POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 84

Bush habla con su vicepresidente, Dick Cheney, desde el Air Force One, después de partir de la base aérea de Offutt en Nebraska, el 11 de septiembre de 2001. ERIC DRAPER/GETTY

Carta de América: La transformación de Bush

Tras la tragedia del 11-S, EEUU esperaba desconcertado una explicación y una dirección. La proporcionó Bush con su discurso, sobrio y recio, en el Congreso. Muchos observadores han señalado ese día como el primero de su presidencia.
Jaime Ojeda
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EL 7 de octubre comenzó el ataque contra los talibán, esperado ante la masiva acumulación de armas en su entorno. Se trataba de anular las defensas antiaéreas para poder penetrar con fuerzas de tierra en esa formidable geografía que es Afganistán, no para ocupar territorio alguno, sino para destruir su red de aprovisionamiento, reclutamiento y entrenamiento de terroristas.

Si para ello no bastan helicópteros y bombardeos a baja altura, los americanos seguirán la táctica de los británicos: comandos reducidos, de rápida y eficaz resolución, listos para ser evacuados tan pronto como finalicen su misión. Tuvo singular éxito durante la desgraciada guerra de las Malvinas.

El golpe terrorista en Nueva York y Washington ha sido de tal magnitud que ha vencido la resistencia de la opinión islámica. Con dificultad y tesón el secretario de Estado, Colin Powell, ha logrado formar una heteróclita coalición internacional, apoyándose en aliados tradicionales junto a otros que encuentran una ocasión única para combatir al terrorismo en sus provincias y regiones. Con el rechazo que ha inspirado la tragedia, los regímenes moderados del mundo islámico esperan poder reducir la influencia del fundamentalismo.

En Asia central, además de Chechenia y el Turquestán chino, el movimiento talibán iba dirigido a formar una gran entidad islámica, en torno al fértil valle de Fergana. Un gran éxito ha sido conseguir el apoyo de Pakistán, instigador del “Frankenstein” del movimiento talibán, que ahora se vuelve contra su creador.

Ante la tragedia, EE UU quedó pasmado. La destrucción de las dos torres más altas de Nueva York, la pérdida de más de 7.000 vidas, el ataque al Pentágono y el fallido contra la Casa Blanca desafían a la imaginación. Ni en Hollywood habrían podido concebir algo semejante por su tamaño no menos que por la osadía, habilidad y cálculo de su ejecución.

Esta gran nación no es dada al aspaviento. No se percibe fácilmente la fuerza de su reacción, salvo en esa solidaridad tan típica de los norteamericanos. Comentando la aparente tranquilidad que reinaba en Estados Unidos después del pavoroso ataque a Pearl Harbor, Winston Churchill señalaba que los americanos eran como una máquina de vapor: no se da uno cuenta de la tremenda presión que lleva en su caldera hasta que empieza a andar. Pero, mientras multitud de banderas ondeaban silenciosamente, se multiplicaban los actos de solidaridad y miles de ciudadanos venían espontáneamente de todas partes para auxiliar en los trabajos de salvamento, el país esperaba desconcertado una explicación y una dirección.

La proporcionó el presidente George W. Bush con su discurso, sobrio y recio, en el Congreso el 20 de septiembre. Muchos observadores han señalado ese día como el primero de su presidencia. Todas las dudas sobre su personalidad han quedado disipadas por el relámpago de su reacción, que ha dado a la nación entera una clara orientación, unánimemente aplaudida, ha abierto la puerta al retorno de su confianza y, todavía más importante, ha cortado las alas a cualquier actuación demagógica y patriotera.

Tanto su discurso como su presencia en el centro islámico de Washington han dado la pauta. La virtud del estadista no se percibe más que cuando falta. El efecto deslumbrante de su discurso nos hace olvidar lo que pudiera haber sido de otra manera. Tenemos la suerte de que su equipo sea el mismo que el de su padre, es decir, que saben lo que es Oriente Próximo y tienen la experiencia de una guerra. De esta forma, si las palabras del presidente pudieron parecer como el anuncio de una reacción militar desproporcionada y alocada (como la de Bill Clinton en 1998) su acción ha sido de una gran prudencia.

No se sabe gran cosa de lo que pasa entre bastidores; nunca se ha movido un gobierno americano con tanta reserva. Hay rumores de que algunos, particularmente en Defensa, querrían aprovechar la ocasión para destruir a Sadam Husein también.

Sea como fuere, el hecho es que el presidente, aunque naturalmente tenía que lanzar la operación militar que el país reclamaba, la está llevando con singular moderación. Lo prueba que las protestas pacifistas sean puramente marginales, casi de mera forma. Lo refuerza el que en estas circunstancias Estados Unidos no puede sufrir un fracaso inicial: tendría un efecto devastador sobre la moral y la credibilidad internacional del país.

No obstante, a pesar del desafío con que la nación intenta reanudar su vida cotidiana, cunde la preocupación. En esto, el escalofriante mensaje de Osama Bin Laden desde la televisión de Qatar resulta desgraciadamente cierto: Estados Unidos ha perdido el maravilloso clima de confianza que reinaba en su país, aislado por dos océanos y amodorrado por su hegemonía militar y su prosperidad económica.

La magnitud y el cálculo de la operación terrorista hacen suponer que sea debida a una extensa red internacional que prepara la perpetración de otros actos no menos osados, quizá con armas químicas y biológicas. En estos días la sucesión interminable de expertos en televisión, radio y prensa ofrecen al terrorismo una sugestiva enciclopedia de lo que pudieran hacer; el contagio psicológico que ha inducido actos aislados de algunos locos, en especial el misterioso contagio de ántrax en la planta de un periódico de Florida y de más de treinta personas del Capitolio, dan visos de probabilidad a estos temores. Inquieta que haya cogido por sorpresa a los servicios de inteligencia.

En realidad, no ha sido un fallo de éstos tanto como de su increíble falta de coordinación con el FBI y otras agencias responsables de la seguridad nacional. Ahora intentan remediarla mediante la creación de una oficina presidencial especialmente dedicada a la coordinación contra el terrorismo y desplegando también una prodigiosa investigación policial: 4.000 agentes del FBI recorren el mundo entero buscando la trama terrorista a través de sus finanzas y contactos.

Las pruebas contra Bin Laden no son definitivas aunque cada día sean más claras; el mensaje que ha enviado al mundo desde Qatar no ha podido ser más elocuente; pero a diario aparecen nuevas cabezas en la hidra del terrorismo islámico. Ha sorprendido la extensión auténticamente global de la red terrorista. La culpabilidad del acto y la potencialidad del terrorismo son mucho más extensas que la estrafalaria figura de Bin Laden. Parece que la presidencia se ha dado cuenta de esto, pues ahora se manifiesta en términos mucho más generales, preparando a la nación para una guerra de muchos años y de objetivos más amplios que quizá vayan más allá de Afganistán.

Veremos ahora si el presidente logra mantener esa moderación al proseguir las operaciones militares, que prometen ser prolongadas e inciertas a falta de una imposible e indeseable invasión de Afganistán. También veremos si logra mantener el apoyo internacional que hasta ahora le ha sido favorable. Ha tenido el acierto de acudir al Consejo de Seguridad, igual que hizo su padre. La situación en Palestina, sin embargo, mina su posición.

Es imposible denunciar la injustificable política de Israel sin justificar indirectamente al terrorismo, pese a que todos sabemos que es una de sus más poderosas raíces. Powell ha insinuado que en la Asamblea General de septiembre, interrumpida por la situación en Nueva York, iba a haber comenzado una solución final del problema.

Por lo menos puede dar esa impresión a sus aliados árabes aunque no parece que fuera a ir más allá de sugerir unos “estímulos”. Por lo menos este horrible crimen ha servido para que toda la nación haya empezado a conocer un problema cuyas coordenadas ignoraba inocentemente hasta ahora. Es temprano para medir hasta dónde pueda vencer la opinión pública la influencia israelí sobre la política americana, aunque su nerviosismo es evidente.

Mientras tanto, el clima político se ha despejado de manera sorprendente. El Congreso ha respaldado al presidente sin reservas, e incluso sin debate, como ha denunciado el senador Byrd. Los republicanos han olvidado su política de reducir la influencia e intervencionismo del Estado; ahora todos quieren su protección y regulación.

Ya no se habla del superávit fiscal ni de la manera de repartir sus beneficios. Al contrario, demócratas y republicanos, todos a una, han aprobado 40.000 millones de dólares para la ciudad de Nueva York, más otros 15.000 millones para mantener a flote las líneas aéreas y, además, hasta 75.000 millones para estimular la economía, castigada precisamente en un período de recesión, en programas que el Congreso ha de ir definiendo en los próximos meses: en este debate encontrarán los demócratas la manera de superar la mordaza política que ahora les impone el “patriotismo”.

La economía no parece haber sufrido en demasía: las principales firmas financieras están seguras de que se va a recobrar y acechan las oportunidades que piensan van a surgir de aquí a un año. El Congreso parece dispuesto a conceder al presidente todo cuanto pida: veremos si logra obtener la autorización legislativa para negociar la ampliación del área de libre comercio, que le fue denegada a Clinton y que ahora Bush reclama como una de las principales armas contra la pobreza y las desigualdades que inspiran el terrorismo.

Más preocupante es la legislación antiterrorista que se ha presentado al Congreso. La única manera de impedir el terrorismo pasa por una clara restricción de las gloriosas libertades que este país ha gozado hasta ahora. En contra de esta legislación se manifiestan, curiosamente, la extrema derecha junto con la extrema izquierda.

Republicanos y demócratas en el Congreso, sin embargo, están llegando a un consenso: los republicanos desearían aprovechar la ocasión para poner fin a lo que siempre han considerado un abuso libertario de los “liberales”, pero les contiene la atenta vigilancia que está ejerciendo el Tribunal Supremo, donde irían a parar la multitud de apelaciones de anticonstitucionalidad a que daría pie una legislación extremada.

Es extraño el clima político del país: en este maravilloso otoño todo inclina a la tranquilidad y la confianza que, no obstante, contradicen las extensas operaciones militares en las que se ha embarcado, la ambigüedad de su objetivo, sobre todo en el mismo Afganistán, y las constantes advertencias de seguridad que emanan de sus autoridades. ¿Qué nos depararán las nieves de este invierno?