Chernóbil antes de suicidarse el personaje de Valeri Legásov, el ingeniero nuclear héroe de la historia.

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