POLÍTICA EXTERIOR  >   NÚMERO 56

El presidente Harry S. Truman habla durante un discurso televisivo desde el Despacho Oval de la Casa Blanca/GETTY

Cincuenta años de la doctrina Truman

El 12 de marzo de 1997 se celebra el 50 aniversario de la doctrina Truman, históricamente considerada como el principio del sistema de contención de EEUU con la URSS.
Fernando Delage
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Durante los cuarenta años que siguieron a la Segunda Guerra mundial, la política exterior de Estados Unidos estuvo guiada por un propósito central: hacer frente a la Unión Soviética. Aunque las nuevas realidades de poder eran resultado de la guerra, EEUU no lo constataría oficialmente hasta 1946-47. La tradición moralista y legalista de la acción exterior norteamericana, reflejada en la fe de Franklin D. Roosevelt en las recién creadas Naciones Unidas, obstaculizaba el reconocimiento de las ambiciones de Stalin. Por otra parte, Washington no tenía interés alguno en involucrarse de manera directa en Europa, considerada simplemente como uno de los elementos de una estructura global de paz. Sólo a partir de la conferencia de Potsdam, cuando Truman quedó convencido de la imposibilidad de cooperación con los soviéticos, comenzó a cristalizar la doctrina que serviría de eje a la política de su país durante varias generaciones.

La apertura de archivos y una nueva corriente revisionista entre los especialistas del período permiten volver a examinar una historia muchas veces contada –el nacimiento de la doctrina Truman–, que sin embargo no carece de interés para el mundo de hoy. Cuando han transcurrido casi diez años de posguerra fría y EEUU continúa la búsqueda sin éxito de un paradigma que le sirva de orientación en su política internacional, puede ser útil recordar cómo se originó la política de contención. Nunca fue un marco conceptual coherente y no siempre supo fijar prioridades, pero –con la ayuda de muchos otros factores– terminó logrando su objetivo: la conversión del adversario. La paradoja, o la tragedia, de la guerra fría, escribía recientemente John Lewis Gaddis, es el esfuerzo realizado y las tensiones provocadas por algo que, se sospecha hoy pero pocos supieron ver en su momento, iba a ocurrir más tarde o más temprano.

Las amenazas son actualmente distintas, la naturaleza del poder internacional se ha transformado, como también lo ha hecho el propio concepto de seguridad, pero no deja de ser curioso que la diplomacia china estudie hoy con gran dedicación el origen y desarrollo de la estrategia de contención. Sólo unos años después de la implosión de la URSS, EEUU se enfrenta de nuevo a un rival que aspira a la condición de superpotencia. El bipolarismo que verá el próximo siglo exigirá de Washington, a pesar de su mayor complejidad y de un sistema internacional muy diferente, la misma consistencia estratégica que nueve presidentes dieron a las relaciones con Moscú. Mientras que en Pekín se estudia cuándo se superará a EEUU como principal potencia global y lo conflictiva que pueda resultar su relación bilateral, Washington continúa vacilando en su política hacia la República Popular. Todo ello constituye un motivo más para recordar, al hilo de su cincuenta aniversario, la doctrina Truman.

 

«Solo unos años después de la implosión de la URSS, EEUU se enfrenta de nuevo a un rival que aspira a la condición de superpotencia»

 

Todo comenzó el 21 de febrero de 1947, cuando el embajador británico en Washington, lord Inverchapel, envió un mensaje urgente al departamento de Estado: el Reino Unido, al haberse deteriorado su situación financiera, no podía continuar prestando ayuda económica y militar a Grecia y Turquía. El gobierno de Clement Attlee retiraría sus 40.000 soldados estacionados en Grecia y cesaría toda ayuda económica a partir del 31 de marzo. Londres esperaba que Washington asumiera la responsabilidad.

La noticia no era completamente inesperada. El mes anterior, el embajador de Estados Unidos en Atenas, Lincoln MacVeigh, ya había informado acerca de rumores que indicaban la voluntad británica de abandonar Grecia, donde, desde 1945, sus soldados y su dinero trataban de mantener al gobierno monárquico en una guerra civil con guerrillas comunistas. Las advertencias respecto a Turquía eran incluso anteriores, dada la histórica pretensión rusa de controlar los estrechos.

Aunque la crisis en Grecia y Turquía no constituía por tanto una sorpresa, el anuncio formal de la retirada británica llegó, en palabras de Truman, “antes de lo esperado”. Se sabía en Washington que era mucho más que la ayuda a Grecia y Turquía lo que estaba en juego. Si las circunstancias económicas obligaban al Reino Unido a retirarse, se crearía un vacío desde el mar Egeo hasta el sureste asiático que la Unión Soviética podría cubrir fácilmente. Lo que, añadido a las ganancias territoriales y a la extensión de la esfera de influencia que los soviéticos habían logrado en Europa y en Extremo Oriente, representaba una alteración del equilibrio mundial de poder al que Estados Unidos no podía permanecer indiferente.

El Reino Unido había perdido la capacidad de mantener un papel independiente como potencia mundial y la carga de sus responsabilidades pasadas caía ahora sobre los hombros norteamericanos. Pero los británicos indicaban en su mensaje que EEUU tenía escaso tiempo para poner en marcha una nueva política global. Como única superpotencia con recursos efectivos tras la conclusión de la guerra, Estados Unidos tenía que responder a dos desafíos relacionados entre sí: la hostilidad de la Unión Soviética y la ruinosa situación económica europea. En un plazo de quince semanas desde la recepción del mensaje británico, Washington ofrecería su solución a ambos problemas: al primero el 12 de marzo de 1947 mediante la formulación de la doctrina Truman, y al segundo el 5 de junio con el anuncio del plan Marshall.

 

«Como única superpotencia con recursos efectivos tras la conclusión de la guerra, Estados Unidos tenía que responder a dos desafíos relacionados entre sí: la hostilidad de la Unión Soviética y la ruinosa situación económica europea»

 

El 21 de febrero era viernes y el general Marshall, secretario de Estado desde hacía apenas un mes, se encontraba fuera de Washington. El presidente Truman encargó a Dean Acheson, número dos del departamento de Estado, un informe para el lunes siguiente. El 24 de febrero, Marshall y Acheson se reunieron con el presidente y lo urgieron a adoptar con carácter inmediato el suministro de ayuda a Grecia y Turquía. Truman estuvo de acuerdo: había que proceder a prestar esa ayuda, rápidamente y con una suma sustancial. Pero, como ya se ha dicho, ese programa de ayuda era sólo un aspecto del problema. Hacía un año que George Kennan había escrito su “largo telegrama” desde Moscú (22 de febrero de 1946) y que Churchill, con Truman a su lado, había pronunciado en Fulton, Missouri, su discurso sobre el telón de acero (5 de marzo). Si quería conseguirse la aprobación del Congreso a la ayuda a Grecia y Turquía, había que persuadir a las cámaras (con mayoría republicana –y por tanto aislacionista– desde noviembre de 1946) de que la frontera de la seguridad de EEUU se encontraba ahora en los Dardanelos.

El 27 de febrero, Truman convocó a los líderes del Congreso, con la excepción del senador Robert Taft, cabeza de los aislacionistas. Los congresistas escucharon en primer lugar al general Marshall: “No es alarmista decir que nos enfrentamos a la primera de una serie de crisis que pudieran extender el dominio soviético a Europa, Oriente Próximo y Asia”. La elección era “actuar enérgicamente o perder por omisión”. Acheson fue aún más terminante, según cuenta en sus memorias: “Los congresistas no eran conscientes del alcance del problema, por lo que era mi obligación hacérselo ver. La presión soviética sobre los estrechos, Irán y el norte de Grecia convertían los Balcanes en un punto en el que podían abrirse tres continentes a la penetración soviética. Como manzanas en un barril infectado por una podrida, la corrupción de Grecia podría infectar a Irán y todo Oriente. Propagaría también la infección a África a través de Asia menor y Egipto, y a Europa a través de Italia y Francia, ya amenazadas por los partidos comunistas más fuertes de Europa occidental. La Unión Soviética estaba jugando una de las mayores apuestas de la historia a un mínimo coste”.

Según el propio Acheson, al concluir su intervención Arthur Vandenberg, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, indicó al presidente que si dijera lo mismo al Congreso, éste aprobaría su petición de ayuda a Grecia y Turquía. En el departamento de Estado, bajo la dirección de George Kennan, se preparó un primer borrador de intervención, que Truman consideró demasiado técnico: él quería una rotunda declaración política, y encargó a su asesor Clark Clifford que preparara la versión final.

El discurso que establecía lo que sería conocido como doctrina Truman fue pronunciado el 12 de marzo de 1947 ante una sesión conjunta del Congreso. En sus dieciocho minutos de intervención, Truman iba a definir una política que duraría cuarenta años: “En este momento de la historia mundial, casi todas las naciones deben elegir entre modos alternativos de vida. Con demasiada frecuencia, esa elección no es libre (…) Uno de dichos modos de vida se basa en la voluntad de la mayoría y se distingue por la existencia de instituciones libres, un gobierno representativo, elecciones limpias, garantías a la libertad individual, libertad de expresión y religión, y el derecho a vivir libres de la coacción política. El otro se basa en la voluntad de una minoría impuesta por la fuerza a la mayoría. Descansa en el terror y la opresión, en una prensa y radio controladas, en elecciones fraudulentas y en la supresión de las libertades individuales. Creo que la política de Estados Unidos debe ayudar a los pueblos que luchan contra las minorías armadas o contra las presiones exteriores que intentan sojuzgarlos. Creo que debemos ayudar a los pueblos libres a cumplir su propio destino de la forma que ellos mismos decidan (…) Si dejáramos de ayudar a Grecia y Turquía en esta hora decisiva, las consecuencias, tanto para Occidente como para Oriente serían de un profundo alcance. Debemos proceder resuelta e inmediatamente”.

 

«Creo que la política de Estados Unidos debe ayudar a los pueblos que luchan contra las minorías armadas o contra las presiones exteriores que intentan sojuzgarlos»

 

Truman pedía cuatrocientos millones de dólares para Grecia y Turquía. “Es una grave decisión en la que nos embarcamos, que no recomendaría si no fuera porque la alternativa es aún más seria. Si vacilamos en nuestro liderazgo podemos hacer peligrar la paz del mundo y, sin lugar a dudas, arriesgaremos el bienestar de nuestra propia nación”. El discurso no hacía ninguna mención a Rusia y la justificación la hacía Truman en términos ideológicos, no de equilibrio de poder. Sólo así podía el presidente conseguir el apoyo de una sociedad tradicionalmente reacia a inmiscuirse en la diplomacia del Viejo Continente. De este modo, la guerra civil griega y la presión rusa por el control de los estrechos eran explicados como un conflicto universal entre la libertad y la opresión. Y, una vez que Estados Unidos había planteado el conflicto en esos términos, el choque con el realismo estaliniano significaba la imposibilidad de todo tipo de concesiones recíprocas. Sólo podría poner fin al conflicto una transformación de la política soviética, una quiebra de su sistema, o ambos.

La reacción de los medios de comunicación fue positiva en su mayoría, aunque en algún caso expresada con importantes reservas. El más influyente columnista de la época, Walter Lippmann, aunque a favor de la ayuda a Grecia, no aprobaba el tono del presidente: “Una ambigua política global que suena como la llamada a rebato de una cruzada ideológica no tiene límites. No se puede controlar, ni predecir sus efectos”. En el Congreso, Vandenberg insistió en que no consideraba la ayuda a Grecia y Turquía como un “modelo universal” y Acheson dijo al Comité de Relaciones Exteriores del Senado el 24 de marzo que EEUU por supuesto actuaría “de conformidad con las circunstancias de cada caso concreto”.

Algunas críticas indicaban que EEUU estaba defendiendo países que, con independencia de su importancia, no lo merecían moralmente. Otras subrayaban el hecho de que Washington se estaba comprometiendo con la defensa de naciones que, democráticas o no, no eran vitales para la seguridad norteamericana. Era una ambigüedad que se mantendría durante décadas, originando un debate sobre los objetivos norteamericanos que aún sigue vivo.

El propio Kennan se alarmó al leer la versión final del discurso que iba a pronunciar Truman. Aunque estaba de acuerdo en que había que ayudar a Grecia, no creía que Turquía necesitara más que un apoyo moral y diplomático. Pero lo que más le preocupó fue que se inscribiera la ayuda a Grecia en el marco de una política universal. Temía las implicaciones de que cualquier país “amenazado por minorías armadas o por la presión exterior” pudiera esperar el rescate de Washington. Se trataba de un globalismo que él creía debía evitarse. Como escribió años más tarde en sus memorias: “El malentendido nunca fue enteramente corregido. A lo largo de las dos décadas siguientes, la conducción de la política exterior se vería complicada por personas en nuestro gobierno y en otros que no podían liberarse de la creencia de que todo lo que cualquier otro país tenía que hacer, a fin de resultar cualificado para recibir ayuda norteamericana, era demostrar la existencia de una amenaza comunista. Dado que casi ningún país carecía de una minoría comunista, sus implicaciones iban muy lejos. Y a medida que transcurría el tiempo, la capacidad de comprensión de este hecho por parte de nuestra opinión y de nuestro gobierno parecía debilitarse en vez de reforzarse. En los años sesenta, era tan absoluto el valor dado por el gobierno a la mera existencia de una amenaza comunista, que tal amenaza sería considerada como la exigencia, en el caso del sureste asiático, de una respuesta norteamericana a gran escala, sin una seria consideración de los requisitos que la mayoría de nosotros hubiéramos pedido como esenciales para su ejercicio en 1947”.

El 22 de abril el Senado aprobó la ayuda a Grecia y Turquía por 67 votos frente a 23. El 9 de mayo la Cámara de Representantes hizo lo propio por 287 votos frente a 107. El 22 de mayo el presidente firmó el paquete de ayudas. La doctrina Truman había sido aprobada y con ella nacía formalmente la política de contención.

 

Una nueva percepción de la URSS

Cuando Truman sustituyó a Roosevelt, todavía confiaba en poder resolver las diferencias con los soviéticos de manera amistosa. Tuvieron que transcurrir casi dos años para que se formulara una política norteamericana de oposición al poderío soviético. La declaración de principios que significaba la doctrina Truman cristalizaba la política que se había venido desarrollando desde Potsdam, y cuyos fundamentos se encontraban en el largo telegrama de Kennan y en el informe Clifford-Elsey. Podría decirse que comenzó incluso con la primera entrevista del presidente con el embajador norteamericano en Moscú, Averell Harriman, antes de Potsdam. El mismo Harry Truman señalaría en una rueda de prensa a mediados de abril de 1947 que la doctrina que lleva su nombre no era un “giro político repentino”, y mencionó como su origen la primera reunión que mantuvo con el ministro soviético de Asuntos Exteriores, Viacheslav Mólotov, dos años antes.

En un mensaje de ocho mil palabras desde la embajada en Moscú que iba a ser conocido como el “largo telegrama”, George Kennan había aconsejado desechar cualquier esperanza que se pudiera aún tener de negociar con el régimen soviético. El Kremlin, escribía Kennan, tenía una percepción neurótica del mundo, resultante del tradicional sentimiento ruso de inseguridad. Por esta razón, el régimen soviético estaba “comprometido fanáticamente” con la idea de que no podía haber “coexistencia pacífica” con EEUU. Sin la cobertura del marxismo, decía Kennan, los soviéticos aparecerían ante la historia “como los últimos de una larga serie de crueles y ruinosos gobernantes rusos que han forzado incesantemente a su país a cada vez mayores cotas de poderío militar a fin de garantizar la seguridad externa para sus regímenes internamente débiles”. Estados Unidos, indicaba el mismo autor, tenía que prepararse para una larga lucha ante el carácter irreconciliable de sus objetivos y su filosofía con los de la Unión Soviética.

El departamento de Estado elaboró un memorándum en el que se recogía la aplicación práctica de estas ideas, pero tenía muchas ambigüedades y limitaciones. Clark Clifford, asesor del presidente, elaboró junto con su ayudante George Elsey un documento secreto, fechado el 24 de septiembre de 1946, en el que, recogiendo lo esencial de las tesis de Kennan, mantenía la idea de que la política del Kremlin sólo cambiaría si el poderío soviético fuera equilibrado. “El principal elemento de disuasión a un ataque soviético a EE UU o a áreas del mundo vitales para nuestra seguridad, será la capacidad militar de nuestro país”. Aunque esto resultaba ya evidente para el gobierno norteamericano, Clifford lo utilizó como trampolín para proclamar una misión de seguridad global, respecto a “todos aquellos países democráticos que se encuentren de alguna manera amenazados por la Unión Soviética”. Estados Unidos tenía a partir de ese momento el marco conceptual para justificar la resistencia al expansionismo soviético.

Pero la nueva percepción de las ambiciones soviéticas había comenzado a manifestarse desde la primera entrevista de Harriman con Truman antes de Potsdam (el 20 de abril de 1945), ocho días después de su toma de posesión como presidente y dos días antes de su primera entrevista con Mólotov. Harriman había discrepado de Roosevelt, quien creía que la colaboración en la pos- guerra podría conseguirse a través de las Naciones Unidas. Recuérdese que tras la conferencia de Teherán (noviembre de 1943), Roosevelt estaba convencido de haberse ganado la confianza personal de Stalin y creía que si al líder soviético se le trataba correctamente, podía contarse con que actuaría de manera razonable. Según Truman, en su entrevista del 20 de abril, Harriman “dijo que ciertos elementos del entorno de Stalin malinterpretan nuestra generosidad y nuestro deseo de cooperación como indicio de debilidad, de modo que el gobierno soviético podría actuar como quisiera sin provocar una reacción norteamericana”. Pero el embajador insistió en que los soviéticos necesitarían ayuda económica norteamericana, por lo que “podemos mantenernos firmes sin correr grandes riesgos”.

 

«Tras la conferencia de Teherán (noviembre de 1943), Roosevelt estaba convencido de haberse ganado la confianza personal de Stalin y creía que si al líder soviético se le trataba correctamente, podía contarse con que actuaría de manera razonable»

 

Harriman advirtió a Truman de que Occidente hacía frente a una “invasión bárbara de Europa” y el presidente desarrolló la idea, alimentada entre otros por el propio diplomático, de que EEUU era el principal defensor de la civilización occidental frente a los bárbaros. A partir de este momento el presidente rechazó la actitud pasiva aconsejada por el secretario de la Guerra de Roosevelt, Henry Stimson, y adoptó la política de firmeza (get tough) recomendada por Harriman y por James Forrestal, secretario de la Marina. Pero rechazaba la posibilidad del uso de la fuerza para la imposición de los puntos de vista norteamericanos, en parte porque todavía creía que podía influir sobre Stalin mediante el uso de la presión económica.

Como ya se ha mencionado, su primera intención era la de cooperar con Stalin, sobre todo porque los oficiales norteamericanos estaban preocupados por una participación soviética en la guerra contra Japón. Aunque Truman quedó muy decepcionado tras su primer encuentro con Mólotov en abril de 1945, culpaba de las dificultades mutuas a una complicada experiencia histórica: “Los rusos no saben comportarse. Son como elefantes en una cacharrería. Sólo tienen veinticinco años. Nosotros poco más de cien, y los británicos varios siglos más. Tenemos que enseñarles a comportarse”. El desacuerdo con Moscú se debía, por tanto, no a intereses geopolíticos en conflicto, sino a un “mal comportamiento” o a la “inmadurez política”. En otras palabras, Truman creía en la posibilidad de impulsar a Stalin a adoptar una conducta “normal”, e intentaba tomar una dirección intermedia entre las ideas de Roosevelt sobre cómo mantener la paz y su creciente resentimiento hacia la conducta soviética en Europa oriental, respecto a la cual aún carecía de política. Todavía no estaba preparado para afrontar la nueva realidad geopolítica que había producido la Segunda Guerra mundial. La guerra fría comenzó cuando se asumió la realidad de que las tensiones entre la Unión Soviética y Estados Unidos no se debían a ningún malentendido, sino que respondían a intereses contrapuestos.

Fue en Potsdam (julio-agosto de 1945) donde Truman comprendió que la fuerza era el único lenguaje que entendían los soviéticos y decidió que “dejaría de apostar por un orden conjunto con los rusos”. A su llegada, la delegación norteamericana todavía defendía la idea del orden mundial mantenida por Roosevelt antes de la conclusión de la guerra. Un informe del departamento de Estado aseguraba que el establecimiento de esferas de influencia constituiría la mayor amenaza a la paz mundial. “Nuestro principal objetivo debería ser el de remover las causas que conducen a las naciones a creer que tales esferas son necesarias para su seguridad”. Pero el departamento de Estado no explicaba cómo podría convencerse a Stalin para cooperar, o cuáles, si no la disparidad de intereses, eran las causas del conflicto. La conferencia pronto se convirtió en un diálogo de sordos: Stalin insistió en consolidar su esfera de influencia, y Truman y Churchill exigieron la reivindicación de sus principios. El resultado de Potsdam fue el comienzo del proceso que dividió a Europa en dos esferas de influencia, precisamente el escenario que, durante la guerra, más habían tratado de evitar los líderes norteamericanos.

 

El Plan Marshall

El 26 de abril de 1947, el general Marshall volvía a Washington desde Moscú, donde había asistido a una reunión del Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores de los aliados, muy preocupado después de sus sesiones con Mólotov sobre el problema alemán. Marshall también pensaba que se podía negociar con los rusos, pero en Moscú se convenció de lo contrario. La indiferencia de Stalin sobre la estabilidad europea le produjo una profunda impresión. Resultaba evidente que los líderes soviéticos tenían un interés político en ver fracasar a las economías de Europa occidental bajo un liderazgo no comunista. Además, comprendió que quedaba poco tiempo: “el paciente empeora, mientras los médicos deliberan”, dijo Marshall en una alocución radiofónica.

El 29 de abril el secretario de Estado convocó a Kennan, a quien dio órdenes para constituir un pequeño grupo que elaborara urgentemente un informe sobre lo que debía hacerse para salvar la ruinosa situación europea. La idea de ofrecer ayuda económica a Europa ya rondaba desde hacía algún tiempo por la cabeza del presidente. El impacto del invierno de 1947 no se limitaba a Grecia y Turquía. La pobreza era seria en Inglaterra y Francia, pero aún era peor la situación en Alemania occidental. Dividida por las zonas de las cuatro potencias e incapacitada para desarrollar el viejo núcleo de su industria pesada en el Ruhr, Alemania estaba postrada. Los costes de ocupación de Alemania suponían trescientos millones de dólares sólo para Inglaterra en 1946. Los franceses querían anexionarse el Saar para garantizar el suministro de carbón, y el gobierno soviético podía explotar las divisiones en la política occidental.

Para el comandante de la zona norteamericana, el general Lucius Clay, la solución era clara: la economía alemana tenía que liberarse de los obstáculos de la ocupación. Truman estaba de acuerdo, pero necesitaba la aprobación de los republicanos en el Congreso y para conseguirlo pidió al expresidente Herbert Hoover que visitara Alemania. Hoover se mostró también de acuerdo con el análisis de la situación hecho por Clay, y de este modo pudo lograrse una política bipartita para la expansión de la economía alemana. Pero lógicamente la decisión estratégica de resucitar la economía de Alemania occidental iba a provocar alarma en la Unión Soviética. Mólotov, desde luego, rechazó reducir las demandas de reparaciones de guerra alemanas.

Una vez más, Walter Lippmann había percibido las inevitables implicaciones. El 5 de abril había escrito en su columna del Washington Post que, para repeler una crisis que amenazaba con “extender el caos por el mundo, será necesaria la adopción de medidas políticas y económicas de un alcance que ningún dirigente responsable se ha atrevido aún a sugerir”. Tres semanas más tarde, Lippmann formularía la lógica que relacionaba la doctrina Truman con lo que se convertiría en el plan Marshall: “Después de que hayamos discutido las necesidades individuales del Reino Unido, Francia, Italia y el resto, deberíamos sugerirles que se reúnan y se pongan de acuerdo sobre un programa europeo de producción e intercambio”.

Kennan entregó su informe al general Marshall el 23 de mayo. El documento especificaba que la respuesta de Estados Unidos a los problemas mundiales debía ser algo más que una reacción defensiva a las presiones comunistas. Un esfuerzo de ayuda norteamericana a Europa “debe estar dirigido no a combatir el comunismo como tal, sino a restaurar la salud y vigor económicos de la sociedad europea. Debería aspirar, en otras palabras, no a combatir el comunismo sino los desajustes económicos que hacen a Europa vulnerable a la manipulación por parte de los movimientos totalitarios animados por el comunismo ruso”. Intentaba, así, corregir las implicaciones globalistas de la doctrina Truman.

Después de numerosas reuniones en el departamento de Estado y en la Casa Blanca, Marshall decidió, con la aprobación de Truman, pronunciar un discurso en la universidad de Harvard el 5 de junio.

El discurso fue escrito por su asesor Charles Bohlen, retomando casi íntegramente el informe de Kennan; su esencia estaba recogida en este párrafo: “Nuestra política no está dirigida contra ningún país o doctrina, sino contra el hambre, la pobreza, la desesperación y el caos. Su objetivo debería ser una recuperación de la economía mundial que haga posible la emergencia de las condiciones políticas y sociales en las que puedan existir instituciones libres”.

Destacaban en el discurso dos ideas nuevas. Marshall pedía a los europeos que, de manera conjunta y con la ayuda de Estados Unidos, formularan sus propios programas (“No sería adecuado ni eficaz que este gobierno diseñara unilateralmente un programa destinado a la recuperación económica de Europa. Éste es un asunto de los europeos. Creo que la iniciativa debe proceder de Europa, y los europeos deben tener la responsabilidad principal. El papel que este país debería desempeñar es el de ayudar amistosamente a la formulación de un programa europeo y apoyarlo, a petición europea, mediante recursos financieros o de otro tipo”). Por otro lado, Marshall dejaba la puerta abierta a la participación de los soviéticos y de sus países satélites. Si alguien estaba tratan- do de dividir al continente europeo, deberían ser los rusos con su respuesta, no los norteamericanos con su oferta. Y, así, al rechazar su participación en la iniciativa, Stalin garantizó de hecho su éxito y su aprobación por el Congreso en abril de 1948.

Un año antes, en julio de 1947, un nuevo trabajo de Kennan había dado un paso más allá en el proceso de definición de la política norteamericana iniciado por la doctrina Truman, aunque introduciendo también –sin pretenderlo el autor– nuevas ambigüedades. En un artículo publicado con seudónimo en la re- vista Foreign Affairs, Kennan explicaba cómo la hostilidad hacia los sistemas democráticos era inherente a la estructura soviética y ésta era insensible a una política occidental conciliadora.11 La única manera de derrotar la estrategia soviética era mediante “una política de firme contención, diseñada para hacer frente a los rusos con una fuerza inalterable en todos aquellos puntos en los que muestren la intención de inmiscuirse en los intereses de un mundo pacífico y estable”.

El artículo fue relacionado inmediatamente con la doctrina Truman y el plan Marshall y el término contención fue identificado con la política seguida por la administración. Para el propio Kennan, un grave error de su artículo fue no haber indicado con claridad que la contención del poderío soviético a que él se refería no era la contención mediante medios militares de una amenaza militar, sino la contención política de una amenaza política. Tampoco distinguió claramente entre las áreas geográficas vitales para la seguridad de EEUU y las que no lo eran. Las objeciones que Kennan había hecho a la doctrina Truman se centraban precisamente en no haber establecido esta distinción.

Kennan no pretendía establecer una doctrina. Según sus propias palabras, escribió el artículo pensando en “lo que me parecía una larga serie de concesiones que habíamos hecho, durante y justo después de la guerra, a las tendencias expansionistas rusas; concesiones hechas con la esperanza y en la creencia de que contribuirían a una colaboración entre los gobiernos soviético y norteamericano en el período de posguerra”. Pero el resultado de la doctrina de un conflicto permanente comprometió al pueblo norteamericano con una serie de enfrentamientos sin fin, en el que la iniciativa quedaba en manos del adversario, y limitaba el papel de Estados Unidos a reforzar aquellos países a su lado de la línea divisoria. Al rechazar todo tipo de negociación, la política de contención desperdició un tiempo precioso mientras que EEUU mantuvo el monopolio atómico.

A pesar de la doctrina Truman y del plan Marshall, Estados Unidos carecía todavía de un compromiso militar definitivo para la defensa de Europa. Pero Stalin le proporcionaría pronto el motivo para adoptarlo. Después de que se anunciara el plan Marshall, aceleró el control comunista de Europa oriental. En Checoslovaquia, los comunistas se habían convertido en el partido más votado en unas elecciones libres, pero no era suficiente para Stalin: el 25 de febrero de 1948 el gobierno elegido fue derrocado y se impuso una dictadura comunista. El bloqueo de Berlín (julio de 1948-mayo de 1949) fue asimismo una reacción soviética a la iniciativa de establecer un gobierno en Alemania occidental. Al igual que las huelgas impulsadas por los comunistas en Francia e Italia en el otoño de 1947, constituían el intento por parte de Moscú de jugar, antes de que fuera demasiado tarde, las cartas políticas que aún tenía en el continente europeo.

Como respuesta al golpe checoslovaco, varios países europeos firmaron el tratado de Bruselas, pero resultaba claro que no tenían la fuerza suficiente para repeler un ataque soviético. Sería la crisis de Berlín la que facilitaría el impulso necesario para dar aplicación práctica a la política de contención, en la forma de la Alianza Atlántica. La OTAN, que nacía como medio para vincular Estados Unidos a la defensa de Europa, completaba una verdadera revolución en la política exterior norteamericana. EEUU entraba a formar parte de una alianza, y su seguridad a partir de entonces podía verse implicada en cualquier momento como consecuencia de crisis exteriores sobre las que Washington no podía tener mucho control.

La siguiente fase en la estrategia norteamericana se inauguraría en febrero-marzo de 1950, cuando el presidente Truman encargó a los departamentos de Estado y de Defensa una revisión de la política de seguridad tras la “pérdida” de China y la adquisición por los soviéticos de la bomba atómica. Se elaboró entonces un documento denominado “National Security Council 68”, que fijó las grandes líneas de la política exterior y de seguridad de EE UU durante los siguientes treinta años (para el senador Henry Jackson se trataba de “la primera definición completa de una estrategia nacional”).

El documento NSC 68 representaba la extensión lógica de la doctrina Truman, que tenía una perspectiva global en sus fundamentos, pero se limitaba a Europa en su aplicación. Ahora se proporcionaba la justificación para que EEUU asumiera el papel de gendarme mundial. El documento consagraba la idea de que Estados Unidos tenía la obligación política e ideológica de defender la democracia en todo el mundo y debía dotarse de los medios militares para hacer- lo. El monopolio atómico había concluido en septiembre de 1949 y EEUU se veía obligado ahora a cubrir con su protección militar grandes áreas del mundo. Con la aprobación del documento en abril de 1950 se producía un giro histórico aún mayor en su política exterior. Paulatinamente, se asumieron compromisos militares con 47 países, se establecieron 675 bases y se estacionaron un millón de soldados en el extranjero. La guerra de Corea constituiría la primera prueba para la nueva estrategia, con la que se entraba en una fase de la guerra fría que se escapa del objeto de estas páginas.

 

Compromisos globales

A partir de 1946-47, la Unión Soviética representaba un obstáculo a la estabilidad del orden internacional para cuya defensa EEUU había participado en la guerra. A la impotencia respecto al control por parte soviética de Europa oriental se sumaba la alarma por la amenaza comunista en China. En las Naciones Unidas, la URSS bloqueaba toda iniciativa tendente a convertirlas en guardiana efectiva de la paz, incluyendo el plan para el control internacional de la energía atómica (plan Baruch). Parecía posible que los partidos comunistas francés e italiano pudieran llegar al poder. Los comunistas habían iniciado una guerra civil en Grecia, y las demandas territoriales de Moscú a Turquía descubrían las pretensiones de Stalin.

¿Qué podía hacerse para que el Kremlin modificara su política? ¿Cómo una democracia que tradicionalmente había evitado todo papel mundial podía hacer frente a los dilemas del mundo de posguerra? Estados Unidos se encontraba con dos importantes obstáculos: el convencimiento de que por medios diplomáticos sería imposible contrarrestar la influencia soviética en aquellos países ocupados por las fuerzas soviéticas durante la guerra; y el hecho de que la URSS, al contrario que EEUU, que pronto desmovilizó a sus tropas, mantenía un importante ejército en sus zonas ocupadas.

Lo que EEUU necesitaba era declarar su postura de firmeza a los soviéticos, y la crisis en Grecia y Turquía fue la ocasión para hacerlo. La declaración de que el mundo se dividía entre fuerzas democráticas y totalitarias constituía una notable simplificación de lo que estaba ocurriendo en 1947, pero probablemente era necesaria. Era un punto de partida mediante el que se describía la situación internacional de manera que todo el mundo pudiera entenderla, y se preparaba el camino para la más elaborada estrategia de contención que iba pronto a desarrollarse.

Ante la transformación mundial resultante de la guerra, EEUU requería una nueva definición de su papel. La doctrina Truman, sin embargo, no proporcionó la definición, sino que meramente expresaba una voluntad. Se trataba de dar una respuesta norteamericana a dos cosas: a la posibilidad de una amenaza soviética en el mundo no comunista, y a evitar que el comunismo se convirtiera en el beneficiario de la quiebra económica y social de Europa. Parecía que poco podía ganarse con una mayor precisión: un vago compromiso global era el camino más seguro desde el punto de vista de la política interna.

Adam Ulam observaría años más tarde que hubiera sido preferible que Truman hubiese podido presentar las realidades del mundo de posguerra con mayor franqueza. Decir claramente que era del interés de Estados Unidos que Grecia y Turquía no cayeran en manos comunistas y que, aunque ambos gobiernos no se conformaban con el concepto de democracia entendido en Occidente, eran aun así preferibles al comunismo practicado por Stalin. Tal sinceridad, decía Ulam, podía haber evitado buena parte de la confusión subsiguiente sobre a qué naciones debía ayudar EEUU y por qué. Podría haber servido de freno al impulso de afirmar el poder norteamericano contra los comunistas en cualquier lugar, y podría haber aliviado, en vez de inflamado, las sospechas extranjeras de que EEUU se opondría a las revoluciones en nombre de los intereses de seguridad norteamericanos, con independencia de que realmente fuera así o no. Pero Truman no podía evitar la historia: su doctrina era esencialmente una nueva expresión del destino manifiesto, del espíritu de cruzada ideológica que tanto ha caracterizado la política exterior de Estados Unidos.

 

«EEUU carecía de la capacidad para distinguir entre la oposición nacionalista y comunista al statu quo en Asia, África, América Latina y Oriente Próximo»

 

En consecuencia, la doctrina Truman hizo aumentar los temores de que EEUU carecía de la capacidad para distinguir entre la oposición nacionalista y comunista al statu quo en Asia, África, América Latina y Oriente Próximo, o comprender que un régimen de izquierdas en un país subdesarrollado no implicaba automáticamente su afiliación con Moscú. Los revolucionarios en Argelia, Guatemala o Vietnam, por ejemplo, no podían tener mucha con- fianza en que el discurso de Truman significara que EEUU fuera a convertirse en el abanderado de la lucha por la justicia social. Más bien, y por el contrario, EEUU parecía atribuirse el papel de potencia contrarrevolucionaria, interesada en mantener regímenes conservadores. La contribución del gobierno a la defensa de los regímenes griego y turco a finales de los años cuarenta reforzó esta percepción de EE UU. Un discurso menos doctrinario no hubiera movilizado el apoyo político interno que Truman y otros consideraban esencial, pero hubiera evitado muchos errores en política exterior y también muchas actitudes antagonistas hacia EEUU en años posteriores.

Por todo ello sería un error dar a la política norteamericana una lógica y una coherencia global de la que en realidad carecía. Más que un plan muy elaborado, lo que hubo fue una serie de sucesivas improvisaciones, con numerosas lagunas y contradicciones. Así, de una parte, mientras EE UU sentaba con notable éxito las bases de la estabilidad económica y militar de Europa occidental en los años 1948-49, veía cómo la guerra civil china quebraba el encaje de Extremo Oriente en su concepción del mundo. Por otra, existía una confusión conceptual, derivada de los peligros de una división permanente del continente europeo.

El objeto de la contención tal como fue concebido, escribió Kennan, no era el de perpetuar el statu quo resultante de las operaciones militares y los arreglos políticos de la Segunda Guerra mundial; era el de sacar a EEUU de un apuro en momentos difíciles y acercarlo al punto en que pudiera discutir de manera efectiva con los rusos las desventajas y peligros del statu quo, y acordar con ellos su sustitución pacífica por uno mejor. “Y si en años posteriores pudo decirse que la política de contención había fracasa- do, no era un fracaso en el sentido de que le resultara imposible evitar que los rusos se inmiscuyeran de manera peligrosa en los intereses de un mundo pacífico (porque eso lo logró); ni lo fue tampoco en el sentido de que no lograra contrapesar el poderío soviético (que también se consiguió). El fracaso derivaba del hecho de que nuestro propio gobierno, al resultarle difícil comprender una amenaza política como tal y hacerle frente mediante medios distintos de los militares, y conducido lamentablemente, en particular, por sus propias interpretaciones erróneas del significado de la guerra de Corea, no supo hacer uso de las oportunidades para una útil discusión política como resultado de sus preocupaciones militares por sellar y perpetuar la división de Europa que precisamente debía haber tratado de remover. No fue la contención lo que falló, sino que nunca tuvo la adecuada continuación”.

En parte ello se debió a que, en el marco de esa política, EEUU se relegó a sí mismo a una diplomacia esencialmente pasiva durante su período de mayor poder. Hacia el final de la presidencia de Truman, la política de contención era criticada por quienes la consideraban demasiado belicosa y por quienes pensaban que era demasiado pasiva. La controversia se agravó porque, como había predicho Lippmann, las crisis internacionales se multiplicaban progresivamente en regiones periféricas, donde se confundían los aspectos ideológicos y resultaba difícil demostrar que hubiera amenazas directas a la seguridad norteamericana. Estados Unidos se encontró involucrado en guerras en regiones no protegidas por ninguna alianza, en nombre de causas ambiguas y con resultados no concluyentes. De Corea a Vietnam, estos conflictos mantuvieron vivas las críticas que cuestionaban la validez moral de la política de contención.

Al final, escribió Frances Fitzgerald, la metáfora de la manzana podrida utilizada por Acheson se aplicaba más a su propio discurso que a la guerra civil griega, ya que ese discurso “infectó” la retórica de los dirigentes norteamericanos durante muchos años después.14 Durante los años cincuenta y sesenta, el Congreso no otorgaría un dólar en ayuda exterior sin proclamarlo vital; los presidentes presentarían la más modesta de las iniciativas al Congreso asegurando que salvaría al mundo del comunismo. El resultado de todo ello fue una notable confusión sobre las prioridades, hasta que en la administración Nixon se reconoció –como resultado de la guerra de Vietnam, de la ruptura chino-soviética, de la competencia económica japonesa y europea y de la crisis del petróleo– que el anticomunismo no podía ser el objetivo único de la política norteamericana. Las enseñanzas del período de distensión, junto con la retórica y la confusión de objetivos del período aquí descrito, deben tenerse en cuenta hoy. La política de Estados Unidos hacia una China emergente debe orientarse a evitar crear un nuevo enemigo.