POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 84

Las ruinas del World Trade Center, el 12 de septiembre de 2001. GETTY

Cinco preguntas y una esperanza

El terrorismo, con independencia de donde se produzca, es un intento de sustituir la paz y la convivencia por el absolutismo intolerante. Tras el 11 de septiembre se han superado todas las dudas y se abre paso la cooperación mundial contra este enemigo común.
Miquel Nadal
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Tras los terribles atentados del 11 de septiembre, la principal tarea, nuestra responsabilidad política, consiste en lograr que la aportación de España a la gestión colectiva de la crisis sea lo más útil y relevante posible. Se trata de conseguir que nuestro país ejerza eficazmente su capacidad de diálogo y de iniciativa para contribuir a definir consensos amplios y sólidos. Nos cabe, por otra parte, el triste privilegio de aportar una larga y dolorosa experiencia con la violencia terrorista y nos estimula comprobar que parecen en vías de definitiva superación incomprensiones y reticencias a consolidar una cooperación mundial, que ya se considera imprescindible para que el mundo logre verse libre de un enemigo que sólo se conformará con la destrucción de las bases de nuestra convivencia.

Hemos pasado los últimos diez años reflexionando o argumentando sobre los perfiles borrosos del nuevo orden internacional: la proliferación de conflictos cada vez más locales, la incapacidad de los Estados para atender nuevas exigencias difusas de sociedades aparentemente dispuestas a retirarles la confianza, pero incapaces de demostrar la necesaria cohesión para definir nuevas aspiraciones o ideales de convivencia. Hemos repetido una y otra vez que frente a la eterna amenaza del conflicto bélico cobran cada día mayor fuerza otros riesgos y los hemos definido con precisión. Entre ellos, los nacionalismos excluyentes, las nuevas formas de criminalidad high-tech, el terrorismo…

“Ha vuelto la bipolaridad”. He leído esa reflexión entre el mar de ideas que inunda las páginas de los medios de información. Occidente se ha encontrado frente a una fuerza irracional que se opone implacable a él; “el antiguo enemigo fue una superpotencia, el nuevo no es ni tan siquiera un Estado”. Leídas con la prisa que impone la interminable sucesión de datos y actividades, determinadas opiniones resultan inicialmente atractivas, convincentes. Unos segundos más tarde nuestro análisis altera ese primer juicio: la muerte y la devastación del 11 de septiembre no fueron sólo concebidas contra Occidente.

Es evidente que se golpearon símbolos del poder de Estados Unidos, de su centralidad en el sistema económico-financiero y estratégico mundial, pero se segaron vidas de hombres y mujeres de ochenta nacionalidades; los españoles perdimos una connacional, otros países –no todos ellos occidentales– han contado más de cien víctimas (entre ellos, ¿cuántos altos ejecutivos filipinos o ecuatorianos?), junto a los miles de ciudadanos estadounidenses sacrificados a la furia terrorista. Los autores del crimen lo sabían: golpearían ante todo en el corazón de EE UU –utilizando aviones civiles de sus dos principales compañías aéreas– pero ese golpe crearía angustia y dolor en todos los rincones del planeta.

¿La revancha de la marginación sobre la opulencia, del islam frente al cristianismo? Huyamos de los sinsentidos, sabemos bien los recursos económicos y logísticos que requirió la preparación de los atentados; hemos seguido día a día la repulsa y la condena que han generado también en el mundo árabe, donde no es desconocido el fanatismo homicida, interesado, ante todo, en lograr que la opinión pública decrete el fracaso inapelable de gobiernos que se esfuerzan entre mil dificultades por estabilizar social y económicamente sus países.

Nos enfrentamos a una fuerza de perfiles confusos, que esta vez ha considerado más conveniente a sus fines no reivindicar su acción, puesto que con ella buscó la máxima difusión del miedo y la inseguridad. Nos ha declarado una guerra de características distintas a las conocidas hasta ese funesto día. Una guerra de la que hemos visto una brutal manifestación, pero que ciertamente podrá tener otras dimensiones imaginables o, incluso, inimaginables.

Los atentados del 11 de septiembre, estoy convencido de ello, han provocado un cataclismo en las mentes de quienes hasta aquel día no habían comprendido lo que significa el terrorismo. Pocas naciones han sido inmunes frente a él –la experiencia de EE UU es larga y dolorosa– pero probablemente la comunidad internacional ahora ha entendido, cabe esperar que definitivamente, que las víctimas del terrorismo deben computarse en una cuenta única, en la que hay sólo dos conceptos: barbarie y civilización. Ésta tiene muy diversas expresiones culturales y sociales; aquélla es única, implacable.

Estoy igualmente convencido de que los pensamientos y las reflexiones que han generado los atentados en todo el mundo habrán llevado a la perfecta comprensión de que las víctimas del terrorismo en el propio país y las que se han producido o se produzcan en el futuro en cualquier otro rincón del planeta son otros tantos intentos de sustituir la paz y la convivencia por el absolutismo intolerante.

De esa comprensión ha surgido el consenso en la condena unánime en la Organización de las Naciones Unidas y en la Alianza Atlántica, como se produjo con la misma prontitud en la Unión Europea y en la Organización de Estados Americanos (OEA) (sí, no pasen por alto ese dato: toda América reaccionó también colectivamente con prontitud, otras regiones del mundo no lograron hacerlo. Volveremos sobre ello). De tal aceptación deberá surgir también algo evidentemente más difícil: la perseverancia para llevar adelante la batalla contra el terrorismo en sus múltiples facetas y contra sus diversas fuentes de aprovisionamiento.

La política internacional es muy compleja; la realidad rechaza las simplificaciones, los intereses de cada nación no aceptan verse relegados por los de las demás, nadie es ante todo generoso. Pero ha llegado el momento de la solidaridad, sobre todo de la nueva solidaridad, puesto que la antigua se ha manifestado una vez más con contundencia.

 

La ONU, la UE y la OTAN

¿Cómo se presenta el mundo ante tal desafío y después de esos graves atentados? Respondamos a unas preguntas concretas para poder llegar a ésta, la más genérica. Podremos así abordar la cuestión para nosotros central: ¿qué consecuencias tendrán para España estos acontecimientos? Empecemos por lo más universal, la Organización de las Naciones Unidas.

1. ¿Qué significa para el futuro de la ONU la necesidad de dar una respuesta colectiva al terrorismo?

Ante todo articular el consenso de la comunidad internacional en la necesidad de afrontarlo y la respuesta frente al mismo. Ese consenso, que hace meses parecía conveniente, es ahora imprescindible. Alcanzarlo supondrá haber superado definitivamente ambigüedades y confusiones que impedirían a las Naciones Unidas desempeñar con plena eficacia el papel que la mayoría de los Estados le atribuyen sin reparos. No se trata de aprovechar la nueva situación para forzar la superación del concepto de “movimientos de liberación”, que hasta ahora ha impedido consensuar una definición del terrorismo, sino de distinguirlos definitivamente. Donde hay terrorismo no cabe nada más, ese medio no puede justificar ningún fin.

A partir de ahí la organización deberá proseguir su actividad: llegar a una resolución general, que reúna los diversos textos sobre el terrorismo aprobados durante los últimos años y demostrar capacidad de sancionar eficazmente sus violaciones. De momento, el Consejo de Seguridad ha logrado un hito con la aprobación de la Resolución 1.377 (la segunda desde el día de los atentados) que comporta la obligación de prevenir y eliminar la financiación del terrorismo, declarar ilegal toda recaudación de fondos para perpetrar actos terroristas, congelar los recursos económicos de los terroristas o de sus cómplices, denegar refugio fiscal a personas, instituciones o gobiernos que los protejan, prevenir el libre movimiento de terroristas en el mundo, controlar la emisión de documentación que pueda facilitar tales movimientos, además de colaborar en el intercambio de informaciones y la cooperación en materia judicial y administrativa, negando a los terroristas la condición de refugiados. La resolución, además, crea un comité de seguimiento del respeto de tales obligaciones.

Con el fin de la guerra fría, el Consejo de Seguridad recuperó una capacidad de iniciativa que hoy debe permitirle actuar como verdadero motor para que, cada día más, las Naciones Unidas actúen eficazmente y reciban el apoyo y la confianza de todos sus miembros, del más pequeño Estado hasta los Estados-continente con mayor influencia en la organización.

2. ¿Qué ha significado para la UE la necesidad de reaccionar ante los atentados?

La demostración de una unanimidad sin matices en la condena del crimen y en la solidaridad con EE UU. A continuación, la necesidad de adoptar determinadas decisiones de gran trascendencia política, que no pueden quedar ocultas tras su aspecto técnico: la Europa de los ciudadanos se refuerza a través de la puesta en ejecución de eficaces mecanismos de cooperación judicial y de seguridad (los llamados asuntos JAI, de justicia e interior, que constituyen el tercer pilar de las políticas de la Unión).

Con la “euroorden”, la detención y entrega de los delincuentes pasará por encima incluso del hasta ahora intocable principio de no entrega de los propios nacionales (todos lo son de la Europa unida. Con el reconocimiento mutuo de sentencias y de decisiones judiciales previas avanzamos un paso de gigante en la consolidación de la plena confianza en los sistemas jurídicos y judiciales de los Estados miembros.
Son cuestiones que siempre han sido prioritarias para España y nos satisface ver superadas las reticencias de algunos socios en cuanto a la cooperación internacional en la lucha antiterrorista. Con la nueva voluntad política deberá llegar también el acuerdo sobre las características de ese delito, que sólo seis Estados miembros recogen expresamente en sus códigos penales.

La UE ha reafirmado su voluntad política de ser un actor principal en el ámbito internacional y los jefes de Estado y de gobierno no dejaron pasar su primera toma de posición ante los atentados para reafirmar que la política exterior y de seguridad común (PESC) será reforzada, y el compromiso de operatividad de un dispositivo militar conjunto será respetado, probablemente adelantando el calendario que prevé su operatividad en 2003.

Somos conscientes de que para derrotar al terrorismo nuestros principales instrumentos no serán unas fuerzas armadas con sofisticados medios de combate, pero Europa necesita contribuir a mantener una estabilidad internacional que tiene en el terrorismo a uno de sus más formidables adversarios. Es fácil imaginar los efectos devastadores que tendrían unos atentados de características sólo similares a los del 11 de septiembre en sociedades poco cohesionadas y teniendo que hacer frente a sus consecuencias en zonas de inestabilidad, o con el añadido de graves problemas sociales o económicos en su interior.

Nadie debiera ver interferencias entre las recientes decisiones de la Unión y la sólida voluntad de preservarla como un conjunto de naciones abiertas al mundo, defensoras de su propia multiculturalidad, del pluralismo religioso y político.

3. ¿Qué ha significado para la Alianza Atlántica la invocación, por primera vez en su historia, del artículo V de su tratado fundacional?

Si alguien albergaba dudas sobre la vitalidad de la Alianza, supongo que las ha superado. La OTAN tiene una larga lista de candidatos a la adhesión porque existe la percepción de que sus valores de cohesión y de solidaridad interna son la mayor contribución a la estabilidad en la zona euroatlántica. Los dieciocho Estados miembros que han reafirmado su total compromiso de ayuda al aliado agredido han enviado al mundo un mensaje sustancialmente político. La materialización práctica de ese compromiso se convierte en cuestión accesoria; dependerá de la necesidad y de la oportunidad política, según apreciación de Washington, que con todo acierto ha concentrado sus esfuerzos en forjar una coalición lo más vasta posible de Estados de todo el mundo para enfrentarnos colectivamente al desafío terrorista.

En cualquier caso, suscribo la opinión de que las demostraciones prácticas de solidaridad colectiva recibidas estos días por EE UU no dejarán de tener un impacto muy directo en aquellos sectores de su administración que han considerado que el plano multilateral de la actuación exterior resulta prescindible, que es incluso una carga innecesaria para la gran superpotencia.

Espero también que nuestra posición colectiva sea adecuadamente entendida por países que hasta ahora se han mostrado reticentes al diálogo y a la cooperación con la OTAN. Afortunadamente, hemos avanzado de forma considerable en el caso de Rusia, pero hay una dimensión mediterránea del diálogo con terceros que a partir de ahora debiera adquirir mucho más calado. Estamos en tiempos de aunar esfuerzos, no de recelar unos de otros.

 

Una coalición global

4. ¿Qué consecuencias traerá para otras regiones la mundialización de la lucha contra el terrorismo?

Entreveo una importante revalorización de las solidaridades de grupo. Lo hemos comprobado a través de la pronta respuesta colectiva de las naciones americanas, con la declaración de condena de los atentados aprobada por aclamación en la OEA y con la disponibilidad política prácticamente unánime a recurrir al Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), que contiene una cláusula de autodefensa colectiva muy similar al artículo V del tratado de Washington. Nuestra iniciativa en el seno de la Comunidad Iberoamericana de Naciones, promoviendo una declaración de condena de los atentados y de solidaridad con EE UU, obtuvo igualmente una respuesta clara e inmediata, que no puede definirse unánime por un aparentemente inevitable reflejo aislacionista del gobierno cubano.

En Asia, con el corazón de la actual crisis en el subcontinente indio, los mecanismos de concertación política son aún demasiado débiles para hacer frente a acontecimientos de la magnitud de los del 11 de septiembre. Con ello no se descarta una participación decidida de la mayor parte de los países asiáticos en la lucha contra el terrorismo; probablemente para ellos mismos resulta evidente que la acción colectiva aumentaría la eficacia y mejoraría los resultados. Filipinas lo ha comprendido mejor que otros, proponiendo a los Estados de su región que tienen o pueden llegar a tener problemas similares (Indonesia y Malaisia) una concertación que en el futuro podría extenderse en la región.

El silencio de gran parte de África subsahariana no está exento de dramatismo; sólo la voz del gobierno surafricano se ha hecho oír con prontitud y claridad. Ese silencio contrasta con una realidad muy distante de cualquier posible inhibicionismo, como temo que demuestren los futuros progresos de la lucha antiterrorista. Probablemente revela una falta de reflejos políticos, cuando no de energías para mirar más allá de los problemas inmediatos de las agendas nacionales. Y, sin embargo, cabe imaginar a África angustiada ante la perspectiva de que la atención y los esfuerzos de todo tipo que requerirá la lucha internacional contra el terrorismo nos aleje de los graves conflictos y carencias de aquel continente, precisamente cuando se está consolidando la convicción de que es inaplazable hacerles frente. Creo que África debiera comprender que cuanto más activamente participe en nuestros esfuerzos, más beneficios obtendrá para sí misma.

El mundo árabe e islámico está buscando una posición común ante la respuesta, no ante la condena, que ha expresado sin titubeos. La Liga Árabe se ha manifestado en diversas ocasiones a través de su secretario general, como también lo ha hecho en su reunión de Qatar la Conferencia Islámica.

En el mundo árabe existe una convicción tan extendida que sería un error gravísimo querer ignorarla: sin una solución adecuada y definitiva del conflicto palestino-israelí estamos todos condenados a vivir en una inestabilidad que genera manifestaciones de violencia paroxística. Es inútil, se nos dice, imaginar que podremos vencer el terrorismo sin alcanzar una solución justa del enfrentamiento entre Israel y los palestinos. Los esfuerzos de Europa por lograrlo seguirán siendo tan incondicionales como hasta ahora, y todos esperamos ver los de EE UU desplegarse con mayor convicción y continuidad que en los últimos meses.

Sin embargo, creo que los países árabes y, en general, el mundo islámico cometerían una gran equivocación si modulasen sus aportaciones a la lucha antiterrorista de acuerdo con los progresos que pueda ir registrando el proceso de paz. Comprendo que en muchos casos los gobernantes tienen ante sí una difícil tarea de convicción de su opinión pública y habrá que ayudarles lo más posible, en todos los ámbitos, para que les resulte más fácil demostrar que los resultados de la cooperación se traducirán en una mayor estabilidad regional, con mejores posibilidades de desarrollo económico para todos. El terrorismo provoca contragolpes en los mercados: energía, comunicaciones, turismo… y es el peor enemigo de la apertura de las sociedades al exterior. ¿Quién puede imaginar que el aislamiento sea ahora una buena actitud?

 

El papel de España

5. ¿Cuál es el papel de España? ¿Cuál es el impacto de los acontecimientos en nuestra agenda de política exterior?

Ante todo tenemos la obligación de seguir comportándonos como aliados fieles de EE UU, con el que estamos vinculados por un convenio de cooperación para la defensa de 1988, que en estos momentos debe demostrar toda su eficacia y la lógica que subyace a su propia existencia y a su próxima actualización. Debemos también mantenernos en nuestra actitud de aliados y socios cooperativos en el seno de la Alianza Atlántica y de la UE y afrontar sin ningún tipo de titubeos nuestra responsabilidad de país, para llevar a cabo una importantísima labor de interrelación entre diversas regiones del mundo.

De esta crisis, en efecto, preveo que saldrá reforzada la importancia de grandes ejes de diálogo y de colaboración. En ese sentido, los atentados del 11 de septiembre colocan a la presidencia española de la UE en una dimensión nueva y trascendental: deberemos dirigir la segunda fase del diálogo Europa-América, que se plasmará en la cumbre entre los jefes de Estado y de gobierno de la UE y los de todos los países de América Latina y el Caribe. Deberemos estar a la altura de las expectativas que genera nuestra presidencia en el diálogo euromediterráneo y pilotar correctamente una nueva cumbre UE-EE UU para seguir avanzando en el desarrollo de la agenda transatlántica.

Se trata de responsabilidades importantes, pero que las actuales circunstancias colocan en una perspectiva trascendental: es preciso lograr que se materialice la voluntad de colaboración en la lucha antiterrorista y es igualmente necesario conseguir que ese esfuerzo colectivo alimente la voluntad política de cooperar en todos los demás sectores en los que Europa puede y quiere ser un factor de progreso, de estabilidad y de unión.

Con esta crisis se hace más patente la necesidad, si cabe, de que nuestra política exterior carezca de lagunas, en el marco del proceso de globalización de la misma –geográfica, temática y de actores– en marcha. La renovada trascendencia de Asia para la estabilidad mundial demuestra lo acertado del esfuerzo que el gobierno realiza para potenciar la presencia de España en los principales países de Extremo Oriente.

Rusia y China han demostrado realismo y habilidad política en la gestión de la primera fase de la crisis, y no creo que en ninguno de los dos casos ello responda a consideraciones oportunistas para promover sus propios expedientes, ni para intentar que EE UU arrincone sus proyectos de defensa anti-misiles, que ciertamente parecen un castillo de arena, considerados sólo en el contexto de la lucha contra el terrorismo. China y Rusia se han presentado como miembros solidarios de la comunidad internacional y es evidente que, por fortuna, la cooperación con esos países no dejará de aumentar en el futuro. España asigna carácter estratégico a sus relaciones con Pekín y Moscú y, por consiguiente, también en el plano bilateral esa renovada voluntad de cooperación deberá tener un desarrollo adecuado y estable en el futuro.

Este nuevo escenario mundial tendrá su reflejo en la marcha de las economías de todo el planeta. Coincido con voces autorizadas que insisten en alejar el espectro de una crisis profunda, que sería la mejor aliada de las fuerzas del caos y la desestabilización. Los mercados financieros no ven ciertamente mejoradas las perspectivas de superar sus dificultades y la economías de EE UU y de Europa quizá no logren crecer ni tan siquiera un dos por cien este año. Para mí tales indicadores son ante todo señales que deben llevarnos a reforzar la colaboración internacional en el plano económico; en estos momentos parece dibujarse un cuadro de soluciones distinto a uno y otro lado del Atlántico que, en parte, responden a la diversidad de situaciones y de recursos disponibles, así como a distintas filosofías de política económica. Convendría ahondar en el intercambio de ideas para poder afrontar armoniosamente las dificultades que pueda traernos el futuro también en economía.

Si EE UU no está en condiciones de tirar de la economía de otros países, la responsabilidad de Europa se hará mayor y probablemente deberemos estar preparados para dar una respuesta satisfactoria a quienes confíen en nosotros para evitar mayores dificultades: Iberoamérica podría aumentar su interés en el librecambio con la UE (renqueante tras el éxito de las negociaciones con México), si el horizonte del mercado único americano se aleja en el tiempo. Es posible que los socios del Mediterráneo pongan mayores esperanzas en que atendamos sus requerimientos en materia de libre acceso de algunas de sus principales producciones agrícolas a nuestros mercados. Europa, y por ello también España, debieran estar a la altura de tales desafíos, que prefiero considerar oportunidades.

Visto en perspectiva histórica, el atentado contra las Torres Gemelas y el Pentágono aparecerá como un punto de inflexión en el planteamiento y funcionamiento de las relaciones internacionales. De todos depende que de nuestra respuesta al crimen surja un espíritu de renovado internacionalismo y de solidaridad mundial, y un sistema internacional en el que las causas y las consecuencias de hechos como éste se contemplen como Historia.