El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y el presidente ruso, Vladimir Putin, se saludan durante su reunión en el Kremlin en Moscú el 4 de abril de 2019/ ALEXANDER ZEMLIANICHENKO/ GETTY

‘Iliberalismo’, la última tentación de Israel

Luis Esteban G. Manrique
 |  18 de marzo de 2020

En la reciente campaña electoral israelí, la tercera en un año, la propaganda política de Benjamin Netanyahu, primer ministro en funciones desde diciembre de 2018, cubrió el país desde Haifa a Eliat con carteles en los que aparecía saludando efusivamente a personajes como Donald Trump, Vladímir Putin y Narendra Modi.

El texto en hebreo al pie de las fotos no dejaba dudas sobre la intención del mensaje: “En una liga diferente”. Netanyahu se ha hecho amigo de todos los hombres fuertes con los que se ha cruzado, entre ellos notorios nacionalistas de derechas como el húngaro Víktor Orbán y el polaco Jaroslaw Kaczyinski, que alientan todo tipo de versiones negacionistas sobre el papel de sus naciones en el Holocausto. Desde hace años, la gestión del puerto de Haifa, que recibe visitas habituales de la VI Flota, está en manos de una compañía naviera china.

El presidente egipcio, Abdelfatah Al Sisi, y el príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salman, le deben también muchos favores a Netanyahu por sus discretas gestiones mediadoras ante la Casa Blanca.

Yoram Hazony, ideólogo de cabecera del primer ministro, sostiene en The virtue of nationalism (2018) que el futuro pertenece a los Estados-naciones y no a “imperios liberales” como Estados Unidos o la Unión Europea, y que Israel debe solidarizarse con los que llama “últimos bastiones de la resistencia contra el liberalismo universal”.

En recepciones diplomáticas, cuando era embajador en Washington, Michael Oren solía decir que cuanto más desunida estuviese Europa, mejor para Israel. Avi Gil, otro miembro del núcleo duro del Likud, ha escrito que el orden liberal diseñado en Bretton Woods y la conferencia de San Francisco de 1945 que redactó la carta fundacional de la ONU ha sido una “bendición a medias” para el Estado judío, por lo que su ruptura podría brindarle “nuevas oportunidades”.

 

Sionismo de derechas

En su Historia del sionismo (2003), Walter Laqueur ya observó que el llamado “revisionismo sionista” de Zeev Jabotinsky y Menachem Begin era un nacionalismo de derechas que poco tenía que ver con la tradición liberal de la Ilustración. De hecho, la llamada “ley del Estado judío” que la Knesset aprobó en julio de 2018 dice, entre otras cosas, que en Israel solo el “pueblo judío” puede ejercer el derecho a la autodeterminación nacional, una pretensión ajena a los principios de la declaración de independencia (הכרזת העצמאות), que garantiza la “completa igualdad de derechos” a sus habitantes sea cual sea su religión, raza o sexo.

Gil sugiere que un orden mundial menos sensible a los derechos humanos facilitaría las medidas unilaterales israelíes en los Territorios Ocupados. Tras un encuentro con Orban, el propio Netanyahu dijo que Putin y Modi y los chinos le habían dicho que ellos ya bastante tienen con los problemas de sus países y que solo la UE insistía en ese tipo de asuntos.

En su columna en Haaretz, Gideon Levy advierte de que el plan de paz presentado por Trump y Netanyahu en Washington el 7 de febrero crea un “nuevo Israel”, pero también “un nuevo mundo, sin Derecho Internacional y ni siquiera una apariencia de justicia”. Así, no resulta extraño que la actual derecha nacional-populista europea, olvidando su pasado antisemita, haya encontrado en el pequeño Estado judío un modelo de nacionalismo sin complejos ni veleidades liberales.

 

Judea y Samaria

Ahora, cuando se ve tentado como nunca antes desde la Guerra de los Seis Días a anexionarse el valle del Jordán y una tercera parte de “Judea y Samaria” –los nombres hebreos de Cisjordania–, una postura que también apoya Benny Gantz, líder de la coalición Kahol Laban, Israel también se suma al irredentismo que la anexión rusa de Crimea de 2104 ha puesto en boga en muchas partes del mundo.

Un 80% de los judíos israelíes apoya la anexión de Maale Adumim, hoy casi un suburbio de Jerusalén. Israel no está solo. Según un sondeo de Pew, el 67% de los húngaros, el 60% de los griegos, el 58% de los búlgaros y los turcos, el 53% de los rusos y el 48% de los polacos creen que países vecinos poseen territorios que pertenecen a sus naciones. El 37% de los españoles, el 36% de los italianos y el 30% de los alemanes opinan lo mismo.

El exprimer ministro sueco Carl Bildt advierte de que como las fronteras europeas fueron “trazadas con sangre”, cambiarlas las hará sangrar otra vez. Reino Unido fue a la guerra contra Argentina en 1982, y la coalición internacional de la ONU contra Irak en 1991 para defender, entre otras cosas, el principio de que una anexión unilateral es inadmisible.

Sin embargo, en noviembre de 2019, el secretario de Estado de EEUU, Mike Pompeo, dijo que Washington ya no considera ilegales los asentamientos judíos en Cisjordania, revirtiendo con ello una postura que administraciones republicanas y demócratas habían mantenido durante décadas. Alon Liel, exembajador israelí en Suráfrica, ha calificado el plan de paz pergeñado por Jared Kushner, yerno de Trump, como “una versión millennial del apartheid”.

 

A la luz de la justicia

Pero la deriva iliberal tiene un precio. Y muy alto. En un debate de las primarias demócratas, el senador Bernie Sanders, judío ashkenazi que de joven vivió en un kibutz de Galilea, tildó a Netanyahu de “racista reaccionario”. Según una encuesta de Pew de 2018, el 77% de los judíos israelíes tiene una buena opinión de Trump. En EEUU, en cambio, el 74% de los judíos, abrumadoramente demócratas desde los tiempos del New Deal, dice que votaría a Sanders para librarse de Trump.

Israel ignora a su cuenta y riesgo la orfandad a la que puede llevar el sionismo de extrema derecha. Washington reconoció la independencia israelí 11 minutos después de que se declarara. Durante la guerra de Yom Kippur en 1973, la comunidad judía de EEUU envió a Israel 1.800 millones de dólares, unos 10.500 millones al valor actual.

Irán es una amenaza para EEUU en la medida que lo es para Israel. Durante la guerra fría, George Marshall, George Kennan y Dean Acheson nunca dejaron de creer que no tenía mucho sentido enemistarse con millones de árabes por unos pocos centenares de miles de judíos que vivían a 10.000 de kilómetros de Nueva York. Harry Truman decía, con razón, que su decisión de reconocer a Israel la tomó a la “luz de la justicia y no a la del petróleo”.

En The Washington Post, Robert Kagan, de fama neocon, sostiene que sin el internacionalismo de la Carta Atlántica que Franklin Roosevelt y Winston Churchill firmaron el 14 de agosto de 1941 en la cubierta del USS Augusta, Israel no habría renacido de sus cenizas 2.000 años después.

El propio David ben Gurion, recuerda Kagan, escribió que el nuevo Estado debía su existencia a una serie de “circunstancias fortuitas” como el declive del imperio Británico y el ascenso de EEUU. En 1967, Charles de Gaulle dijo, por ejemplo, que Francia no iba a poner en riesgo sus relaciones con el mundo árabe por una “simpatía superficial” de la opinión pública con un “pequeño país con una triste historia”.

El exasesor de seguridad nacional de Trump, H. R. McMaster, declaró que no existía una “comunidad internacional” sino solo “un ruedo en el que las naciones compiten”. Kagan escribe que pese a toda su fuerza militar y económica, en ese sistema multipolar Israel sería solo un “ratón rodeado de elefantes”.

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