La transformación de la democracia

Manuel Antonio Garretón
 |  13 de julio de 2015

A la salida de las dictaduras, las sociedades latinoamericanas, junto con la tarea de completar la democratización política y consolidar las nacientes democracias, debieron afrontar el desafío de reconstituir las relaciones entre Estado y sociedad. Estas habían sido afectadas tanto por las dictaduras y los acuerdos de transición como por los procesos de globalización, las reformas neoliberales, las transformaciones culturales y la emergencia de nuevos actores; entre ellos, una nueva ciudadanía con nuevas aspiraciones y demandas de representación.

Pese a que México no había experimentado una dictadura militar como las del Cono Sur, el movimiento surgido en Chiapas en 1994, a la vez democrático, extrainstitucional, antineoliberal, étnico, alter-globalización, fue una clara manifestación de esas aspiraciones. Si bien no logró sus metas, mostró el rasgo fundamental que caracterizaría los procesos de los próximos años y que culminaron en gobiernos de izquierda en varias sociedades.

No puede entenderse la situación de las democracias latinoamericanas fuera de ese contexto, de un proceso refundacional de las relaciones entre Estado y sociedad, cuyo sentido fundamental era apartarse de las políticas neoliberales y resolver el problema de la desigualdad. Se trataba en cierto modo de un salto que las transiciones no habían logrado realizar. Los procesos y asambleas constituyentes fueron el modo principal de dar este salto, que implicaba la construcción no solo de una nueva institucionalidad democrática, sino la generación de un nuevo demos o sujeto político social.

En algunos casos, la recomposición de las relaciones entre Estado y sociedad se hizo a través de la forma tradicional de partidos políticos representativos. En otros, ante el colapso de los partidos, las apelaciones a la sociedad y actores sociales, se valió de liderazgos personales. Otros combinaron movimientos sociales –a veces de tipo étnico–, nuevos partidos y liderazgos personales. Otros vivieron en determinado momento un círculo virtuoso entre liderazgo, partido, movimiento social y Estado con políticas públicas redistributivas. Prácticamente todos realizaron tales cambios refundacionales a través de asambleas constituyentes y muchos ensayaron fórmulas nuevas de democracia participativa. Prácticamente ninguno realizó transformaciones sustanciales en el modelo productivo, limitándose a aprovechar la favorable coyuntura internacional. Varios de estos países experimentan hoy un retroceso o una descomposición del modelo Estado/sociedad que intentaron. Bolivia es, sin duda, el caso más exitoso.

En los países donde no se dio este salto ni procesos constituyentes, se experimenta hoy una crisis igual o más grave que la de algunos de los que lo intentaron, debido a la pérdida de legitimidad de sus instituciones y a la ruptura de relación entre política y sociedad.

Tanto el fenómeno de la corrupción como el de las movilizaciones que desafían las instituciones muestran que la cuestión no es básicamente un déficit democrático o la existencia de democracias de baja intensidad o de tipo delegativo. Se trata de una cuestión más profunda, que tiene que ver con lo que se ha llamado mutación o transformación de la democracia, o un cambio de época en la que democracia y república se disocian, y lo político deja de identificarse con la política, y ni las instituciones ni los partidos resuelven el problema de la representación. Al mismo tiempo, sujetos y actores sociales se expresan solo parcialmente a través de las instituciones, generando nuevas formas  de autorrepresentación.

La prensa y los medios de comunicación, una de las instituciones identificadas con la democracia desde sus orígenes, constituyen ahora un poder fáctico en la sociedad, habiendo dejado de ser el espacio deliberativo, como lo muestran los grandes consorcios mediáticos privados, que encarnan falsamente la libertad de prensa mientras violan permanentemente el derecho a la información y la libertad de expresión. Al igual que en este campo, el problema de la democracia en Latinoamérica es mucho menos la amenaza del Estado que su desaparición como espacio y referente de la acción colectiva y actor dirigente, al caer en manos de los poderes económicos y mediáticos, transnacionales y nacionales. La democracia, aunque funcione perfectamente, deja de ser  la forma de organización y distribución del poder político, porque este se halla en otra parte.

Los procesos electorales, más que definir la distribución del poder, aparecen como mecanismos de protesta y, más que decidir sobre cómo se resuelven los problemas, son mecanismos para mostrarlos y denunciarlos. Las instituciones judiciales reemplazan las políticamente representativas. Es decir, la gran cuestión no es la inexistencia de instituciones sino su mutación respecto de sus funciones clásicas según la teoría democrática. El concepto de ciudadanía, al que se recurre paradójicamente en contra de las instituciones y los partidos, estalla y ya no expresa solamente al sujeto de derecho frente el Estado, sino que toda actividad humana, incluido el consumo, tiende a confundirse con la idea de ciudadanía. El problema de la democracia no es su calidad, como argumentan muchos, sino su relevancia.

De modo que para contestar la pregunta por el tipo de democracia en América Latina, hay que reconocer que la democracia no se da aisladamente de otros procesos. Es indispensable preguntarse sobre todo por la sociedad que se está construyendo y por las dinámicas económicas, sociales o culturales que han fortalecido o debilitado la única condición material indispensable para que haya una democracia, la existencia de una polis, y la única condición simbólica para ello, la existencia de un ethos colectivo. Los países que recompusieron la polis y el ethos colectivo en torno al Estado multinacional, por ejemplo, hoy muestran estabilidad, calidad democrática e implicación de la sociedad en la política. Cuando la polis, como espacio de deliberación y toma de decisiones, y el ethos colectivo –a la vez republicano-liberal, igualitario, comunitario y de autorrealización– desaparecen o se disuelven, fenómenos como la corrupción, entre otros, se hacen evidentes, pero solo como consecuencia del déficit de sociedad y de lo público. Sería un error pensar que la corrupción es la causa de la debilidad democrática y que solo atacándola con leyes y medidas de probidad y transparencia se podrá restablecer la legitimidad de la política y la democracia.

El caso chileno es ilustrativo. En Chile, los índices de probidad y transparencia en los rankings internacionales son relativamente altos, pese a que sus modelos socioeconómico y educativo están basados en la apropiación privada de los bienes públicos y en el predominio del dinero y el mercado sobre lo público y lo estatal, que es precisamente la definición de corrupción. Todo ello, además, está respaldado e institucionalizado por la Constitución heredada de la dictadura. No es de extrañar que la participación electoral sea bastante menor al 50%.

Si no hay una rectificación y profundización del salto a nuevas relaciones entre Estado y sociedad en torno al problema de la igualdad en aquellos países que lo intentaron en la década de 2000, y si los países que no lo dieron entonces no desencadenan procesos constituyentes, es probable que la democracia institucional en América Latina, la representativa y la participativa, siga perdiendo legitimidad y apoyo. Al mismo tiempo se multiplicarán las formas de democracia continua y movilizada, en un diálogo de sordos con las instituciones y la política formales.

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