POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 76

La novela de Orwell ha sido una de las más vendidas durante el mandato de Trump, según datos de Amazon. JUSTIN SULLIVAN/GETTY

JOYA DE ARCHIVO: El último hombre de Europa

Hemos convertido '1984' en una advertencia sobre el futuro cuando era, fundamentalmente, un grito contra el presente que vivió Orwell y que estuvo vigente en Europa oriental hasta 1989.
Julio Trujillo
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No fue sólo una gran novela 1984. Su denuncia de un Estado totalitario y controlador de cada aspecto de la vida de sus ciudadanos; que se encarga administrativamente de reescribir el pasado día a día para que las versiones oficiales estuvieran siempre de acuerdo con la verdad del momento político; y cuya maquinaria logra fagocitar toda disidencia, ha sido utilizada como bandera, profecía y arma política. El concepto de “gran hermano” que todo lo ve, castiga y corrige se ha integrado en el lenguaje común sin que muchos conozcan su origen.

Sin embargo, 1984 ha sido objeto de un intento de trampa, de estafa, de hacer pasar el producto por algo distinto que se hiciera más digerible para unos intelectuales que, al no poder negar la realidad de la denuncia y adscritos a esa realidad que Orwell denunciaba, han intentado extender la amenaza de la pesadilla de 1984 a las sociedades democráticas. Este libro se convirtió así en la base para teorizar sobre los peligros a los que podía conducir la televisión, la informática, la capacidad tecnológica de control de los ciudadanos en las sociedades democráticas.

 

1984
George Orwell
Barcelona: Debolsillo, 2020

 

Se puede analizar hasta qué punto estas sociedades han evolucionado en la dirección profetizada por algunos apóstoles de 1984 o en otra más liberadora del individuo. 1984 fue una novela contra el estalinismo o, si se prefiere, contra el socialismo real, el socialismo en el poder con todos los controles estatales en sus manos. La novela no era una ficción imaginada por Orwell para ilustrar unos peligros posibles; era la realidad hecha ficción de lo que en ese momento sucedía en la Unión Soviética y, además, partía de la propia experiencia de Orwell en la guerra civil española.

En diciembre de 1936, tras la polémica que supuso su Road to Wigan Pier –un libro sobre la vida de los mineros y la necesidad de la revolución proletaria– con el laborismo británico, George Orwell decidió tomar las armas y acudir a España a defender la causa revolucionaria, la gran aventura romántica de aquellos años. Pero el autor, heterodoxo en todo, también lo fue en su autorreclutamiento para combatir en España. Llegó a Barcelona de la mano del Partido Laborista Independiente, adscrito al denominado buró de Londres, organización internacional de la que también formaba parte el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), y que se caracterizaba por la crítica abierta al estalinismo y la defensa del Lenin de Las tesis de abril frente al que presentaban Stalin y los suyos.

Así pues, Orwell llegó a una Barcelona ocupada por las organizaciones obreras tras el fracaso del golpe militar de julio de 1936 y fue espectador privilegiado de la campaña del PCE –dirigido por los rusos y entre ellos el delegado Ovsenko, asesinado más tarde por Stalin– contra el POUM y la CNT que no querían plegarse a su poder. Y no se trataba sólo del combate por la ocupación de Telefónica en la plaza de Cataluña o el asalto al hotel Colón, cuartel general del POUM, sino del secuestro, tortura y asesinato de dirigentes y militantes de ese partido, entre ellos Andreu Nin, que había sido secretario de Lenin y Trotski en Moscú y al que se llegó a acusar de agente del general Franco. Cuando a los comunistas se les preguntaba: ¿Dónde esta Nin? Ellos respondían sin parpadear: ¡en Salamanca o en Berlín!, cuando ya estaba enterrado en un lugar desconocido.

Orwell asistió al terror, a la mentira, a la conversión de la interpretación de la historia en arma política y a la justificación de cualquier acción en nombre de los intereses de Moscú. De esa experiencia nació no sólo 1984, escrita en 1948, sino también Rebelión en la granja, otra fábula sobre los sistemas estalinistas, de 1945. Sin embargo, Orwell es para muchos un profeta de los males que acechan a nuestra sociedad desde el desarrollo de los medios de comunicación y de las posibilidades que da a los Estados para el control de sus ciudadanos. De ahí que cualquier debate sobre la televisión, los controles sobre seguridad ciudadana en las calles, un nuevo formato del carnet de identidad o los registros de ciudadanos agrupados en cualquier categoría, acabe por resucitar a Orwell y su libro como vieja profecía de lo que nos acecha.

La famosa denuncia sobre el totalitarismo socialista ha acabado siendo para muchos intelectuales, algunos de ellos “comprensivos” con el estalinismo, una visión del futuro de la sociedad occidental abierta y democrática y, según esos visionarios, en trance de ser devorada por un Estado insaciable, apoyado en la técnica e intrínsecamente perverso. Convirtieron 1984 en una advertencia sobre el futuro cuando era, fundamentalmente, un grito contra el presente que vivió Orwell y que estuvo vigente en Europa oriental hasta 1989.

Veamos si la evolución de las sociedades abiertas va en la dirección temida y tratemos de dilucidar si el futuro apocalíptico que algunos vieron anunciar en 1984 puede aplicarse al Occidente demócrático, a las sociedades que nacieron y se fortalecieron tras la Segunda Guerra mundial, entre la memoria del fascismo derrotado y la amenaza del totalitarismo comunista.

Es cierto que en la primera década tras la última Gran Guerra se dieron fenómenos políticos marcados por tentaciones escasamente liberales en las sociedades democráticas occidentales. En Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, y en la misma Alemania que veía crecer enfrente la mayor amenaza a Occidente, el anticomunismo dio origen a algunos excesos.

En nombre del anticomunismo, de la necesidad de frenar las actividades de los servicios de inteligencia de los países del Este, de propaganda de sus aliados y de evitar el debilitamiento del sistema de libertades, surgieron intentos para poner en marcha mecanismos de recorte de las libertades llevadas al extremo de la “caza de brujas” en Estados Unidos. Pero en ninguno de estos países se llegó a cuestionar el sistema democrático ni a suprimirse los derechos individuales.

No está de más recordar que los ataques a “las limitaciones de la democracia occidental” fue el caballo de batalla de sectores izquierdistas o de compañeros de viaje de éstos, que complementaban sus campañas con actos de solidaridad con la Unión Soviética, primero, y Cuba y las guerrillas latinoamericanas más tarde. Este carácter de críticos de las carencias democráticas por parte de los defensores del totalitarismo oscureció no poco las luchas de sectores liberales contra los excesos del sistema y favoreció al mismo tiempo las propias campañas anticomunistas que presentaban a estos críticos como integrantes de la Quinta Columna de los intereses soviéticos en Occidente. Esta contradicción sigue presente en algunas polémicas actuales.

Una de las características más destacadas de lo que se conoce como modernidad es el enorme desarrollo que, tras la Segunda Guerra mundial, se produjo en los medios de comunicación, la electrónica y, posteriormente, la informática. Esos tres campos confluyen en uno solo, provocando un profundo cambio en las formas de comunicarse, de relacionarse, de consumir, trabajar y producir.

Los comienzos de este fenómeno dieron lugar a una interesante producción intelectual orwelliana sobre cómo el Estado crecía a través de los medios de comunicación, aumentaba la capacidad de control de los ciudadanos y se extendía sin límites el poder de los gobiernos para controlar, modelar, orientar y disciplinar a los ciudadanos.

Buena parte de las críticas al sistema democrático que se extendieron en los años sesenta y setenta se asentaban en esa teoría de ensanchamiento del Estado, de la tendencia a “policializar” la vida diaria, a controlar a los ciudadanos a partir de las nuevas tecnologías, de la existencia de un proyecto occidental de poner un “gran hermano” en medio de nuestras vidas.

Con estos argumentos se construyeron teorías apocalípticas, planteamientos deslegitimadores de todos los poderes del Estado, denuncias sobre el retorno del fascismo disfrazado de demócrata y elaboraciones sobre la perversión de las sociedades occidentales que estuvieron en el arsenal ideológico de grupos terroristas como las Brigadas Rojas en Italia y la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, así como en los discursos de intelectuales que siguen interpretando la historia como una gran operación de conspiración de poderes ocultos, situados siempre en la cúspide de las sociedades democráticas o de las grandes empresas.

Sin embargo, las nuevas tecnologías no suponen en realidad una mayor capacidad de control de los ciudadanos. Al contrario, la aparición de fenómenos como Internet, o el desarrollo de la transmisión de voz y datos por todo el mundo a partir de teléfonos vía satélite y demás, están suponiendo en la práctica una expansión de las libertades individuales y crecientes dificultades para los Estados, a la hora de controlar las actividades privadas de los ciudadanos cuando esto es necesario, por ejemplo en la lucha contra la criminalidad que utiliza esas redes.

Además, la evolución de las relaciones internacionales, las grandes agrupaciones de los viejos Estados nacionales en uniones supranacionales, suponen un coto a su capacidad discrecional para introducir perversiones en el sistema democrático.

Entonces, ¿acabó la pesadilla? Claro que no. Sigue existiendo el horizonte orwelliano y apoyado en las posibilidades que otorgan las nuevas tecnologías. El comunismo ha quedado arrumbado por la historia salvo en dos o tres países que no suponen ya grandes amenazas excepto para sus propios ciudadanos. Pero otros totalitarismos han surgido de las ruinas del anterior o se han aupado sobre los cimientos de viejas religiones recuperadas en sus versiones más fundamentalistas. Precisamente el carácter religioso o mítico-nacionalista otorga a las interpretaciones de la realidad un aspecto místico, no exactamente ideológico, que ya no pretende explicar el sistema como necesario para el bienestar material de los desposeídos, sino imprescindible para la salvación del alma de todos. La justificación se ha santificado pero los métodos son los mismos.

Los regímenes de Slobodan Milosevic en Yugoslavia o del desaparecido Franjo Tudjman en Croacia, los de Irak, Irán, Cuba o Corea del Norte muestran cómo la utilización de los modernos medios de comunicación hacen más fácil la interpretación continua de la historia y la construcción de la verdad eterna de cada día. Pero paradójicamente, esos grandes hermanos de hoy tienen obsesión en que los medios de comunicación sean sólo un instrumento de su poder y nada más. Por eso intentan prohibir las antenas parabólicas, ponen coto a los teléfonos móviles, llenan Internet de mecanismos y programas de control y convierten la televisión en el altavoz de la verdad oficial. Es decir, privan a los medios de comunicación modernos de su propia esencia. Si no fuera así, los propios medios los derrotarían. Hoy Winston Smith, el protagonista de 1984, hubiera tenido mayores dificultades para transgredir las disposiciones del “ministerio de la Verdad” pero si llegara a conseguirlo, sus consecuencias serían más destructivas para el sistema.

1984 fue escrita hace 52 años, cuando Europa acababa de librar la batalla más dura, sangrienta y destructiva de su historia en defensa de las libertades. De hecho, el título que Orwell había pensado para su obra no era inicialmente 1984 sino, significativamente, El último hombre de Europa. 1984 ha librado ya su propia batalla y Europa –la Europa democrática– ha colocado muchas cosas en su lugar. Leer 1984 hoy, supone comprender cómo fueron las cosas y no cómo pueden llegar a ser en un futuro inmediato en nuestro entorno.