Un miembro de las fuerzas armadas brasileñas, durante la operación en la favela de Vila Kennedy, en Río de Janeiro (Brasil), el 7 de marzo de 2018. GETTY

Intervención militar, mercados criminales y DDHH en Brasil

Andrés del Río y André Rodrigues
 |  4 de octubre de 2018

El problema de la seguridad pública ayuda a comprender aspectos centrales de la fragilidad democrática brasileña. En primer lugar, ilustra la manifestación más patente de las pulsiones autoritarias de Brasil: el lugar siempre desfavorable en el que se encuentran las clases populares. Las violencia homicida afectan principalmente a los hogares de las personas más pobres en las ciudades brasileñas y tiene como víctima principal a los jóvenes negros. Es por ello que la agenda de seguridad en Brasil puede ser pensada como la expresión más acabada de nuestras contradicciones entre clases y desigualdades sociales. No se trata, pues, de una cuestión técnica o econométrica, sino de un problema político.

En segundo lugar, hay que destacar que las muertes provocadas por agentes del Estado son responsables de una parte inadmisible de los homicidios. Amnistía Internacional registró que en la ciudad de Río de Janeiro los policías fueron autores del 21% de los homicidios en 2010, cayendo esa proporción al 15% en 2014 –un nivel todavía altísimo–. En 2017, las fuerzas policiales mataron a 1.127 personas. Como en otros casos de muertes perpetradas por las policías, no hay garantías de que esos homicidios resultasen de un uso legal y proporcional de la fuerza. Al contrario: esa ola de letalidad policial, con respaldo del Estado, indica un patrón de actuación policial al margen de la ley.

Por último, es necesario que los homicidios se dejen de considerar como consecuencia de otras formas de criminalidad. Los mercados criminales necesitan las muertes como balizadores de sus operaciones. Para participar en redes delictivas basadas en el control territorial de áreas populares de las ciudades brasileñas, los grupos criminales necesitan recurrir a la muerte como factor de afirmación de su poder. La violencia ilegal perpetrada por el Estado no se contrapone, por lo tanto, al crimen: participa de los mismos mercados, en una red criminal que penetra las estructuras estatales.

Hay tres grandes redes criminales que son las principales operadoras de violencia en Brasil. Todas ellas se alimentan de la actuación del Estado, sea por el empleo de políticas inocuas o por prácticas ilegales de agentes públicos: el tráfico de armas y drogas, comandado a partir del sistema penitenciario y de barrios de clase alta de las capitales del país; grupos de exterminio y milicias, en colusión con poderes políticos y policiales en las tres esferas federales; y la violencia en el ambiente rural, movido por el agronegocio y que también tiene incidencia en los círculos de armas y drogas en las zonas fronterizas.

Así las cosas, está en curso en Río de Janeiro una intervención federal militarizada, que ha provocado una hipermobilización de contingentes policiales y fuerzas armadas en operaciones represivas con bajo empleo de trabajo investigativo e inteligencia. La intervención produce un gasto público exacerbado, con una previsión presupuestaria que equivale a la de un pequeño ministerio, y exhibe resultados contraproducentes, como una exacerbación de la violencia en el estado de Río de Janeiro.

La dimensión más grave de cara a los efectos de corrosión democrática están en el estado de excepción institucional de la intervención. De febrero a julio de 2018, 736 personas murieron a manos de la policía. Hasta mediados de agosto, la intervención federal contabilizó 2617 homicidios. El número más preocupante tal vez sea la ocurrencia de 31 masacres en el período, con 130 muertos, a menudo en el contexto de operaciones policiales en favelas.

En este proceso, un dato importante es la sanción de la Ley 13.491/17, en octubre de 2017. Además de poner en jaque la aplicación del mecanismo para operaciones de combate al tráfico de drogas, reveló los efectos de dicha ley, que ampliaba competencias de la Justicia Militar Federal. Sancionada por el presidente Michel Temer, la legislación alteró el concepto de crimen militar para abarcar el homicidio doloso perpetrados por militares de las Fuerzas Armadas contra civiles. Con el cambio, la policía civil no tiene atribuciones para investigar a soldados que matan en ejercicio de sus funciones, incluyendo la de garantizar el orden público en Río. Las investigaciones y el juicio de los crímenes –antes sometidos a un jurado– se quedaron, desde entonces, en la esfera militar. Una dinámica especialmente preocupante atendiendo a las declaraciones de Walter Souza Braga Netto, jefe máximo de seguridad pública en la región: “Río de Janeiro es un laboratorio para Brasil”.

 

Una constelación jurídica autoritaria

La Ley nº 13.491/2017 no es la única que se opone a la jurisprudencia ya consolidada de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Existe un proceso de fortalecimiento de la impunidad a través de una constelación de leyes. La Ley nº. 352/2017, presentada al Senado Federal, altera el Código Penal brasileño para presumir legítima defensa cuando un agente de seguridad pública mata o lesiona a quien porta ilegal y ostensiblemente armas de fuego de uso restringido. Con el mismo objetivo, están en tramitación en la Cámara de Diputados dos proyectos de ley que proponen el establecimiento de nuevas causas de exclusión de ilicitud y culpabilidad en la legislación penal brasileña para los agentes públicos involucrados en intervenciones federales.

El escenario brasileño de aumento de la violencia, impunidad y pobreza produce más muerte e ilegalidad en un proceso de consolidación del autoritarismo. Es tarea de todos mantener vivo el debate y traer cuestiones que están tratando de ser calladas. Las denuncias presentadas ante la Comisión Interamericana son una muestra que distintos sectores de la sociedad todavía están luchando por lo que queda de la democracia en Brasil.

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