Un hombre se manifiesta en Lima en apoyo del presidente Martín Vizcarra el 3 de octubre de 2019/GETTY

¿Cuándo se ‘desjodió’ el Perú?

En medio de la marea de protestas y movilizaciones que han sacudido a Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia en los últimos meses, Perú se ha mantenido en calma pese a su larga y continua historia de conflictos.
Luis Esteban G. Manrique
 |  8 de enero de 2020

La dividida entraña del Perú se ha volcado en un torrente, los segmentos en los que estaba dividido han empezado a romper las barreras. Despidan en mí a un tiempo del Perú”. José María Arguedas, al recibir el premio Inca Garcilaso de la Vega en 1968, un año antes de suicidarse.

 

La frustración, el desánimo y la falta de esperanza eran hasta hace poco una de las señas de identidad más visibles de los peruanos y de la visión que tienen sus escritores de su propio país, en el que lo único permanente parece lo provisional. En 1980, al final del último ciclo militar, Luis Pásara ubicó la “extendida sensación de derrota” que reina entre los peruanos en el carácter sísmico de un país que periódicamente se derrumba sin que quede huella de lo que creyó haber construido. En la mitología andina, el universo mismo es un caos lleno de fuerzas destructoras: tempestades, rayos, huaycos (avalanchas)…

El escudo nacional representa al reino animal con la vicuña, al vegetal con la quina y al mineral con la cornucopia, símbolo de la abundancia. Sin embargo, el país andino, que tiene una de las geografías más ásperas y difíciles del globo, es uno de los de menor proporción de áreas cultivables por habitante.

“¿Cuándo se jodió el Perú?”, la pregunta que Mario Vargas Llosa puso en boca de su alter ego ficticio en la célebre frase inicial de Conversación en la Catedral (1969), refleja la obsesión nacional con el origen de sus frustraciones colectivas.

 

Historias paralelas

Sin embargo, en medio de la marea de protestas y movilizaciones que han sacudido a Ecuador, Chile, Bolivia y Colombia en los últimos meses, Perú se ha mantenido en calma pese a su larga y continua historia de conflictos.

La guerra milenarista de Sendero Luminoso y la lucha antisubversiva se cobraron unas 70.000 vidas entre 1980 y 1995. Cuando en el año 2000 Alberto Fujimori quiso hacerse reelegir fraudulentamente, las masivas manifestaciones de “los cuatro suyos” derribaron el régimen. Fujimori renunció por fax desde Tokio.

Según los sondeos del Latinobarómetro, la confianza de que vendrán tiempos mejores en la economía está en su punto más bajo de los últimos 23 años en la región. Aparentemente, en Chile había menos probabilidades de que ocurriera lo que está pasando: protestas de nivel inusitado que cuestionan el carácter excluyente del orden social y político. Intentar contestar a la pregunta de por qué no sucede algo similar en Perú se ha convertido en un deporte nacional.

Algunas explicaciones son plausibles y otras absurdas o intrigantes, pero todas se complementan y alimentan entre sí. En 1955, el escritor y viajero italiano Carlo Coccioli atribuyó al aire “bien tempere” la peculiar psicología de sus habitantes: “El pueblo es igual a la noche de Lima: suave. No se violenta”.

En Lima la horrible (1964), Sebastián Salazar Bondy señaló que los “tibios odios y blandos amores” de los limeños nunca detonan colectivamente sino que se resuelven “como locura, suicidio o venganza personal”. Si la capital peruana nació por azar, conjetura, quizá el azar sea su deidad tutelar.

 

Dos espejos deformes

La teoría más recurrida en la prensa peruana es simple: la informalidad (70% de la fuerza laboral) mantiene a buena parte de la población al margen de cargas tributarias. En Chile, escribe Jaime de Althaus en El Comercio, la formalidad del sistema (70%) somete a la gente a rigores que se pueden hacer insoportables cuando los ingresos se estancan o bajan y las deudas aumentan.

En Perú, en cambio, son pocos los que pagan impuestos directos o reciben pensiones (40%). La economía sumergida mueve el 20% del PIB. Así, no habría nada que reclamar al Estado. Y dado que no hay demandas comunes contra un Estado con el que no se tienen relaciones, no es posible agregar intereses.

Debido a que la inflación ronda el 2,5% desde hace años, los precios de los alimentos y los combustibles, que no se subsidian desde el fujishock de 1990, casi no suben. El Cairo y Lima, con sus casi 10 millones se habitantes, son las ciudades más populosas del mundo levantadas sobre un desierto. Pero los antiguos invasores de los arenales desérticos que rodean la ciudad son hoy propietarios y vecinos de bulliciosos barrios populares sembrados de mega-centros comerciales de cadenas chilenas como Saga, Fallabela o Ripley.

 

Los frutos del crecimiento

En los últimos 20 años, la economía peruana creció a una media anual del 5%, frente al 2,7% de la región. Una vez que encontró el rumbo correcto, nunca más apagó los motores. En 1980, la renta per cápita era de 500 dólares y la pobreza rondaba el 61%. En 1995 subió a 890. En 2009 era de 4.200 y en 2017, de 6.541.

En 2018, solo el 18% de los peruanos era pobre, entre otras cosas porque el PIB se ha triplicado desde 1990. Incluso en 2009, con sus vecinos en recesión, Perú creció un 1%. Lo mismo pasa con el déficit (2,5%) y la deuda pública (26,1%), jinetes del Apocalipsis en la vecina Argentina. Las reservas de divisas superan los 68.000 millones de dólares (35%).

El aeropuerto Jorge Chávez de Lima recibió en 2019 más de 23 millones de pasajeros, frente a los 10 millones de hace una década. El país ha duplicado el número de llegadas de turistas en los últimos 10 años, hasta los 4,4 millones en 2018. Con sede en Santiago, Latam Airlines Group usa Lima como hub.

No importa si un presidente renuncia por fax, otro se escapa a Estados Unidos y otro dimite antes de ser destituido por el Congreso. Los juegos de poder y las veleidades de la clase política han dejado de llevar al caos económico. El país tiene acuerdos comerciales con EEUU, la Unión Europea, China y Japón y sus socios de la Alianza del Pacífico (México, Colombia y Chile), un punto sobre el que hay un amplio consenso político.

En una entrevista que concedió a El Comercio después de que el pasado de 30 septiembre el presidente, Martín Vizcarra, disolviera el Congreso para terminar con el bloqueo político de la mayoría fujimorista, el propio Mario Vargas Llosa reconoció que su país estaba “desjodiéndose”.

 

Los frutos de la justicia

Con tres expresidentes (Fujimori, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuzcynski) en la cárcel, en arresto domiciliario o esperando juicio, el suicidio de otro (Alan García) y la fuga de otro más (Alejandro Toledo), la acción de la justicia ha servido de válvula de escape. Las percepciones crean sus propias realidades, sobre todo en sociedades llenas de códigos no escritos como la peruana.

Émile Durkheim sostenía que todo fenómeno social que es percibido como real debe ser tratado como tal. La corrupción parece ser lo único (96%) que interesa a los peruanos. No parecen equivocarse. John Rawls creía que solo una sociedad que tiene una idea común y pública de la justicia puede ser ordenada.

En el Congreso disuelto, la mayoría fujimorista se había dedicado a encubrir corruptos, traficar con influencias y censurar ministros sin motivo alguno. El hecho de que el dólar bajara y la bolsa de Lima subiera al día siguiente de que Vizcarra disolviera el Congreso alegando que los fujimoristas habían censurado por segunda vez un gabinete, lo que le autorizaba legalmente a convocar elecciones legislativas anticipadas, reflejó la indiferencia con la que recibieron los mercados las denuncias opositoras de que se había perpetrado un golpe de Estado.

El fujimorismo demostró ser un tigre de papel. En las calles nadie salió a defender a los parlamentarios defenestrados. No resulta extraño. Según datos oficiales, hay más de 1.200 obras paralizadas por valor de casi 6.000 millones de dólares por las irregularidades en su concesión.

Durante el fujimorato, el Estado se convirtió en una organización delictiva. Según Corrupt circles, un estudio de 2008 del Woodrow Wilson Center de Washington, entre 1990 y 2000 la media anual de los costes de la corrupción osciló entre los 1.400 y 2.000 millones de dólares.

Keiko Fujimori, hija de Alberto y candidata a la presidencia en 2011 y 2016, que perdió por el 0,22% de los votos frente a Kuzcynski, figuraba en las listas de la oficina de “operaciones estructuradas”, el departamento de sobornos de la constructora brasileña Odebrecht.

La carretera Interocéanica Norte y los dos tramos de la IIRSA Sur, ambas concedidas a Odebrecht, fueron las obras más sobrevaloradas de todo el escándalo Lava Jato en el país andino. Solo el tramo dos tuvo un sobrecoste del 149%. Gracias a 22 adendas, las tres vías terminaron costando 934 millones de dólares más de lo programado. Nueve de esas adendas se firmaron mientras Kuczysnki fue primer ministro de Toledo (2011-16).

 

La derrota del derrotismo

Sendero Luminoso, por otra parte, ha vacunado al país contra tentaciones extremistas. En los años ochenta, cuando en el Alto Huallaga se producía el 60% de la hoja de coca del mundo, Abimael Guzmán, un oscuro profesor universitario de filosofía, logró convencer a miles de fanáticos que él era la “cuarta espada” de la revolución comunista mundial, después de Lenin, Stalin y Mao.

A la plaga de la violencia se sumó la de la hiperinflación. Entre 1975 y 1985, el sol se devaluó el 27.678%, una velocidad de caída nunca antes vista en la historia monetaria peruana. Y aún vendría lo peor. Entre 1985 y 1990, durante el primer gobierno de García, la devaluación del inti (1.000.000%) superó a la acumulada en los 55 años de la historia del sol.

Entre 1988 y 1990, el gasto público cayó un 79% y la recaudación tributaria un 73%. Los grandes perdedores fueron ahorradores, asalariados y pensionistas. El crédito hipotecario desapareció.

 

Dos autoritarismos

El fujimorismo y el velasquismo fueron los regímenes autoritarios que cambiaron al país. La reforma agraria del general Juan Velasco Alvarado (1968-75) liquidó el servilismo campesino en los Andes y estatizó la economía nacional. No es casual que La revolución y la tierra, un documental sobre los años de Velasco dirigido por Gonzalo Benavente (Lima, 1982), haya sido una de las películas más taquilleras de 2019. El régimen militar destruyó las bases materiales del antiguo poder oligárquico: las haciendas y la servidumbre, que hacían que la riqueza fuera la opulencia de unos pocos construida sobre la miseria de muchos.

Hugo Chávez llegó a aprenderse de memoria algunos discursos completos de Velasco, al que conoció en 1974 cuando era un cadete de la escuela militar de Caracas. Fujimori, al aplicar las políticas del consenso de Washington, deshizo el legado velasquista de raíz. Los funerales del inti en 1991 fueron por ello los de toda una época. En diciembre de 1992, el gobierno de Fujimori blindó con una ley orgánica la independencia del BCR, el banco central.

El fin de los controles de precios incluyó también el del dinero. En 1995, cuando la inflación fue del 11%, Fujimori fue reelegido con el 65% de los votos. En 1997, por primera vez desde 1973, la inflación bajó de dos dígitos. Desde 1999, salvo en un año, la tasa ha estado por debajo del 5%.

 

El lado oscuro

El lado oscuro del modelo que ha acabado con el déficit de autoestima que parecía inscrito en el ADN peruano es el oscuro origen –tráfico de cocaína, la mayor exportación del país, minería aurífera ilegal, contrabando…– de muchos de los dólares que circulan en el país y que hacen muy difícil determinar el volumen real del PIB, porque la propia existencia física de bienes fáciles de desplazar y ocultar no se puede constatar.

El país sigue siendo básicamente un exportador de metales –cobre, plata, zinc, hierro…–, cuya extracción crea constantes fricciones entre las compañías mineras y las comunidades rurales. El extractivismo es por ello el talón de Aquiles de la economía peruana. El 54% de la variación del crecimiento económico se explica por factores externos y el precio de las materias primas.

Según la Asociación de Exportadores, Perú pierde alrededor de 155.000 hectáreas de bosques al año. El 95% de esa deforestación se debe al avance de la frontera agrícola, la minería ilegal y el cultivo ilegal de hoja de coca.

Dos siglos han forjado los ligámenes, cuerdas y velas de la nave del Estado peruano. En las elecciones de 2021, año del bicentenario, el navío tendrá que encontrar el capitán y la tripulación adecuados para guiarlo. Todo depende ahora de quienes los elijan.

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