Perú: cuatro meses de gobierno, un ministro censurado

Luis Pásara
 |  5 de enero de 2017

El 28 de julio de 2016 se instaló en Perú el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, cabeza de un conglomerado dispar que compartía la oposición a la candidata Keiko Fujimori, hija del dictador. El 6 de diciembre el ministro de Educación, Jaime Saavedra, que en las encuestas aparecía como el ministro con mayor aprobación, fue censurado por el Congreso. La decisión no es del todo sorprendente, si tenemos en cuenta que el ejecutivo está en manos de un sector –cuya desestructuración impide llamarlo partido– y el legislativo es controlado por sus adversarios, enconados porque imaginaron que ya tenían todo el poder en sus manos.

Kuczynski ganó la segunda vuelta electoral al obtener el 50,12% de los votos válidos, frente a 49,88% de su rival Fujimori, cuya agrupación política obtuvo, sin embargo, mayoría en el Congreso. Su lista parlamentaria, elegida en la primera vuelta, logró 73 escaños (56% de total) pese a haber obtenido el 24% de los votos emitidos. Que los votos blancos y nulos no cuenten, la adjudicación de puestos esté repartida en circunscripciones y la cifra repartidora resulte entonces todo menos proporcional, explican ese despropósito. Los adversarios de Kuczynski están dispuestos a debilitar al ejecutivo para pavimentar su propio camino hacia el triunfo electoral en 2021.

No importó entonces que las razones para censurar al ministro Saavedra fueran insuficientes o baladíes. Que la funcionaria administrativa a quien se responsabiliza de un manejo sospechoso en la compra de unas computadoras fuera nombrada durante el gobierno de Alberto Fujimori, quien sigue en prisión por corrupción y violaciones de derechos humanos, o que el retraso en las construcciones de locales para los siguientes Juegos Panamericanos tenga o no razones de fuerza mayor. Lo que importaba era dar un mordisco sangriento al gobierno, arrancándole un ministro que tiene logros en la reforma educativa, y hacerle ver que es necesario ser dócil frente a los deseos parlamentarios.

El Parlamento como primer poder del Estado, esa es la idea. Que no es nueva. Fue proclamada por Víctor Raúl Haya de la Torre, luego de que perdiera las elecciones de 1963 frente al entonces reformista Fernando Belaúnde Terry, y que para controlar el parlamento se aliara con el representante menos presentable de la derecha de la época, el general Manuel A. Odría, infatigable perseguidor –entonces ya retirado– de apristas y comunistas cuando manejó el país con mano dura entre 1948 y 1956. Haya, como Keiko Fujimori hoy, también tenía entonces sangre en el ojo, estaba resentido y con deseos de vengarse de la afrenta política de su derrota. Desde la mayoría parlamentaria, la alianza Apra-Odría obstaculizó y vetó, trabó y demoró, y por supuesto… censuró ministros. A Carlos Cueto Fernandini, un brillante ministro de Educación –¿se dice que la historia no se repite?–, el Parlamento lo censuró porque en una respuesta política usó la palabra “semántica”, que sus incultos adversarios desconocían e interpretaron como ofensa.

Precisamente por ese antecedente, y por el temor que tenía Alberto Fujimori de que en un momento dado no pudiese fraguar una elección y el Parlamento le resultase adverso, la Constitución política vigente, aprobada en 1993 durante la dictadura, dispone: “El Presidente de la República está facultado para disolver el Congreso si éste ha censurado o negado su confianza a dos Consejos de Ministros” (artículo 134), y establece: “El Presidente del Consejo de Ministros puede plantear ante el Congreso una cuestión de confianza a nombre del Consejo. Si la confianza le es rehusada, o si es censurado, o si renuncia o es removido por el Presidente de la República, se produce la crisis total del gabinete” (artículo 133). De modo que, ante un Congreso como el que enfrentó Belaúnde Terry en los años sesenta y como el que parece enfrentar Kuczynski ahora, el presidente hoy está constitucionalmente facultado a forzar una censura doble, mediante el planteamiento de cuestiones de confianza y, con dos negativas, proceder a una nueva elección parlamentaria.

Pese a que en las circunstancias actuales no es imaginable que los fujimoristas pudieran reeditar una mayoría parlamentaria en una nueva elección, PPK ha optado por “la vía del diálogo y no la confrontación”. Esto es, atender a una convocatoria del arzobispo de Lima, Juan Luis Cipriani –miembro conspicuo del Opus Dei, público colaborador de Alberto Fujimori durante la dictadura y promotor de su indulto después de su condena, señalado partidario de la candidata Keiko Fujimori en la reciente campaña electoral– para reunirse los tres con la finalidad de buscar la concordia. El 20 de diciembre, la reunión se inició con una oración en la capilla privada del cardenal Cipriani y se extendió durante menos de una hora. Al final, besos, fotos y promesas de trabajar todos por el bien del país. Es decir, nada.

Diversos comentaristas políticos sugirieron en diciembre que PPK debía hacer cuestión de confianza de la censura al ministro Saavedra y poner así en la cuenta la primera de las dos negativas necesarias para convocar a nuevas elecciones. Un sector de los parlamentarios del gobierno era partidario de esa idea. Pero el presidente ha preferido no enfrentar. Quienes lo conocen de cerca aseguran que esa opción no se explica por sus 78 años sino por su carácter. Pero, más allá de estilos y preferencias personales, la vía tomada por PPK aparece objetivamente equivocada. Sus adversarios no quieren llegar a un acuerdo: quieren el poder y pronto. Cuando menos, buscan someter al ejecutivo a sus deseos y si pudieran declarar la vacancia de la presidencia, lo harían; ya lo han insinuado. De modo que, en verdad, no hay entendimiento posible.

Lo que sí es posible es que, aunque la historia se repita, sus lecciones no se aprendan y Perú vuelva a recorrer cinco años de empantanamientos y frustraciones hasta encontrar un desenlace. El primer gobierno de Belaúnde desembocó en octubre de 1968 en la revolución militar del general Juan Velasco Alvarado. No estaría de más tenerlo presente, cuando menos para aprender que la historia casi nunca recorre los caminos que imaginan sus protagonistas.

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